Por qué tus amigos ya no escriben nada personal en redes sociales: “Lo cotidiano ya no tiene espacio”
Facebook o Instagram solían ser lugares donde asistir a las vidas ajenas y conocer más de seres queridos o lejanos. Ya no. Hoy todo son anuncios, arengas políticas o trocitos de experiencias porque ya solo queremos mirar y no ser vistos


Hace algunas semanas, el analista y escritor Kyle Chayka publicaba en The New Yorker una columna en la que se quejaba de que ya apenas ve fotos de desayunos en sus redes sociales. Aunque Chayka no está especialmente interesado en los desayunos, usaba este ejemplo para ilustrar cómo los usuarios comunes están dejando de publicar imágenes o reflexiones cotidianas en sus perfiles. El escritor advierte de que este fenómeno (más acusado entre los jóvenes, que se sienten antes voyeurs que creadores de contenido) podría conducir a lo que llama posting zero: unas redes donde únicamente las marcas, los profesionales y las inteligencias artificiales publicarían contenido comercial de manera automática y sin apenas respuesta humana.
De hecho, ya está sucediendo algo parecido. “¿Qué vemos ahora en las redes sociales, más de 15 años después de su aparición?”, se pregunta Chayka. “Un mar de influencers y creadores profesionalizados, titulares que anuncian los últimos horrores de guerras internacionales, imágenes, videos y textos generados por inteligencia artificial y una avalancha de trolleo y competencia por la atención dirigida a los miedos más profundos de los usuarios, más o menos tolerada por las propias plataformas. Lo cotidiano ya no tiene espacio en este panorama”.
Durante los últimos dos o tres años, todos los usuarios de Internet hemos notado cómo los espacios que ocupamos (redes como X, Instagram, TikTok o, todavía en muchos casos, Facebook) se llenaban de contenidos crecientemente radicales, desagradables, extraños o absurdos. En inglés, las palabras con las que se nombran estos procesos son explícitas y hacen saber que casi nadie está contento con ellos, aunque no podamos dejar de mirarlos: se dice que los contenidos brainrot o pudrecerebros son un paso más en la enshittification o enmierdado de las redes.

A la vez, con la distancia que dan estos 15 años de uso y análisis de las redes sociales, decenas de autores de todo el mundo como los españoles Marta Peirano o Proyecto UNA, han publicado ensayos críticos con sus dinámicas y, especialmente, con el funcionamiento de los algoritmos que las gobiernan. En todos se puede percibir cierta nostalgia: al menos durante sus primeros años los blogs y las redes sociales fueron plataformas más espontáneas y colaborativas y su evolución ha tenido algo de oportunidad perdida.
No obstante, aunque el nivel de enshittificación que presentan hoy las redes sociales no se había conocido en ningún otro formato, todos los medios, al consolidarse, han supuesto una especie de promesa incumplida. Por ejemplo, el sociólogo e intelectual Pierre Bourdieu explicó en su ensayo Sobre la televisión (1996) que “lo que hubiera podido convertirse en un extraordinario instrumento de democracia directa” terminó siendo un instrumento “de opresión simbólica”. Por cierto, en aquel texto Bourdieu también arremetía contra la televisión como “un lugar de exhibición narcisista”, otra de los males que, tradicionalmente, más se han atribuido a las redes sociales.
Ahora que parece que todo el mundo está vendiéndonos algo o que esos contenidos disparatados que aparecen en el feed responden a oscuros intereses, echamos de menos aquellas redes donde reinaba la “exhibición narcisista”. Cuando los humanos posteábamos con ganas, entre las fotos de desayunos y los selfies también había discusiones interesantes, confesiones, encuentros fructíferos y hasta publicaciones con valor literario.
Intimidad, autoficción o notas para un proyecto futuro: lo que está desapareciendo
En su Convivio, un tratado escrito entre 1304 y 1307, Dante señalaba que, a su juicio, solo dos razones justificarían que un escritor hablase de sí mismo o de sus “secretos interiores”: una es cuando ese “hablar de uno mismo” supusiera “gran utilidad para los demás” y la otra, cuando el escritor se viera obligado a “defenderse de infamias o peligros”. Para cuando, entre 2010 y 2015, las redes sociales se generalizaron ya casi nadie cumplía esos preceptos y la “literatura del yo” o la autoficción eran fenómenos editoriales muy potentes. De hecho, tal y como recuerda Carlos Clavería en su ensayo No me cuentes tu vida: límites y excesos del yo narrativo y editorial (altamarea, 2025), desde hace ya varias décadas, lo que más reciben las editoriales son los manuscritos de “duquesas, psicólogas, arquitectos y profesores en año sabático” que se animan a enviar “diarios, memorias, sagas familiares o amores en primera persona”. Como lector editorial, Clavería solía rechazar estas propuestas, pero es fácil conectar esta pulsión egocéntrica (o “pasión ombliguista”) con el éxito de unas redes que, al menos durante sus inicios, permitían hablar de uno mismo y difuminar la frontera entre la introspección y el exhibicionismo sin límite de caracteres.
Pero no todo lo que se escribía en redes era trivial o irrelevante. De hecho, muchos de esos diarios y cuadernos de notas, publicados en forma de blog o recogidos en post de Facebook se convirtieron en los primeros proyectos literarios de escritores hoy consolidados que, antes de firmar en periódicos nacionales o editoriales prestigiosas, editaban cuidadosamente cada una de las publicaciones de su muro. Adriana Bañares, poeta y editora en Aloha Editorial, recuerda aquella “época dorada”: “Como joven promesa que fui de las redes sociales, he dado muchas vueltas a estas cuestiones. Antes (entre 2007 y 2010), cuando empecé con el blog, en pleno auge de Facebook, aquello fueron unas puertas abiertas. De hecho, de ahí viene la poca notoriedad literaria que pueda tener, gracias a los contactos que pude hacer en aquellas redes”.
