No más chocolate Dubai y gildas a precio de oro: las modas ‘gastro’ más irritantes de 2025
De los macarrones pijos a las neotabernas y los tiramisús en todas partes, ponemos las peores tendencias sobre la mesa y pedimos su desaparición como deseo para el Año Nuevo
Como decía Joan Laporta: al loro, que no os embauquen. Las modas gastronómicas son como un virus en constante evolución: las nuevas cepas son más cabronas y se introducen en nuestra dieta con mayor sigilo. Cuando empiezas a sospechar que algo va mal, ya vas por el tercer vitello tonnato de la semana y estás metido hasta el cuello. Todos podemos caer en el gregarismo culinario, porque todos estamos expuestos a la radiación que los engañabobos gastronómicos emiten desde redes, televisión y, en definitiva, todos los medios a su alcance. Quién esté libre de pecado que tire la primera smash.
En esta sopa tóxica, ajusticiar las moditas más irritantes es un trabajo redentor. Y un servidor, pecador como el que más, estará encantado de accionar la manguera antidisturbios, pues nos ha tocado vivir un año que ha sido como una feria en llamas: casquería a precios de tusi, un chocolate hipoglucémico que viene de Dubai, el loop infinito de los postres fotocopiados, gildas a cinco pavos, supermercados asiáticos para psiconautas o campeonatos de burgers de colores. Es inexplicable que hayamos salido cuerdos de este viaje.
Todo es lo mismo
Bienvenido a la invasión de los ultrapostres. Spoiler: ya es demasiado tarde. Nos han colonizado sin rubor, como el hongo de The last of us, y son parte importante de nuestro paisaje gastronómico, atrapado en un bucle que siempre tiene como protagonistas a los mismos plastas en la sección de dulces. Son los 4 postres del Apocalipsis, según el director del Comidista, Mikel López Iturriaga.
“Es un fenómeno paranormal que cada vez veo en más menús: la presencia de cuatro postres que se repiten sí o sí, estés en una taberna canallita de Madrid o en un mesón en Peralejos de las Truchas. El tiramisú, la torrija caramelizada de brioche, la tarta de queso ‘al estilo vasco’ y el maldito brownie –en dura competencia con el coulant de quinta gama– son las plagas de la repostería contemporánea, y cualquiera diría que los responsables del dulce en los restaurantes han perdido la capacidad para hacer cualquier otra cosa. Por favor, ¡basta!”, exclama.
La uniformización ya no se ciñe solo a las opciones en carta. También infecta el producto, es como si todo supiera igual vayas donde vayas. Un episodio pesadillesco de The twilight zone. David Valdivia es uno de los probadores de restaurantes más insobornables del país. Junto al también gastrónomo David Fusté deja constancia de sus visitas en el canal de Youtube Es la hora y lo sabes. Después de pisar mil y un comedores este año, confirma el bucle. “Vale ya de intentar hacer la mejor tortilla del mundo. Por favor, hagan tortillas de patatas normales, que estén buenas, y dejen ya de copiarse, que son todas iguales. Lo mismo con las smash burgers: son todas idénticas, saben todas igual, tienen todas los mismos ingredientes, mismos sabores, ¡no veo diferencias!”, comenta.

Gildas, kebabs y macarrones pijos
En este loop de fotocopias y reiteraciones, hay un producto que se ha ganado el título de turra del año: la gilda. Puedes correr, pero no puedes escapar de ella. La encuentras en wine bars, coctelerías, restaurantes horteras con DJ, cartas de alta cocina, bares de tanatorio, coffee-shops y, como esto siga así, te la acabarán poniendo dentro de un Big Mac. Hasta las principales marcas de moda tienen ya sus camisetas con gildas. ¿Qué locura es esta? A David Valdivia le inquietan estas tendencias gentrificadoras. “Que dejen de invadirnos con mil versiones diferentes de la gilda, un producto de bar de toda la vida que no salía de esos garitos grasientos. Ahora parece que hay que pedirla en todas partes”, dice.
Aunque hay casas que la trabajan maravillosamente, la gilda –que debería ser sencilla y asequible– va camino de convertirse en el enésimo icono popular transformado en estafa gourmet. Mucho flipado, como apunta el autor y periodista gastronómico Vicent Marco. “Se nos ha ido de las manos. Chapeau por la mezcla primigenia y su inventor, ahora bien, no necesito que una gilda se convierta en smash de piparra con deconstrucción de bruma de arbequina y humo del Cantábrico", comenta.
De hecho es una tendencia muy 2025: la gourmetización de productos populares que nunca pidieron ser gourmetizados. En dicho terreno, la gilda ha competido duro con el kebab pijo, el mejor amigo de los influencers: estamos normalizando pagar 10 o 12 euros por un bocado callejero que no hace tanto estaba al alcance de todos los bolsillos.
Tanto da si la carne es de cordero premium de Chiquitistán y la cortan con sables láser, arruinarte por un kebab carece de sentido, como apunta Marco. “Puede tener mejor o peor carne, salsa casera o industrial y patatas de bolsa o recién cortadas. Pero que todos los instagramers foodies abran o promocionen negocios de kebabs gourmet con wagyu y pan de masa madre es innecesario. Si me quiero comer un chuletón, me voy al asador”, dice.

