La esperanza
Para sobreponernos a tanta dificultad hará falta esperanza. La generación que el virus está diezmando día tras día padeció el miedo y supo tenerla


Por más que lo repitamos, nunca será suficiente. Estos días, deprisa y en silencio, entre estertores que no oímos y sin homenajes, se nos muere una gran parte de la mejor generación. En España y en toda Europa. Quizá uno a uno no fueran tan especiales ni muy distintos a cualquiera de nosotros.
Colectivamente, sin embargo, tuvieron que soportar una guerra o una posguerra y unos largos años de pobreza y reconstrucción. En ciertos casos, como el español, carecieron de libertad durante décadas. Vivieron más por sus hijos que por sí mismos. Y más o menos, cada cual con sus reservas, supieron perdonar a sus antiguos enemigos. Esta fue gente de mérito. Se van sin que podamos darles un abrazo de despedida.
Quienes nos quedamos (de momento) estamos aprendiendo algo que nuestros mayores ya experimentaron: la convivencia con el miedo. En los meses y años que vienen tendremos que salir adelante pese a enormes dificultades. Tendremos que idear fórmulas para mitigar los efectos del desempleo y de las turbulencias económicas. Habrá que decidir si queremos mantener la desigualdad abismal entre quienes tienen mucho y quienes apenas tienen nada, esa desigualdad que ahora determina en gran medida quién sobrevive y quién cae. Todo eso, con un miedo que se nos quedará en el cuerpo.
Para sobreponernos a tanta dificultad hará falta esperanza. La generación que el virus está diezmando día tras día padeció el miedo y supo tenerla. La esperanza no es algo muy complicado en sí mismo: consiste en creer que lo que uno desea es realmente posible. La gran cuestión, evidentemente, radica en si los deseos son modestos o ambiciosos. La mejor generación inició la construcción europea con el limitado objetivo de impedir una nueva guerra, salió de dictaduras como la franquista pensando que cualquier renuncia era mejor que reanudar el ciclo de opresión y matanzas, supo consolarse con la idea de que el futuro de sus hijos sería mejor que su áspero presente.
La esperanza la necesitamos ya. Supongo que será más fácil forjarla o mantenerla en sociedades donde se combate ordenadamente la pandemia. Aceptando que se trata de una generalización, ¿cómo no van a creer los neozelandeses que sus deseos son realizables? Disponen de una clase política eficiente, encabezada por una primera ministra como la impecable Jacinda Ardern, mantienen la cohesión y, dentro de lo posible (ayuda el hecho de vivir en una isla), tienen el virus bajo control. Algo parecido puede decirse de Portugal, ese país cercano que, con recursos limitados, siempre hace las cosas mejor que otros. Y hay más ejemplos.
Temo que en países como España resulte más difícil conjurar la esperanza. No voy a señalar a la clase política, porque se señala a sí misma. Detrás de cada político, lo aceptemos o no, hay una multitud que jalea. Si ya en este presente horroroso somos capaces de descalificarnos unos a otros, de avivar esa vieja estupidez según la cual a media España le sobra la otra media, de no aceptar que no éramos tan buenos como creíamos ser ni que podemos mejorar, ¿cómo vamos a manejarnos en un futuro tan difícil? Sería muy triste ir despidiéndonos de la mejor generación sin otro sentimiento que el desánimo.
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