El fin de la cocina abierta en las casas
Las cocinas que aparecen en las revistas y marcan tendencia no están diseñadas para ser usadas, sino para ser exhibidas


Las revistas de decoración e interiorismo anuncian el fin de la moda de las cocinas abiertas, esto es, integradas en la sala de estar como un solo espacio. Finalmente, nos hemos dado cuenta de que la respuesta obvia a “¿qué tipo de música escuchas mientras cocinas?” es “el extractor” y de que no todo el mundo puede permitirse la morterada que cuesta una campana de última generación, lo bastante potente como para evitar que el sofá termine oliendo a croquetas, lo bastante silenciosa como para no molestar a quien ve una serie en el salón.
Ahora, lo in son las cocinas separadas del comedor por una pared de vidrio más o menos translúcido, para no perder la sensación de amplitud y comunión. Nadie concreta qué pasa con la limpieza de la condensación o las salpicaduras en susodicho cristal, que va de ras de suelo hasta el techo. Pero la sola mención del asunto sería de mal gusto: las cocinas que aparecen en las revistas y marcan tendencia no están diseñadas para ser usadas, sino para ser exhibidas.
Las cocinas del Lecturas o la Pronto, como las de Architectural Digest, son espacios no productivos. Fantasías de clase. Exhibiciones de capital en forma de tiempo libre y de dinero para invertir en sensibilidad estética, en vez de en fiambreras o dispensadores de jabón. En ellas no hay estropajos, ni microondas a 59,90 euros, ni tarros guardando el aceite que se usó para freír dos huevos, listo para freír dos más. Son cocinas de quienes pueden permitirse no cocinar más que por diversión, porque delegan la cuestión alimentaria en el delivery, en la quinta gama gourmet o en el servicio doméstico. Espacios que enseñar a los invitados o a los fotógrafos y que marcan el paso de las modas que, como siempre, bajan en cascada: los ricos lucen y el pueblo aspira.
Esas tendencias han calado acompañadas de la idea de que cocinar tiene que ser una actividad compartida, social y alegre, y la cocina, un escenario donde familia y amigos entran y salen a placer para pelar aguacates y remover cazuelas, mientras charlan animadamente y degustan unas copas de cabernet sauvignon. Esta fantasía funciona en el plano teórico y en las sitcoms americanas, pero no en el plano físico. En el mundo real, quien tiene poco tiempo y pocas ganas lo que menos necesita son obstáculos, y quien espera invitados, lo último que quiere es que éstos lleguen antes de tiempo.
Quien cocina a menudo sabe que, por pura salud mental y física, en la cocina uno necesita poder concentrarse y no tener que lidiar con interrupciones constantes en un proceso que combina fuego, cuchillos, cacharros que se acumulan en la pila, el lavavajillas sin vaciar desde ayer, el cubo de la orgánica que huele raro y la botella del fairy recostada boca abajo junto a la bayeta tendida en el escurreplatos.
Detrás del intento de volver la cocina un espacio de sociabilidad está el ejercicio de convertirla en un aparador desde el que proyectar un espejismo de éxito en forma de vida buena, ordenada, feliz, saludable y normativa, y muy sonriente. Pero cocinar es una cuestión troncal de autonomía básica que incumbe e interpela a todo aquél que necesite alimentarse para seguir vivo. En un mundo en que casi todos los adultos trabajan fuera de casa, hay que abordar el diseño de las cocinas en serio, concibiéndolas más como taller artesano que como templo de expresión artística o espacio de realización personal.
La cocina ideal debe diseñarse escuchando y observando a quien cocina a diario, a quien necesita resolver de manera rápida y eficiente necesidades urgentes y poco bucólicas como hacer bocadillos, finiquitar cenas en un cuarto de hora o abrir el armario de los tuppers sin que 42 tapaderas caigan en cascada. Esa mirada debe ensancharse hasta incluir a quienes cocinan en pisos compartidos, en hogares con personas con movilidad reducida o en casas donde cocina gente mayor: realidades que exigen soluciones prácticas que las revistas jamás mostrarán.
No puede ser que el diseño del espacio donde se desarrolla una actividad fundamental, tanto para la vida pequeña como para el mundo en general, dependa de los caprichos y modas de quienes no cocinan. Diseñamos cocinas de exposición y yo sigo guardando la sartén con aceite caliente en el horno, para que no explote el tarro de cristal ni se funda el de plástico.
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