El negocio de la nostalgia
Los nuevos viejos son, con diferencia, el martillo pilón de la hostelería actual. El pasado vende. Lo que en un principio parecía una buena noticia, la vuelta a lo de siempre, ha mutado en una masa informe de algo muy moderno que quiere ser muy tradicional: es el Bar Manolo millennial.
Para Carles Armengol, autor de Matar un bar, muchos de estos negocios juegan con cartas marcadas. “Vivimos en la era de la posverdad, las fake news y la IA, no importa qué es verdad y qué mentira: solo interesa el relato”. Con las neotabernas sucede lo mismo. “No sabemos si son de verdad o la réplica de unos códigos estéticos que forman parte del siglo pasado; madera, mármol, acero inoxidable, y no intentes ir a tomarte un vino y un pincho de tortilla sin reservar”, afirma.
Son espacios que generan una poderosa ilusión de autenticidad y tradición. Un falso revulsivo. Por muchos manifiestos en favor de las lentejas que nos encasqueten, hay un punto de amoralidad en el modus operandi de estos fake garitos, pues consiguen convencer a la gente de que vender callos a 15 euros no es un escándalo. Lo explica David Valdivia. “Me molesta que se haga una especie de negocio capitalista neoliberal con la memoria y con la historia (y que vayan de auténticos, cuando solo llevan tres meses abiertos). Hace poco, me encontré con un fricandó de atún Bluefin: dejen de estafar, por favor”, reclama.

Lo de siempre, como nunca
Es el truco de moda: emplear ingredientes premium para recetas que nunca fueron premium ni tuvieron precios premium, en bares de cartón pluma en ciudades que tienden a esnobizar referentes populares, como dice Armengol. “Si tienes una carta con platos populares, tus precios tienen que ser coherentes con su esencia. No hace falta hacer el mejor cap i pota del mundo; puedes ofrecer un plato de casquería honesto y bien hecho sin elevarlo: déjalo donde ha estado siempre”. En la calle, con su gente. “Si abres una taberna y solo tienes turistas haciendo cola, no estás haciendo las cosas bien”, añade.
A nuestra coordinadora Mònica Escudero lo que más le molesta de esta tendencia es que hayan arrastrado hacia ella incluso a los platos más populares y humildes, como los macarrones gratinados o los fideos a la cazuela que hace dos días formaban parte de muchos menús del día. “Por supuesto, entiendo el trabajo y el tiempo que hay detrás de un sofrito bien reducido, que una butifarra se pague al precio que toca y el queso no cae del cielo (desgraciadamente, añado)”.
Pero pagar más de 15 euros por un plato de la “pasta seca gratinada con bechamel y cabecero de lomo, o los fideos con costilla de toda la vida –a veces con el reclamo ‘de la abuela’ en el nombre del plato, triple voltereta de rabia– se está normalizando de una manera inquietante”. Dejad de monetizar nuestros recuerdos, primer aviso.

Satisfryers y otros utensilios
Lo confieso: tengo una air fryer en casa que me ha sacado de muchos apuros, pero no me dedico a sacrificar corderos en su nombre las noches de luna llena. La secta de la freidora de aire está alcanzando unos niveles de servidumbre ciega que harían palidecer a Osho, el gurú de los Rolls Royce de Wild, wild country.
Mikel López Iturriaga no puede con los haters de la satisfryer –el juego de palabras es suyo–, especialmente con los que no han cocinado jamás con ninguna, pero la desprecian desde su púlpito de cocineros de cazuela y fuego de gas. “Ahora bien, empiezo a no poder tampoco con esas personas, casi siempre creadoras de contenido, que usan la satisfryer para todo. ¿De verdad necesitas un minihorno para cocer un huevo? ¿Seguro que la tortilla te queda mejor ahí que en la sartén? ¿Qué necesidad tienes de hacerte una sopa en el susodicho aparato?”, comenta.
Otro aparatejo que pide a gritos un descanso en 2026 es la prensa de tortillas para aplastar alimentos y hacer carpaccios locos del grosor del papel de fumar. “Pulpo, pescado, carne, gambas, fruta, da igual”; Mònica Escudero, señala esta tendencia como “uno de los latazos del año”. Y no se equivoca, basta con que veas un solo vídeo de una receta con la dichosa prensa para que te aparezca una colección de chorradas similares en tu feed y desees que alguno de esos cocineros virales se pille un dedo en la maquinita.

