Contra los codiciosos: la corrupción viene de lejos
Desde la llegada de la democracia no ha habido periodo sin episodios escandalosos


Hace casi tres décadas y media, toda una vida, pero parece ayer. Josep Borrell (entonces José), llegaba como titular al Ministerio de Obras Públicas. En su despacho de ministro reunió a los presidentes de las principales empresas de la construcción. Nombres tan míticos en el ghotta empresarial español como Rafael del Pino (padre), de Ferrovial; Luis Ducasse (Agromán), Eduardo Serra (Cubiertas y MZOV), Antonio Durán (Dragados y Construcciones), José María Entrecanales padre), de Entrecanales y Távora… Entonces soltó la bomba: les exhortó “en nombre del presidente [Felipe González] y en el mío propio” a no pagar comisiones a ningún intermediario ni partido político para obtener concesiones de obras.
Esas empresas pronto empezarían su proceso de concentración hasta constituir lo más parecido a un oligopolio. Borrell trataba de poner final a cualquier irregularidad en la adjudicación de obras. Las crónicas de la época decían que entonces se admitía como una práctica “corriente” el pago de comisiones que oscilaban entre el 2% y el 4% del valor de los trabajos. Esta corruptela estaba extendida en todos los niveles de la Administración: estatal, autonómica y local.
Tres años después, siendo ministro de Obras Públicas, Transportes y Medio Ambiente, y esta vez en un acto público, Borrell repitió el mismo mensaje, y añadió que si los empresarios recibían propuestas anómalas en nombre del PSOE se lo comunicasen a él personalmente. Dijo que en ese tiempo había conocido situaciones de corruptelas y corrupciones en quienes se presentan como servidores públicos y no son sino servidores de su propia codicia: “También el sector privado ha preferido ganancias especulativas y ocultación fiscal a la honesta dedicación a la mejora de la empresa. Es evidente que esto ha ocurrido”.
Unos años más tarde (2012), siendo ministra Ana Pastor (PP) estableció un código ético para poner barreras al juego sucio; se llegaba al caso de prohibir comidas entre funcionarios y representantes de empresas contratistas.
Hace dos décadas, Xabier Arzalluz, presidente del Partido Nacionalista Vasco (PNV), autorizaba una biografía escrita por Javier Ortiz (Arzalluz. Así fue, editorial Foca). En ella explicaba que cuando tu partido empieza a alcanzar el poder “empiezas a tener la posibilidad de que te den dinero”. En esa situación “se te abren dos posibilidades: la primera es exigir que te paguen un porcentaje sobre el precio total del encargo: te concedo esta obra, o te recalifico este terreno, o te encargo la fabricación de estos uniformes, o te asigno la contrata de tal o cual si tú le pagas a mi partido el 4%, el 5%, el 8% o el 10%. La segunda es: tú atribuyes esos trabajos conforme a la ley, por las vías de adjudicación establecidas, pero no ocultas a las empresas que tu partido tiene necesidades que cubre con mucha dificultad”.
El periodista Miguel Ángel Noceda acaba de publicar el estupendo libro Fiascos S.A. (Debate), sobre los grandes fracasos empresariales de la democracia: los mayores escándalos de corrupción empresarial, la mayoría de los cuales han desembocado en procesos judiciales, algunos de los cuales aún siguen sin resolverse. Entre ellos está el dream team: la Rumasa de Ruiz-Mateos, la Banca Catalana de Jordi Pujol, el Banesto de Mario Conde, el KIO-Torras de Javier de la Rosa, la Bankia de Rodrigo Rato, etcétera. Ya no se podrá contar la historia de la Transición sin tener en cuenta los contenidos de este libro, sin analizar con profundidad de captura del Estado por grandes grupos empresariales. No se podrá contar la corrupción sino como una estrella de tres puntas en las que figuran el corruptor, el corrompido, y el entorno legal y social permisivo.
Hacía tiempo que la corrupción no aparecía como uno de los principales problemas políticos del país. El que haya estado oculta no significa que no actúe. Lo de Santos Cerdán y Ábalos parece no llevar a las sentinas de ningún partido político; es más escandaloso porque participa de los procedimientos garbanceros de otros tiempos, sin que la sofisticación haya llegado a ellos. Pero es inútil ser adanista.
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