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ARQUITECTURA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Por qué San Pedro del Vaticano tiene la fachada más fea del mundo

Los que piensan que la arquitectura clásica siempre es mejor que la contemporánea a veces olvidan que la belleza no es un estilo, sino una declaración de intenciones

Vista general de la fachada de la basílica de San Pedro, en el Vaticano.
Pedro Torrijos

Hace unas semanas, una asociación sueca que aboga por la superioridad de cualquier arquitectura clásica —y cuyo nombre no reproduciremos aquí por razones de higiene intelectual— decidió otorgar su flamante “Premio Internacional a la Atrocidad Estética” a un edificio estadounidense. El edificio en cuestión es Simmons Hall, diseñado por Steven Holl para el MIT y, según estos paladines de la belleza perdida, es “el más feo de Estados Unidos”. Lo han dicho en serio. Con nota de prensa y todo.

Aclaremos primero lo obvio: no vamos a dar publicidad gratuita a un colectivo que, en su propia web, afirma preferir vivir en una réplica de Disneyland antes que en una ciudad contemporánea de verdad. Porque, como bien sabemos por Niebla, de Unamuno; por El show de Truman, de Peter Weir; o por Matrix, de las Wachowski, elegir lo falso suele tener consecuencias bastante chungas. Nadie sale indemne de vivir dentro de una maqueta. Al final, todo es estuco. Literal y simbólicamente.

Edificio Simmons Hall, en el MIT de Cambridge (Massachusetts, EE UU).

Y segundo, porque este tipo de nostalgia estética suele ser —y aquí ya nos entendemos sin necesidad de poner ejemplos— el caballo de Troya de otra nostalgia un poco más peligrosa. La del orden. La de cuando todo estaba “en su sitio”. La de cuando no molestaban los otros.

Pero dejemos eso y vayamos a lo importante: ¿qué demonios significa que un edificio sea feo?

Hay gente que considera que cualquier edificio no-moderno es bonito. Así, sin más. Sin matices, como si la arquitectura funcionara como las magdalenas caseras: si es “de antes”, entonces seguro que es mejor. Pero claro, eso implica no saber mucho de estética. Y, volviendo a parafrasear a Juan Miguel Hernández León, profesor de estética en la ETSAM: “De gustos se han escrito miles de libros. Lo que pasa es que usted no ha leído ninguno.”

El Capitolio de Connecticut, con su característica cúpula dorada.

Así que, sinceramente, resulta raro que hayan elegido precisamente Simmons Hall. Que vale, que no es el edificio más, digamos, visualmente placentero de Holl, que es poroso y tiene esa fachada que parece diseñada por alguien que descubrió los filtros de Instagram justo en 2002 y se vino muy arriba. Pero al menos intenta hacer algo. Porque si de verdad hablamos de atrocidades estéticas, Estados Unidos tiene un buffet libre de horrores visuales que merecerían ese premio mucho antes: el Capitolio de Connecticut, por ejemplo, un edificio de finales del XIX con una cúpula dorada que parece el glaseado de un cupcake sacado de un especial de Acción de Gracias; o si son ustedes de los que prefieren cebarse con la arquitectura moderna, el ayuntamiento de Boston, que hace gala de un brutalismo sesentero de proporciones tan agresivas que uno no sabe si está entrando en un edificio municipal o en un decorado postapocalíptico extraído de la edición de bajo presupuesto de Blade Runner.

El ayuntamiento de Boston, un emblema del brutalismo, se inauguró en 1969 y es obra del estudio Kallmann McKinnell & Knowles.

Estos dos ejemplos ya nos están dando una pista de la verdadera raíz del asunto: que un edificio pertenezca a una u otra época no significa que sea bueno o malo, ni que sea bonito o feo. La belleza —spoiler— no está en el estilo. Está en la intención, en la proporción, en la valentía. Y, por eso, uno de los edificios más feos del mundo es, tatachán, la fachada de la Basílica de San Pedro.