Campeonato de la horterada
Los campeonatos estatales de burgers han invadido a nuestras ciudades en forma de magna horterada: son los Tomorrowland del fast food y atraen a masas de bros que hunden el tupé en hamburguesas azules de cinco pisos. Este año, he tenido la inquietante sensación de que se celebraba uno cada quince minutos.
Dichas competiciones concentran todo lo aborrecible de la tontuna gastrocapitalista: postureo, artificiosidad, lucecitas de máquina tragaperras, culto a la comida rápida y un elenco interminable de influencers hiperactuados que promocionan el evento como si estuvieras a punto de entrar en la Fábrica de Chocolate de Willy Wonka. Quien no come, vuela.
Pero si este año ha habido algo más hortera que los Juegos de la Hamburguesa, eso ha sido el chocolate Dubai, un carísimo tocho con pasta filo y pistacho que a Alexandra Sumassi, directora de Food & Wine España, le produce repelús. “No se basa en un cacao de calidad, ni que se sepa respetuoso con las personas que lo producen, y es anestesiante, por la desproporcionada carga de azúcar. El pistacho y las láminas de oro son la excusa para elevar su precio. También el packaging supuestamente lujoso, aunque en mi opinión, hortera: es un sacacuartos sin ningún valor”.
El enésimo timo que apela a la opulencia y al exclusivismo sin argumentos válidos, y con un extra de sinvergonzonería que también destaca Sumassi. “Ya llamarle Dubai, cuando en esta ciudad ni se produce cacao ni son expertos en chocolate, es una vulgaridad. Pero aupar Dubai con un chocolate, me parece blanquear un régimen muy dudoso, hipercapitalista y con derechos humanos cogidos con pinzas”, remata.

Pupurri final
Este artículo podría extenderse hasta la noche de los tiempos, así que vamos con una traca final de chapas gastronómicas. Por ejemplo, la repentina aparición en cada esquina de una BBQ coreana. Son espacios enormes con estética K-pop donde los comensales se cocinan la carne y otros ingredientes en una parrilla situada en el centro de la mesa. Vaya, que pagas por cocinar y chamuscar sin piedad piezas de ternera carísimas.
En esta línea, sería imperdonable obviar el boom de los supermercados asiáticos –muchos de ellos también coreanos–, espacios infinitos que se despliegan como un origami multidimensional, hasta los topes de productos con envoltorios psicodélicos. Refrescos, pastelitos, chips, snacks, todo brilla, todo marea, todo te sube: es como un viaje de DMT del que muchos no vuelven.
Hablando de drogas, 2025 ha sido también un año de familias rotas: después de la crisis del fentanilo, hemos vivido la crisis de la proteína, una pérdida de papeles generalizada de la que nos avergonzaremos de adultos. Para Mikel López Iturriaga es una de las modas a erradicar. “Pocas cosas me incitan más a contratar unos drones y bombardear la gran industria alimentaria que los productos con proteína. Da igual que los nutricionistas se desgañiten diciendo que no necesitamos más proteínas y que estos inventos solo sirven para cobrarte más dinero: ahí están esos yogures, quesos, bebidas, postres y hasta panes en las estanterías de los supermercados, como si fueran el último maná saludable. No los compréis: vais a seguir igual de guapos, de feos, de fuertes o de débiles sin ellos”.
La rueda sigue girando y girando: cocineros de tres estrellas Michelin que abandonan la alta restauración y se dedican a hacer bocadillos de calamares. Ensaladillas tuneadas; los condenados steak tartars, especialmente los que hieden a sucedáneo de trufa. El insufrible combo de vino natural y vitello tonnato o la irrupción del flan parisién en todas las pastelerías cuquis. Buf, qué empacho: hasta el año que viene.
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