Todo el amor del mundo cabe en un hueso de albaricoque
Los recuerdos del estío y de la vida entera se concentran en la dulce carne de una fruta de piel aterciopelada mordida de pie —y con las chanclas puestas— un día de mercado en la plaza del pueblo.


Cualquier niño pequeño que una tarde de verano haya saltado de la bici para robar fruta del árbol del vecino sabe que en la historia de la humanidad nunca ha habido ninguna fruta prohibida por la que no haya merecido la pena meterse en problemas. Las frutas pulposas con hueso son las golosinas de la naturaleza, y el sabor de los albaricoques frescos es el de las risas sonoras, las mañanas luminosas y las canciones de madera armenia.
Yo podría vivir de pan, queso seco de oveja y albaricoques en una madriguera con la entrada pequeña, protegida por rocas detenidamente seleccionadas, dispuestas con sumo gusto, allende la última encina, al final de un campo de cebada que hubiese sido sembrada en invierno. Saldría al atardecer con los grillos, para ir a tumbarme a orillas de la charca, donde anunciaría, cantando entre los juncos, con ranitas en el pelo y entre los dedos, la venida de la lluvia. Ellas se comerían los mosquitos, y yo sabría tocar el flautín duduk.
El nombre armenio del duduk, tsiranapok, se traduce a menudo como “flauta de albaricoque”, pero en realidad significa “el alma del albaricoque”, porque el instrumento se fabrica con la madera de este árbol, y eso le da una resonancia confitada y extraña, algo más grave que la de la flauta dulce corriente, parecida a la de la voz humana. El del duduk es un canto místico, solemne y grandioso, que viene de muy adentro y de muy lejos. Su música fue reconocida por la Unesco como tesoro cultural inmaterial de Armenia, y en 2005, el canto del duduk fue declarado una obra de arte del patrimonio intangible de la humanidad.
A plena luz del día, el mundo me vería solamente una vez al año, un día de junio, cuando saldría, cegada de sol, para ir a la plaza a comprar pan, queso, longaniza y vino rancio seco, vestida con un gran pañuelo amarillo estampado con cenefas dibujadas por los chorretones de jugo de albaricoques comidos a bocados. Llevaría ese sari, y un sombrero de paja de ala ancha adornado con flores de manzanilla, caléndula, siempreviva, cipresilla e hipérico, para mayor gozo de las abejas, que serían mis amigas.
Las viejas murmurarían por los rincones de la plaza que estoy demente, que tiempo atrás perdí la cabeza, y los niños inventarían toda clase de apodos y malos nombres, después de escuchar a escondidas las conversaciones de los adultos en la mesa, ese día, a la hora de comer.
En abril de 1967, Michel y Albert Roux, dos de los chefs más reputados del mundo, inauguraron en el barrio de Mayfair, en Londres, Le Gavroche, uno de los restaurantes más importantes de nuestra era. Cerró el año pasado y, a lo largo de toda su historia, uno de sus platos más emblemáticos fue la omelette soufflé Rothschild, una nube dulce de albaricoque y naranja hecha de sabayón hinchado a base de claras montadas, cocinado un rato en sartén y un rato en el horno, acompañado de albaricoques frescos estofados en jarabe de vainilla y Cointreau; una pirueta culinaria de gran dificultad técnica. El tiempo que estuvo abierto, la visita a Le Gavroche fue un escalón obligatorio en la carrera formativa del paladar y el gusto de cualquiera que quisiera ser considerado un verdadero gourmet.
Sin embargo, todo el mundo sabe que no hay mejor manera de degustar albaricoques que morderlos de pie en medio de la plaza un día de mercado, justo acabados de comprar, y que su sabor mejora exponencialmente si se degustan en sandalias.
También sabe todo el mundo que la forma de ilusionismo que es la alta sofisticación culinaria funciona como divertimento, pero la naturaleza ama a todas sus criaturas por igual y a todas ellas se ofrece al completo: nunca nadie ha comido un albaricoque mejor que aquel que se desprende de una rama en el instante justo en el que todas las edades del hombre y del universo, en sincronía con las lluvias, las tardes soleadas y el vuelo de los insectos, se confabulan para que la fruta caiga por necesidad, porque pesa demasiado; porque ya está perfectamente madura. Entonces, rueda, y se posa a los pies de un niño con la cara sucia de mocos y las rodillas peladas.
No existe talento creativo capaz de imaginar, planear y parir, de la nada, a partir de la hoja en blanco, un albaricoque, y ante esta verdad, al más grande de los genios solo le queda maravillarse y asumir que la única y más importante misión del ser humano en el universo es celebrar las maravillas.
Cuando mi tiempo hubiere llegado a su fin, cuando terminase el último de mis veranos y la piel curtida, arrugada, se me agarrase a los huesos; cuando el aire de mi pecho no tuviera fuerza para hacer sonar el duduk y el rabillo que me ataba a la vida no pudiese sostenerme más, entonces caería, y quedaría acurrucada en un margen, hecha un ovillo, entre los cardos. Las lagartijas se quedarían con las llaves de mi casa. Las avispas vendrían a sorber las mieles de mis jugos. Hilillos de hormigas dibujarían anillos en mis dedos y pulseras en mis muñecas. Con el paso de los días y las noches, líquenes, hongos y musgos acabarían cubriéndome por completo. Vendrían las lluvias. Bajo tierra, mi corazón echaría raíces, y mis manos brotarían, hacia arriba, esta vez, verdes, y devolvería al cielo todos y cada uno de los albaricoques que comí cada verano de mi vida pasada. En el corazón blanco inmaculado de esos frutos, repartidos, estarían mis recuerdos. Algunos, aromáticos y crujientes como las sábanas de algodón recién planchadas; cremosos y dulces como las figuritas de mazapán. Otros, puntiagudos como los rencores, amargos y tóxicos como los viejos agravios, del mismo aroma a almendra amarga que todo amante de novelas de misterio sabe que significa muerte por cianuro.
La vida seguiría, y cada albaricoque contendría todas las canciones y todos los veranos.

Especial Gastro de 'El País Semanal'
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