Volver a ‘Tiburón’, volver al paraíso perdido del verano
La película de Steven Spielberg, de cuyo estreno se cumple medio siglo, es el paraíso perdido del verano, de las acampadas en la playa, del amarillo y el azul índigo del Atlántico


He visto incontables veces Tiburón, de Steven Spielberg, porque conozco pocos vehículos tan precisos para viajar al lugar solitario del final de mi infancia. De forma asombrosa, Tiburón avanza los cambios sociales que traerían los ochenta, un giro histórico que hoy podemos conectar con la primera secuencia de la película: la imagen de una chica rubia de aspecto hippie devorada por un animal frío y gris mientras se baña desnuda en el Atlántico ilustra eficazmente el adiós a la era de Acuario.
Como vienen repitiendo los textos conmemorativos que este verano celebran los 50 años de su estreno, la buena salud de la película se debe en gran medida a una lección que no aprendieron la gran mayoría de los sucedáneos del famoso primer blockbuster veraniego. En Tiburón, el animal es una amenaza abstracta que tarda mucho en salir en pantalla, y esa abstracción (perfectamente capturada por la genial partitura de John Williams) no conoce el paso del tiempo. Son famosas las vicisitudes de su rodaje y cómo todo lo que falló (principalmente el muñeco acuático) acabó mejorando el resultado final.
Todo en Tiburón obedece a esa amenaza oculta que va creciendo con la música, las fotografías de archivo, los bidones amarillos flotando en el agua…¡hasta la cara de escualo del actor Roy Scheider! También a través del escalofriante monólogo final del capitán Quint, interpretado por un inspirado Robert Shaw. Fallecido en 1978 a los 51 años, Shaw era un alcohólico problemático y un actor fuera de serie. Sus reticencias con la película fueron tan sonadas como su pésima relación con Richard Dreyfuss, que da vida a mi personaje favorito, el oceanógrafo Matt Hooper. Recuerdo discutir con mi padre porque él se quedaba con el mesiánico Ahab de Robert Shaw mientras que yo prefería al pijo de Hooper. He imitado mil veces su look de marinero de la Ivy League y hasta su rabia contra el viejo lobo Quint rompiendo un vaso de plástico mientras el otro lo hace con la lata de cerveza.
Tiburón, una película hawksiana por su retrato de la ética del trabajo en equipo y por la caza obsesiva del animal, caló muy hondo en mi generación por algo que expresa de forma maravillosa la reciente Agente secreto, del brasileño Kleber Mendonça Filho, una de las propuestas que más entusiasmó en el pasado Cannes. Mendonça Filho, nacido en 1968, evoca la tecla imaginaria que tocó en nosotros la película de Spielberg a través de dibujos infantiles (los del hijo del protagonista) y de una misteriosa trama: la de una pierna arrancada por un tiburón que acaba bajo la custodia de la policía de Recife, una extremidad que recuerda a la que Spielberg hizo caer en el fondo del mar después de que el bicho ataque a su tercera víctima.
Tiburón es el paraíso perdido del verano, de las acampadas en la playa, del amarillo y el azul índigo del Atlántico, dos colores predominantes en una película que derivó en insípidos sucedáneos cuyos adelantos técnicos se medían con un cada vez más sofisticado catálogo de deportes acuáticos. La sharksploitaion (Jaws y Satan, Santa Jaws, Jaws 3D, Cruel Jaws…) perfeccionó la mecánica, pero, en su intento de seguir sacando rédito del traumatizado público adolescente, el slasher animal le ganó, ay, la partida a la película de aventuras.
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