Pepe Solla: “Hablo más con mi pescadero que con mi novia”
El cocinero gallego conserva la estrella Michelin más antigua de Galicia y acaba de abrir una taberna dentro de su restaurante Casa Solla en Poio, Pontevedra


En las casas de comidas tradicionales, la familia vivía en el mismo edificio. Pepe Solla (59 años, Poio, Pontevedra) duerme debajo de su restaurante, solo que el suyo luce una estrella Michelin desde 1980.
Sus abuelos tenían un merendero justo enfrente de donde ahora se alza Casa Solla (Avenida Sineiro, 7, Poio, Pontevedra). “Él era tratante de vinos y ella hacía tortillas y cositas sencillas. Cuando mis padres se casaron, pidieron como herencia adelantada esta casa y aquí, en el mismo espacio donde acabo de abrir la nueva taberna, empieza nuestra historia en 1961”.
Así lo narra el cocinero gallego que conserva la estrella Michelin conseguida por sus progenitores en 1980 —la más antigua de Galicia— con una cocina respetuosa con el producto, de gran técnica detrás y devoción por su tierra. Y a su restaurante gastronómico acaba de sumarle este verano, en el mismo espacio, una taberna que comparte carta de vinos y una carta asequible para más bolsillos.

Este chef al que no le gustaba nada la cocina, pero cuyos padres le dieron un buen bagaje gastronómico sacándole a cenar un día a la semana junto a sus hermanos, empezó en la sala, ayudándoles como camarero. “Coincidió con la eclosión de la D.O. Rías Baixas y me empecé a relacionar con el mundo del vino. Entonces, ni aquí ni en todo Galicia, existía la figura del sumiller y, junto Alfredo Álvarez, fundamos hace más de treinta años la primera asociación en Galicia de sumilleres, AGASU”, recuerda.
En aquel momento la cocina estaba cambiando, había comenzado la revolución de la nueva cocina vasca y a Solla le entraron ganas de cambiar cosas en su casa. “Yo, que había empezado la carrera de Administración y Dirección de Empresas, pensé que para cambiar las cosas tenía que aprender a cocinar y me metí en cocina para aprender de los profesionales que teníamos en el restaurante. Primero en la parte dulce y luego la salada. Seguro que pensaban ‘ya está el hijo del jefe dando la lata’ y mis padres que ojalá me centrara”, recuerda riendo. Pero confiaron en él.

“Mis padres no cocinaban. Mi madre estaba en el cuarto frío distribuyendo el trabajo y mi padre en sala, desde donde se dirigían los restaurantes en aquella época, porque los cocineros eran tipos rudos, algunos borrachuzos y malhablados, que cocinaban metidos en un zulo a base de coraje y mala hostia. Ahora es otra historia”.
De todo su aprendizaje destaca lo que le marcó comer en Arzak o su paso por elBulli. “Hice el curso de tres días en Cala Montjoi con Ferran (Adrià) y perdí todas las recetas que nos dieron, pero no me importó porque aprendí a pensar. El mayor valor de lo que hizo Ferran no fueron ni las esferificaciones ni las espumas, sino enseñarnos a compartir conocimiento, algo que hasta entonces no se hacía. Eso nos cambió a todos. Es curioso porque nos dio la cocina de la libertad, sin seguir recetas, pero durante mucho tiempo éramos sus esclavos, pues copiábamos todo lo que hacía”, recuerda.

