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Columna
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Los acontecimientos, querido muchacho

Cuando la guerra está en marcha se razona de otra manera y el puro azar domina aún más nuestras vidas, lo que se impone son las circunstancias

Bombardeo de Israel en Teherán
Íñigo Domínguez

Un sólido patrón de referencia de la barbarie humana es la bomba atómica de Nagasaki. No la de Hiroshima, no, la de Nagasaki. Porque fue tres días después de la otra. La primera fue el 6 de agosto de 1945, y la segunda, el 9 de agosto. Es decir, después de ver lo que había hecho la primera decidieron soltar de todos modos la segunda. Por eso es mucho peor, y por eso supongo que se habla mucho menos de ella. El copiloto del Enola Gay, el avión que lanzó la bomba en Hiroshima, dijo al ver la explosión: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”. Pero en ese momento no hubo un “nunca más”, la conciencia de que no podía repetirse. Se repitió. Es más, la segunda bomba era mucho más grande (si ven las fotos parece de cómic). La orden la dio un presidente demócrata, Harry Truman, que además era afiliado a la masonería, cuyo modelo es el buen albañil, por lo que en teoría no debía dedicarse a destruir millones de edificios. Si uno se pregunta por qué, tras Hiroshima, se hizo lo mismo la respuesta es simple: porque Japón no se había rendido después de la primera bomba.

Siguiendo con las consideraciones de por qué ocurrió aquello, para Nagasaki también fue cuestión de mala suerte. Estaba al final de la lista de objetivos, pero Yokohama ya había sido muy bombardeada y el alto mando estadounidense pensó que no se iba a ver bien el efecto de su nueva arma, estaba ya muy rota. También se descartó Kioto por razones sentimentales, pero de una sola persona: el secretario de Guerra estadounidense había pasado allí la luna de miel, dijo que era muy bonito y le dio pena. Fue fatal para Nagasaki que nadie de la Casa Blanca hubiera ido allí de turismo, o que fuera alguien y le pareciera fea. Pero lo decisivo, en el último momento, no fue un cálculo estratégico, sino que en Kokura, la ciudad que se iba a bombardear el 9 de agosto, hacía mal tiempo. Estaba nublado y se soltaba la bomba a ojo, así que el avión se fue a Nagasaki, que tenía el cielo despejado, algo que a sus vecinos quizá ese día les había alegrado la mañana, como suelen hacer los cielos despejados. Aún tuvieron peor suerte algunos supervivientes de Hiroshima que habían huido a Nagasaki y les cayeron encima dos bombas nucleares. No una, dos. Pesaron otras consideraciones (se había gastado mucho dinero en la bomba como para no usarla; los rusos, aliados poco de fiar, podían ocupar Japón), pero el hecho es que al final así fueron las cosas. Y siempre se actúa pensando en lo que es mejor, deseando lo mejor, ¿no es asombroso dónde se puede llegar en la búsqueda del bien?

Todo esto para decir que cuando la guerra está en marcha se razona de otra manera, se entra en una nueva normalidad y los principios se reescriben sobre la marcha. Por ejemplo, ahora hasta quien odia a Netanyahu en Israel o al régimen en Irán se une a ellos porque el país es lo primero. Al margen de eso, el puro azar domina aún más nuestras vidas y, sobre todo, lo que se impone son las circunstancias, que a partir de un cierto punto están fuera de control, van arrastrando, y justificando, a todo el mundo. Parece importante, por tanto, resistirse a entrar en esa nueva normalidad, recordar lo que no es normal. Volvemos a hablar de bombas nucleares, y han pasado 80 años, bastante más que tres días. Quienes gobiernan no tienen por qué ser malvados o idiotas, o ambas cosas (hoy eso es lo peor), pero de pronto manda más el contexto. Se atribuye a un primer ministro británico de la Guerra Fría, Harold Macmillan, una célebre respuesta cuando un periodista le preguntó qué era lo que más preocupaba a un estadista: “Los acontecimientos, querido muchacho, los acontecimientos”.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Corresponsal en Roma desde 2024. Antes lo fue de 2001 a 2015, año en que se trasladó a Madrid y comenzó a trabajar en EL PAÍS. Es autor de cuatro libros sobre la mafia, viajes y reportajes.
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