El elefante en la habitación
El Congreso, el órgano de representación de la soberanía popular, lleva tiempo degradándose a sí mismo


A veces me entristece el nivel que exhibimos quienes nos dedicamos al periodismo. Aún peor, ciertamente, es el de quienes no se dedican a él, sino al entretenimiento o al cobro por difusión de falsedades, pero son considerados periodistas por gran parte de la ciudadanía.
Entonces pienso en los diputados y recibo un cierto consuelo. Un poco parecido al de los tontos (mal de muchos) aunque no igual, porque cada diputado es representante de la soberanía popular, lo más importante en una sociedad democrática, y un periodista, si tiene la suerte de trabajar para una empresa decente, goza del privilegio de representarse sólo a sí mismo ante los lectores o la audiencia.
No está claro el origen de la frase “el elefante en la habitación”. El escritor ruso Iván Krylov publicó en 1814 un cuento en el que el visitante de un museo observaba los pequeños objetos expuestos y no percibía la presencia de un elefante. El diccionario de Oxford atribuye la creación al diario The New York Times, en un artículo de 1959. Sea como sea, lo del elefante se entiende muy bien. Creo que en España el elefante que preferimos no ver se esconde en el Congreso de los Diputados.
Soy de los que piensan que los dirigentes del poder judicial (pongan ustedes las mayúsculas si quieren) deben ser designados por el Parlamento. La elección de una parte de ellos por las organizaciones profesionales, como propone el PP, supone introducir una dosis de corporativismo en un poder del Estado y, de alguna forma, degradarlo a la condición de servicio público. Es la opinión de alguien no experto en la materia. Lo que resulta obvio, para expertos o para legos, es que el Congreso, el órgano de representación de la soberanía popular, lleva tiempo degradándose a sí mismo, y eso ofrece argumentos a quienes prefieren restarle atribuciones.
No se trata sólo del yugo de la disciplina de partido, que reduce los grandes debates a una colección de lemas electorales. Lo más importante, me parece, tanto para el funcionamiento de un sistema político liberal como para la convivencia cotidiana, es la actitud. Y la actitud, en general y con todas las excepciones necesarias, oscila entre lo deplorable y lo inaceptable.
Desde algo tan pedestre como los abucheos o los insultos hasta algo tan antidemocrático como descalificar a los diputados de Vox o de Bildu por sus ideas (la legitimidad la conceden los votos obtenidos dentro del orden constitucional, no las ideas, ni el pasado, ni los éxtasis nacionalistas). Desde la improvisación y las chapuzas en cuestión legislativa (recuerden que ahora no hablamos del Gobierno, sino de la institución del que emana) hasta el obstruccionismo y la obstinación en no ponerse de acuerdo en nada con el que piensa distinto. Desde la crítica injusta a lo que funciona bien hasta el elogio encendido de lo que funciona mal. Todo este páramo de despropósitos se extiende por el hemiciclo. De él salen perjudicadas la gestión de los asuntos públicos y la confianza ciudadana.
Alguien debería recordar diariamente a sus señorías lo que son y lo que representan. Para que se comprometieran a tomarse en serio a sí mismos y, de paso, a tomarnos en serio al resto de los ciudadanos.
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