Jermaine Gallacher: “Odio lo pijo, pero necesito cierto grado de ‘glamour’. Algo muy mal pintado con una tela magnífica, por ejemplo”
El talento más brillante y menos acomodaticio de Londres ocupa un espacio que es su vivo retrato: un antiguo colegio victoriano reconvertido en galería de arte y cueva de las maravillas


El sótano más interesante de Londres está cerca del río y de la Tate Modern, en un edificio de ladrillo rojo que alojó un antiguo colegio victoriano. Lo habita –profesionalmente– Jermaine Gallacher, “marchante, interiorista, editor de la revista Ton y diseñador... bueno, probablemente soy más decorador que diseñador”, dice, abriendo las cortinas blancas que tapan una pared con estanterías llenas de libros, esculturas de gatos, un cuadrito con una figura de marcados atributos sexuales y una cafetera. El espacio es amplio y cuadrado, tiene techos altos, un pequeño patio en un extremo y una habitación abierta por una pared semiderruida. La luz entra por las ventanas en lo alto e ilumina un variopinto repertorio de objetos: los conocidos muebles de hierro, cojines y alfombras que Gallacher diseña, y piezas diversas que van desde un pupitre de niño con cara sonriente y patitas onduladas encontrado en la basura a una vieja silla pintada con lunares de spray. Jermaine Gallacher es uno de esos talentos que solo Londres puede alumbrar. Un rebelde capaz de aparecer en el sacrosanto World of Interiors.

Alto, delgado y vestido con amplia camisa negra, nuestro anfitrión pone el tocadiscos que ha colocado en un extremo de la mesa donde trabaja. Suena una versión extendida de Loving You, Hating Me, de Marc Almond, el andrógino icono de los ochenta, y mientras el fotógrafo prueba la luz, Gallacher canta, se mueve, fuma. Acaba de volver del Salone de Milán, la mayor cita del sector del diseño, pero todo le pareció “aburrido”. Su talento no es fácilmente encapsulable por la industria. “Me resulta muy difícil describir lo que hago o lo que me gusta. Es algo intuitivo. Aunque de algún modo he logrado ganarme la vida con ello”, afirma, medio disculpándose por la confesión. Gallacher se crio en Brighton, donde vivía su madre, en un piso lleno de “muebles de madera pintada, muy años ochenta, de una tienda llamada Fantasy Furniture. Yo era aquel niño raro enamorado de esos muebles”, cuenta. Trabajó como modelo ocasionalmente, pero lleva años vendiendo sus piezas en espacios ganados a una librería o una tienda de comida italiana.

En el imaginario de Gallacher hay rebeldes del diseño como el primer Tom Dixon o Garouste & Bonetti. Es muy preciso en su rechazo a los convencionalismos. Le gusta que se vea la factura manual en un objeto, pero odia la palabra “artesanía”. Desprecia “lo pijo”, pero necesita “cierto grado de glamour”. Y adora los extremos: “Me gustan las cosas a medio terminar, o absolutamente inacabadas. Algo muy mal pintado pero con una tela magnífica, por ejemplo”. Su aristocrático espíritu punk se manifiesta en que podría haber ganado mucho dinero con sus conocidos candelabros de hierro en zigzag –que tuvieron su momento casi viral–, pero cuando interpretó que se estaban empezando a convertir en un lugar común en los lujosos grandes almacenes londinenses donde los vendía, paró el carro. “Esas cosas tienes que hacerlas tú”, afirma.









Su estrategia pasa por domesticar un poco su nuevo espacio y, cuanto antes, hacer “tardes Ton” cada jueves. “Será como de cuatro a siete, para que la gente venga cuando salga del trabajo, tomar algo y ver nuestras novedades. Me gusta mostrar la obra de otros. Me interesa la gente. Lo que realmente hace relevante el trabajo, y la vida, son los demás”, afirma. “Admiro los grandes movimientos, la idea de un grupo de personas que comparten valores. Me encantaría cultivar algo así en este lugar. Queda mucho por hacer, pero sobre todo hay que vivirlo”. El edificio donde estamos pertenece a Zanna, la fotógrafa que lo compró en 1995 y vive en el piso de arriba. Ella y Jermaine se hicieron amigos y, al año de conocerse, le ofreció el espacio. Gallacher vive a la vuelta de la esquina pero carecía de un lugar donde tener todas sus cosas juntas, de modo que aceptó. “Creo que los objetos y los espacios pueden tener energía, y este tiene mucho carácter, muy buena energía”, dice hoy el creador.
Me gusta mostrar la obra de otros. Me interesa la gente. Lo que realmente hace relevante el trabajo, y la vida, son los demás
La barroca acumulación del sótano contrasta con la pulcritud estucada de la galería de arte que Gallacher ha abierto a pie de calle. Cuando la visitamos, todavía está þe Sellokest Swyn, –nuestro más magnífico jabalí en inglés antiguo–, una muestra de artistas que, por estilo, parecen piezas sacadas del puzle de la cabeza de Gallacher: pequeños lienzos monásticos de Ben Burgis, lujosos muebles negros de madera tallada de Ralph Parks, o una mesita neogótica de Emma Sheridan. Sobre una peana, una de las fragilísimas copas de cristal soplado de Miranda Keyes, posiblemente la artista más cercana a Gallacher. En el estudio hay varios estantes metálicos llenos de piezas suyas.


El universo de Jermaine Gallacher oscila entre lo delicado y lo arcaico, entre lo primitivo y lo extravagante. Sorprende, si solo atendemos a los adjetivos, que sus espacios funcionen tan bien. Pero la prueba está a diez minutos de su estudio, en Lant Street Bar, el local de venta de vinos que decoró con sus piezas y que hasta hace poco también alojaba su oficina: un espacio diáfano amueblado con una sinfonía de sillas posibles e imposibles en madera y metal, iluminado con zigzagueantes candelabros e insospechadamente acogedor. “Todavía no sé si ponerme en serio con la galería. Como realmente disfruto es haciendo habitaciones”, afirma. Su sueño sería decorar un hotel, y le gustaría hacer más trabajo residencial; mientras caminamos hacia Lant, cuenta que está trabajando en un piso en Kiev.
Soy un poco demonio. Odio lo convencional, que es exactamente lo que premia Instagram
Gallacher también es capaz de ser sutil. Bistró Freddie, en el barrio londinense de Shoreditch, es una especie de versión adulta y mullida de Lant, o la encarnación dulcificada de un estilo lleno de texturas, curvas y ángulos; de púrpuras, verdes o paredes pintadas en plan expresionismo abstracto, y de columnas posmodernas. ¿Es lo suyo un corte de mangas más o menos consciente a la ola de buen gusto que impera en la decoración en este momento? “Soy un poco demonio. Me gusta ser contestatario. Odio lo convencional, que es exactamente lo que premia Instagram. No me interesa lo que gusta a mucha gente”, admite. Lo suyo es pasional. “Trabajo, amor, amistad, todo es lo mismo”.
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