Lo primero que Pepe Solla se atrevió a cambiar de la carta de sus padres —“que ya tenían un gran restaurante con una estrella Michelin”, repite— fueron los postres. “Los clientes estaban acostumbrados a lo que hacían ellos y no comprendían lo mío”. Pero ambas cocinas convivieron un tiempo. “En los noventa hice un lacón con grelos en una copa de cóctel que no sé cómo no acabé en la hoguera por hereje. Ahora parece fácil, pero hace unos años... Fui de los primeros en querer cambiar cosas. Ahora no hay nada que transgreda tanto”, reconoce. En su actual menú, queda un homenaje a su familia, la salsa meunière. “La gente iba al restaurante de mis padres por el soufflé y el lenguado especial Solla, que consistía en unas paupiettes de lenguado con una meunière y al lado una vieira con unas almejas”.
Marisco, pescado y huerta
Los actuales menús de Casa Solla (a partir de 153 euros), son una demostración de años de oficio y pasión del cocinero. En ellos realza el trabajo que hay detrás de cada producto, como el que lleva a cabo desde hace más de 15 años con pescadores de la zona que realizan pesca artesana. “Capturan solo lo que van a vender y no tienen neveras en el barco. Con Roberto Rodríguez —su pescadero— hemos ido haciendo cambios como abandonar los arcones de hielo, porque el hielo también cocina o desangrar los pescados en los barcos como se hace en Japón”. Para comprender la importancia de esta técnica en la posterior calidad del pescado que sirve en su restaurante, pone el ejemplo del campo. “Como las reses cuesta dinero mantenerlas, cuidamos lo que hacemos con ellas. Pero el mar es gratis: tiras redes, lo sacas y lo vendes por cinco o por 25. A las reses procuran no generarle estrés antes de sacrificarlas porque saben que la carne será peor, pues generan ácido láctico, se tensa el músculo y da sabores metálicos. Con el pescado sucede igual y nuestros pescados tienen sabores muy puros porque están desangrados”, añade. Pero no fue sencillo llegar al punto actual. “Tuvimos que convencer a los pescadores para que comenzaran a desangrar en el barco. Es sencillo, hay que dar un corte en la agalla y otro en la cola. Lo hemos hecho con un biólogo marino. Durante años hemos buscado mejorar la técnica y solo lo logramos comunicándonos todo el rato. Hablo más con Roberto que con Bego (su novia, la también cocinera Begoña Rodrigo) porque cada día, cuando me llegan las piezas, nos llamamos para ver cómo están, quién lo ha pescado, desangrado…”.

Una taberna con 2.000 vinos
Hace un año, Solla visitó Jordnær, el restaurante tres estrellas Michelin de Copenhague, vio que la música que sonaba salía de un vinilo y pensó que podría montar algo así en un espacio del restaurante que en 22 años nunca había conseguido que funcionara. Ahora, sube los vinilos de su casa (Depedro, Iván Ferreiro, Coque Malla...), los pone al servicio de los once comensales que caben en la barra, entre todos deciden qué se escucha y cada disco suena entero, como antes.
Taberna y restaurante gastronómico comparten proveedores. Pero en el nuevo espacio ofrecen preparaciones pensadas para compartir, sencillas y clásicas como la empanada del día, albóndigas o la caballa en escabeche. Todo cocinado de cara al cliente, sobre una antigua chimenea adaptada para hacer brasa con madera de roble.
De lo que más orgulloso se siente Solla, además del aprovechamiento de producto en la taberna, pues puede ofrecer un salpicón de bogavante con las partes que no usa en el gastronómico, es de los vinos. “Tengo la taberna con la mejor carta de vinos de toda España”, afirma. “Y no lo digo por presumir, sino porque he montado la taberna a la que yo querría ir. Al principio queríamos tener una pequeña selección, pero luego decidimos que la taberna compartiera la carta con el gastronómico en la que tenemos más de 2.000 referencias. La gente sabe que contamos con añadas que no se consiguen en el mercado y esas personas que lo aprecian vienen y abren botellas de 200 euros sin problema. No hay en Galicia una carta con tantos vinos naturales”, añade. “Yo empecé como sumiller y comencé a guardar vinos cuando nadie creía en Galicia que se podían guardar. Aposté por los tintos cuando nadie lo hacía. Tengo una bodega brutal y hay mucho público al que le gusta el vino, pero no el protocolo del gastronómico. Por eso se me ocurrió crear un espacio para esa gente que quiere picar algo y beber bien”, cuenta.
De ahí que en la pizarra donde apunta los platos del día comience con: “Para acompañar al vino tenemos...”. Eso sí, que nadie espere que le sirvan agua o café. “Para el agua hay una jarra y el cliente tiene que levantarse a por ella. Y para el café, cuando alguien lo pide, le respondo que tuvo 22 años la oportunidad de hacerlo”, explica entre risas.
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