“Todo aquello supuso un impulso beneficioso para mi carrera”, continúa. “Había un interés real incluso en los haters, y había discusiones muy interesantes y otra manera de dialogar. Lo que más daño nos ha hecho es el algoritmo, pero, aunque aquí hay una nostalgia muy peligrosa, es cierto que antes veíamos las redes más como un espacio para compartir y darnos a conocer (abrir puertas, tener sensación de visibilidad) o como comunidad, mientras que ahora cada uno de nosotros tiene que ser una marca, un producto, y tenemos que ser community manager y saber qué hora es buena para compartir, cómo generar interacciones…”, lamenta la poeta.
Andrea Toribio, escritora, editora y crítica, coincide con el diagnóstico: nos hemos vuelto menos generosos. “Creo que las redes sociales en su momento primitivo de efervescencia eran un entorno dinámico, muy atractivo y muy estimulante, porque era como si alguien te abriese las puertas de su casa y tú aparecieses con la comida que mejor sabías hacer, y todo el mundo compartía e intentaba hacer lo mejor. Ahora intentamos hacer lo peor todo el rato y quien llega, en lugar de hacerlo con amabilidad, es alguien que aporrea la puerta, se sienta en tu sofá, se quita las zapatillas sin preguntarte y encarga comida a domicilio”, expone.
Si bien los posts delirantes generados con IA son lo más desesperante que se puede ver en las redes sociales contemporáneas, ni siquiera las publicaciones en los perfiles más personales quedan libres de sospecha, y es que, cada vez más, cuesta creer que una publicación, venga de donde venga, sea altruista, sincera o espontánea. “Cuando alguien emprende en redes sociales un proyecto que tiene que ver con compartir y generar narrativas o contar historias, desconfío mucho y me pregunto para qué lo está haciendo, si me está adelantando algo, si está intentado generar de sí mismo una intimidad que transformar en un producto, si va a ser un artículo en un medio de comunicación, o para un podcast… No me creo que nadie del sector cultural pueda ofrecer algo de sí que no tenga una finalidad de retorno económico o en forma de capital simbólico, siempre siento que hay algo detrás”, confiesa Toribio.
El algoritmo y la desgana
En la era de Tuenti, un cumpleaños daba lugar a tres o cuatro fotos borrosas. En Facebook, cualquier evento podía convertirse en un álbum completo, tan soporífero como sus equivalentes en papel. Luego llegaron los selfies y, poco después, los carruseles de Instagram aparentemente descuidados. Si está más que asumido que las gramáticas de lo que compartimos en redes evolucionan rápidamente, lo que resulta casi insólito es que ya no nos queden ganas de seguir compartiendo.
Bañares piensa que se está perdiendo una conexión con la gente “que antes existía, aunque no la vieras”. El uso indiscriminado de la inteligencia artificial tiene mucho que ver y es que, como apunta la poeta, estas herramientas se están usando para las tareas más insospechadas: “Se habla mucho en Chat GPT de resonar, y es curiosa la tendencia a agrupar los adjetivos de tres en tres. En Aloha recibo propuestas de edición muy extrañas de autores que dicen tener miles de seguidores y que me envían propuestas e informes creados por IA”.
Frente a esto, también en redes, es posible que surja algo así como un “posteo artesanal”. De hecho, la propia Andrea Toribio estaría ensayándolo en su canal Bookcccore, donde habla de literatura intentando recuperar aquella espontaneidad presuntamente perdida: “Quería romper con esos post megapreparados de la gente que se dedica a prescribir libros en las redes sociales con unas velitas en otoño, no por parodiar o hacer de menos esos contenidos, sino porque los libros son conversaciones y no deben meterse en peceras. Y aunque use una estética que parece muy estudiada, tiene que ver con esa impulsividad y no tiene pretensiones ni quiero que tenga ningún retorno inmediato. Siempre he escrito diarios y lo digital siempre me ha parecido una forma de recuperar mi intimidad y, aunque lo comparta, solo intento recuperar esa idea de internet y de la escritura que yo tenía”, comenta la editora.
Aunque los condicionantes impuestos por las grandes tecnológicas, que funcionan como monopolios, y las sofisticadas y perversas estrategias que las empresas emplean en su lucha por nuestra atención son los factores que más influyen en la renuncia a postear, ese cansancio más general del que tanto se habla a nivel laboral o sentimental, también podría estar influyendo. Y es que, en un mundo en el que cada acto, incluso durante el llamado “tiempo libre”, es susceptible de ser convertido en beneficio económico (para uno mismo o para otros, como las plataformas de redes sociales), es comprensible que la opción que cada vez más usuarios eligen sea la de abstenerse. También de pulsar el botón de “publicar”. Y es que, tal y como concluye Toribio: “Da pánico que hayamos dejado de hacer las cosas porque sí: me da miedo que hayamos destruido la idea de ocio, de ocio recreativo, de disfrutar de lo que uno hace sin esperar nada a cambio, más que pasar un buen rato en solitario o con alguien más. Me genera muchas dudas que de repente ese tiempo de ocio se haya convertido para siempre en tiempo de producción. Hay incluso perfiles de mil o mil quinientos seguidores que performan como las grandes cuentas que siempre intentan vendernos algo. Es patético”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
