Bendik Giske: “El saxofón es la guitarra eléctrica de los instrumentos de viento, con él puedo permitirme la fealdad”
El saxofonista noruego no quiere parecer un virtuoso, sino todo lo contrario. Con su sonido sucio y su aspecto andrógino renueva (y desacraliza) todo lo que pensábamos sobre los instrumentistas


El saxofonista noruego Bendik Giske (Oslo, 44 años) no toca para alcanzar el virtuosismo, sino para demolerlo. Ha desarrollado un estilo propio con el que ha deconstruido el lenguaje tradicional del saxofón. “Trabajo con la resistencia, con la repetición y con los cambios que surgen cuando llevas un patrón muy lejos”, explica. “Al repetir una figura hasta el límite, el virtuosismo se desactiva y aparece otro tipo de verdad”.
Giske, autor de tres álbumes en solitario, rechaza la figura “heroica” del saxofonista, esa que reclama el centro del escenario para deslumbrar con solos imposibles. Sin embargo, al verlo caminar por los pasillos del Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque de Madrid, donde actuó el pasado junio, su presencia impone. Más aún cuando se quita la camiseta para la sesión de fotos y revela un cuerpo que roza los dos metros de altura. Durante el encuentro se cambia de ropa dos veces, y lo hará una más antes de salir al escenario.
“Empiezo a entrar en el espectáculo cuando me visto. Intento que la ropa que elijo tenga mucha intención. Me ayuda a meterme en el personaje”. Utiliza cuatro micrófonos. Algunos rodean el instrumento para amplificar el sonido de los dedos, que suenan casi como una máquina de escribir tocando techno. Otro, colocado en la garganta, capta su voz al tocar, junto con gruñidos, zumbidos y gemidos. En lugar de ocultar los fallos o los mecanismos internos del saxofón, los pone en primer plano. Su cuerpo es parte esencial de su forma de soplar, basada en la respiración circular: una técnica que permite mantener un flujo continuo de sonido, respirando por la nariz mientras, al mismo tiempo, empuja aire desde las mejillas. “Es casi un estado alterado de conciencia, en el que es más fácil volverse receptivo y estar presente. Un estado de hiperfocalización”, explica.
Giske aprendió la técnica durante su infancia, tocando la flauta en Bali. Su familia —cinco hermanos en total— se mudó allí cuando su madre, artista, decidió lanzarse a la aventura. Vivieron en la Ibiza de Indonesia durante seis años. A los 12, ya de vuelta en Noruega, encontró en el saxofón tenor el eco de su propia voz. “Cuando pasas mucho tiempo a solas con un instrumento, dispones de una enorme capacidad de mejora”, dice. Aún recuerda el día en que, tras aprender todas las notas, sopló la más grave y escuchó un oooom que le cambió la vida. “El saxofón es la guitarra eléctrica de los instrumentos de viento, con él puedo permitirme la fealdad”.
Giske sostiene que, pese a la rica tradición del instrumento, creado en 1846 y usado para prácticamente todo, de los registros más cursis a los más revolucionarios, todavía queda un territorio vasto por explorar. Y él tiene la curiosidad para hacerlo. Su relación es física como el sexo, pero también sentimental. “En él deposito todo mi amor”, confiesa.
Parte del discurso actual de Bendik Giske se forjó en Berlín, que se ha convertido en su segunda casa. Allí, en la ciudad que permite cualquier transgresión artísitica, encontró una comunidad que le permitió redefinir su relación con lo queer y con su propio arte. Su obra también nace de la curiosidad, de influencias como el libro Utopia queer, el entonces y allí de la futuridad antinormativa, de José Esteban Muñoz, que lo inspiró para su álbum Cracks (2021). Para él, lo queer no es una identidad fija ni un estado alcanzado, sino una búsqueda permanente. “Mi concepción de lo que significa esta palabra cambia casi cada día”, afirma. “Me seduce la idea de lo queer como movimiento, no como etiqueta”.
Antes de llegar a su propuesta creativa actual, Giske recorrió el camino de los grandes maestros. Estudió el jazz clásico década por década y se sumergió en la genialidad de figuras como Louis Armstrong o Miles Davis. “Intenté ser curioso, pero al final me di cuenta de que estas figuras canónicas estaban, en esencia, envueltas en discusiones interminables”. Sentía que faltaba algo. “No encontré a nadie dentro del jazz que representara una forma alternativa de masculinidad, una masculinidad queer.”
Se dio cuenta de que no necesitaba ser “el gato más guay y más rápido de la ciudad”. Reflexionó a fondo sobre el lugar que quería darle al saxofón en su música, no solo como instrumento, sino como símbolo. Eligió usarlo como fuente de ritmo, textura y repetición, no como el encargado de llevar la melodía principal. Si hay melodía en su música, dice, proviene de su cuerpo o de su voz, no del saxofón. “No quiero asumir el rol de saxofonista dominante que el jazz me ofrece por defecto. No me interesa ser el protagonista. Prefiero estar en un lugar de acompañamiento. Es mi forma de hacer música... y de cuestionar el modelo de masculinidad que viene con ese rol”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
