¿Reformas contra la especulación? Así se transformó una nave industrial abandonada de Usera, oscura y sin ventanas, en un luminoso taller
Un patio, varios ventanales y el talento del estudio Burr han dado forma al estudio de la artista madrileña Esther Merinero

En la crisis de 2008, la Sareb, ese “banco malo” creado con los desechos que dejó la juerga inmobiliaria en España, se adueñó de este antiguo almacén industrial en Usera y mandó compartimentarlo en varios locales para que así fuese más fácil venderlo. Lo que ahora es el estudio de la artista Esther Merinero (Madrid, 31 años) era el menos atractivo del lote. Sin ventanas ni iluminación natural de ningún tipo, ofrecía muy pocas posibilidades comerciales, y durante los diez años siguientes la oscuridad fue su única habitante. “La primera vez que entré tuve que verlo a la luz de una linterna”, recuerda Merinero. “Pero era una linterna de andar por casa, y las paredes son tan altas y la nave tan grande que no daba para iluminarla bien”.
Bastó abrir un patio para que el espacio reviviera. A través de los ventanales que tiene ahora la nave el sol no solo penetra en todos los rincones, sino que gracias al óculo semicircular que los arquitectos de Burr, el estudio al que Merinero encargó la reforma, abrieron en lo alto de un muro del patio, se ha convertido en un elemento más del espacio. “Al atravesarlo se forma un disco de luz que va recorriendo las paredes hasta el suelo, como una pequeña puesta de sol”, explica.

Burr aprovechó la construcción del patio para reemplazar el tejado original de uralita de la nave por uno que no fuera tóxico. También se instalaron unos baños, pero por lo demás se mantuvo la estructura original del espacio. Es la filosofía que ha guiado a estos arquitectos en el resto de sus proyectos de Elements for Industrial Recovery, la serie de intervenciones que han llevado a cabo en los últimos años para recuperar el patrimonio industrial de Madrid y, de paso, frenar la especulación. “Cuando el uso industrial de estas naves se cambia al residencial, el precio del suelo se dispara. Así que lo que suele ocurrir es que se derriben para construir pisos”, explica durante nuestra visita la arquitecta Elena Fuertes, una de los cuatro fundadores de Burr. “Nosotros defendemos que vale la pena protegerlas. No todas tienen tanto valor patrimonial como las de Matadero, pero son una parte de la historia de la ciudad que merece ser conservada”.
Abandonadas en los años en que la actividad industrial fue desplazándose fuera de los barrios, en la actualidad estas naves siguen siendo útiles para los ebanistas, escultores y otros profesionales que necesitan un espacio amplio para trabajar. Una vez en manos de estos nuevos dueños el beneficio es general, y así por ejemplo el tejado con el que en este caso Burr ha sustituido el antiguo de uralita ha sido bueno para todos los vecinos de Merinero, de quienes además nos consta que la prefieren a ella debajo antes que a un promotor de pisos turísticos. Por otro lado, hay a quienes les parece que estas naves tienen su aquel. “Colores como el azul eléctrico que se usan para señalizar los usos de determinadas máquinas o materiales han acabado gustándonos tanto que ahora los empleamos en todo tipo de proyectos, y lo mismo nos ocurre con técnicas como la tirolesa”, dice Fuertes, y explica que esta especie de gotelé con el que se revestían las paredes de las naves es el que por puro gusto han usado en el patio del estudio de Merinero.





Una reivindicación de la estética industrial muy propia de Burr pero con la que también tienen mucho que ver las esculturas de esta artista, a quien materiales y objetos como la resina sintética, el acero, o esos tubos de espuma con los que se protegen los andamios no solo le sirven para fabricarlas sino que a menudo son su punto de partida para crearlas.
Le pasa también con el mobiliario urbano, y con cualquier cosa en la que encuentra una emoción. En la obra FIUF! forever gone, por ejemplo, colocó pedacitos de papel, pétalos de flores y ramas sobre una malla metálica inspirada en los objetos que veía quedar atrapados los días de lluvia en las rejas del alcantarillado de Londres, donde estudió el grado de Bellas Artes y un máster de Escultura. Su mesa de trabajo la ocupa en estos momentos el maletero de un avión. Según explica, lo compró en una fábrica de secciones de fuselaje por capricho y ahora está usándolo para crear una escultura sobre los viajes y los objetos personales que elegimos de acompañantes al incluirlos en el equipaje. Es lo mejor de poder disponer de este antiguo almacén, dice Esther Merinero. Que le permite trabajar con objetos más grandes… y acumularlos. “Yo iba para minimalista, pero de echar tanto de menos mis cosas de Madrid cuando vivía en Londres fui haciéndome bastante maximalista. Las vueltas que empecé a darle en esa época a la carga emocional que tienen los objetos es algo que siempre está muy presente en mis obras”.

Lleno de artefactos, en el espacio en sí de su estudio también se manifiesta esa sensibilidad con la que es capaz de hallarle un cariz poético a un manguito de polietileno. Fue ella, por ejemplo, quien pidió que Burr dejara sin pintar las paredes, salpicadas de unas huellas de la época de tinieblas de la nave que le resultan bellas. También quiso que siguiera en pie la tosca pared de ladrillos que separa la zona de su taller del resto del estudio. Es uno de los muros que levantó la Sareb para compartimentar la nave y tiene una historia curiosa: al consultar los planos durante el proceso de investigación que sigue Burr en estas naves para tratar de devolverlas a su estado original (“arqueología industrial”, lo llaman ellos), Fuertes se dio cuenta de que lo habían colocado mal y que en realidad al local de Merinero le correspondían varios metros cuadrados del espacio vecino que queda al otro lado del muro. Al patito feo de Usera acababa de salirle su última pluma de cisne.
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