No, no se rasguen las vestiduras todavía. Esto no es una boutade mía; es una opinión que se explica en las carreras de arquitectura y en las de historia del arte, y que compartimos muchos de quienes nos dedicamos a estudiar, aprender e intentar transmitir lo que sabemos sobre estas disciplinas. Además, como ya he dicho, lo feo del asunto se limita a la fachada, el resto de la Basílica de San Pedro es un edificio extraordinario. De los de verdad. Su planta es un prodigio de equilibrio. Su cúpula es una hazaña de ingeniería. Y la plaza de Bernini es uno de esos espacios públicos donde hasta los turistas con palo selfi parecen levitar ligeramente por el influjo de la geometría. Pero la fachada… la fachada es otra historia.

La fachada de San Pedro, diseñada por Carlo Maderno a principios del XVII, es un artefacto plano, casi liso, y espectacularmente fuera de escala en todas sus proporciones y en sus escasas intenciones. Como si alguien hubiera intentado diseñar un decorado renacentista con AutoCAD y se hubiera quedado sin ganas a mitad del render. Una fachada que mide más de 45 metros de alto —el equivalente a un edificio de 15 plantas— pero que parece tener tres. O dos más un desván, que es casi peor. Y por mucho que las columnas sean de orden gigante, el efecto general se parece a King Kong con una americana de talla S: no engaña a nadie.

Balcones de la fachada de la basílica de San Pedro.

Pero lo verdaderamente imperdonable es que oculta la cúpula de Miguel Ángel. El milagro técnico. El símbolo teológico. El centro vertical de la cristiandad. Basta con avanzar unos metros desde la plaza y ¡pum!, desaparece. Como si la Iglesia hubiera decidido esconder su mejor truco detrás de un biombo. Y no uno bueno, precisamente, sino uno de esos biombos funcionales que venden en tiendas de mobiliario sueco y que duran lo que tardamos en cansarnos de ellos y llevarlos al trastero. Porque esos parecían ser los propósitos de Maderno cuando diseño la fachada: cubrir el expediente de la manera más burocrática posible. Renacentista, sí, pero también funcionarial.

Y esto es lo más frustrante, que esa fachada, ese rectángulo gigante y sobrio, parece la entrada a un palacio renacentista genérico. Como si la sede del catolicismo mundial fuera arquitectónicamente intercambiable con cualquier villa patricia de los Medici. El centro espiritual de una religión planetaria no debería poder confundirse conceptualmente con el edificio del tribunal municipal de Módena. Y sin embargo, ahí está. Tan solemne como anodina. Tan grande como discreta. Con vergüenza de anunciar lo que protege, como diciendo: “Sí, bueno, soy la fachada de la iglesia más importante de la historia de Occidente, pero tampoco quiero molestar”. Lo cual, y siendo benévolos, entroncaría con los preceptos de humildad de la institución, pero tampoco tendría mucho sentido en este caso porque esa supuesta humildad arquitectónica se va por el desagüe en cuanto cruzas la puerta y ves el baldaquino —el precioso baldaquino de Bernini y Borromini— y te das cuenta de que su construcción costó lo mismo que el PIB anual de tres o cuatro países pequeños.

Así que no, la arquitectura fea no es moderna o clásica. No es nueva o vieja. No es de hormigón o de mármol. Es, simplemente, la que no se atreve a decir lo que quiere decir. La que duda de su propia voz. La que pone una fachada de quince pisos con pinta de tres y encima tapa la cúpula.

Y eso, tanto en el siglo XVII como en el XXI, no tiene perdón ni indulgencia plenaria.

AXK264 SIMMONS HALL MIT

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Sobre la firma

Pedro Torrijos
Pedro Torrijos es escritor, arquitecto y crítico cultural. Es director del podcast del Museo ICO y colaborador habitual en medios. Sus últimos libros son 'Territorios improbables', 'Atlas de lugares extraordinarios' y 'La tormenta de cristal'.
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