Apagón en la restauración: “Hemos perdido más de 20.000 euros. Una tragedia”
Bares y restaurantes afrontan un día complicado, en el que muchos han tenido que servir a medio gas el servicio de mediodía y cancelar el de las cenas


Precisamente este lunes —la previsión del tiempo en Madrid era de unos 21º grados— las 20 mesas de la terraza estaban al completo. Estaban contentos porque el día pintaba bien: tenían las cámaras frigoríficas bien surtidas de género y las reservas estaban casi al completo. “Lo teníamos todo preparado, marisco, carnes, chuletones, ensaladilla, muchas cosas. Y, de repente, todo se ha venido abajo”, cuenta Juan Fernández, copropietario del restaurante La Tasquita de Manuel Becerra, con capacidad para casi un centenar de personas. Pasado el mediodía se fue la luz. Jamás pensaron en la magnitud del apagón. “Hemos atendido a la gente que estaba sentada en la terraza y habremos facturado unos 60 euros en la media hora en la que hemos estado abiertos”. A las 13 horas decidieron cerrar. Son cerca de las seis de la tarde, con el cierre medio echado y su hermano Alfonso al lado, espera el milagro. “A ver si viene la luz, pero según hemos escuchado en la radio esto tiene mala pinta. La gente no ha podido contactar con nosotros para cancelar las reservas, ni nosotros con ellos. Ha sido un día perdido, que nos ha podido costar unos 20 o 25.000 euros, porque esta noche tampoco vamos a poder abrir. Una tragedia. Esto parece un país tercermundista. Si somos tan competentes como dicen que somos esto no debería pasar”, comentan los hermanos, dueños a su vez de La Tasquita de Salamanca y de otra que abrirán en breve en Diego de León, que esperan que no todo esté perdido y que la mercancía que guardan en las cámaras industriales aguanten hasta por la mañana.

A pocos metros, ya en la calle de Alcalá, un local que anuncia en la fachada Kebab Artesanal tiene la puerta abierta, pero luce a oscuras. Dentro, un empleado asegura que están cerrados desde las 12.30 horas. “No hemos atendido a ningún cliente. Estamos aquí por si viene la luz“. Todo es calma en ese tramo de la calle. Algunos pasean sin rumbo, otros se apresuran para ver si enganchan algún autobús en la atiborrada plaza de Manuel Becerra. Al llegar a la calle Montesa, la escena cambia: al lado de un montón de bolsas de basura acumuladas en la acera, debido a la huelga de limpieza, hay en el número cuatro una concurrida terraza, la de la cafetería que lleva el mismo nombre que la vía. Fuera del local, la gente bebe botellines.
Dentro, y a la luz de una barra con varias velas sostenidas a modo de candelabro en el vidrio marrón de tercios de cerveza, el personal prepara alguna ración y algún sándwich de merienda para la decena de clientes que mata el tiempo y el hambre a la espera de que llegue el milagro. ”A ver si viene la luz, porque no lo voy a poder mantener abierto más tiempo. A mediodía hemos dado unas cien comidas porque tengo cocina de gas, había claridad y porque he ido a comprar unas linternas en la tienda de enfrente, pero ya se les ha acabado la batería. Me he acordado de que tenía una docena de velas y ahora estamos con ellas, pero en cuanto se acaben tengo que cerrar", se explayaba Moisés López, propietario de la cafetería Montesa, abierta por su padre en 1967. “Los platos los hemos fregado a mano. Menos mal que tenemos a un personal comprometido, que están a lo que haga falta”, prosigue, orgulloso también de la clientela, fiel al menú que ofrecen a diario por 13,50 euros. “Muchos son habituales y se han adaptado a lo que había. Tampoco hemos podido cobrar todo porque no llevaban efectivo, pero sabemos que volverán a pagar”.

Las terrazas de la plaza de Felipe II estaban al completo. “La gente busca compañía y en casa no hay nada que hacer”, resumía Celia Monrós, al frente de Horchatería Alboraya, el negocio que abrieron sus padres en 1980, que no daba abasto a servir vasos de esta bebida de chufas. Los helados ha tenido que regalarlos. Se han ido derritiendo “y no estaban ni para cobrar”. Ha pasado el día despachando horchata —vende unos 80 litros cada jornada— y refrescos. A pesar de ello, “la gente no ha dejado de venir y a muchos les hemos tenido fiar porque no llevaban dinero”, cuenta detrás del mostrador, mientras llena otro vaso y le quedan unos 12 litros para acabar el bidón. Después cerrará. “Hay cosas contra las que no podemos hacer nada, somos muy dependientes de la tecnología”, dice con resignación, ante la idea de tener que hacer guardia en el local porque el cierre es electrónico y ante la incertidumbre de poder tener mercancía para despachar al día siguiente. “El proceso de hacer helados lleva unas ocho horas y para la horchata se necesitan unas dos”, explica.

Cruzada la calle de O’Donnell, en el bullicioso barrio del Retiro, bien nutrido de bares y de restaurantes, hay cierta calma. En la puerta de O’Grelo hay varios camareros esperando a que llegue la luz. A mediodía han servido platos fríos —jamón, empanada, pulpo en vinagreta, ostras, almeja cruda...— y han atendido a unos 20 clientes, cuando lo normal, asegura el dueño, Adolfo Escobar, es dar de comer a unas 150 personas. En el restaurante trabajan 45 personas. “Lo peor es el género. Tenemos el vivero y el escaparate donde tenemos el marisco apagado. Podemos perder más de 10.000 euros. Hoy es fácil que en perdidas lleguemos a los 20.000 euros”, comentaba en la puerta, mientras detalla el engorro de haber tenido que cobrar en efectivo. “Hemos tenido que fiar a varios clientes. Rezo para que llegue pronto la luz y podamos guardar todo y que mañana sea otro día”, comenta el hombre, que esta mañana se las prometía muy felices. “Iba a ser un buen día, a las 10 de la mañana estaba desembalando unas mesas nuevas para la terraza, pero se ha chafado el día. Me ha recordado a Filomena”. Si de algo está satisfecho es de haber podido atender a la clientela, “que se ha ido contenta”. En la calle paralela, en Dr. Castelo, casi con vistas al Parque del Retiro, en la puerta encarnada de Los Corrales, hay una bulliciosa muchedumbre a la que no le importa que al lado se amontonen unas olorosas bolsas de basura —por aquí tampoco ha pasado todavía el servicio de limpieza—. Vaso o botellín en mano, alguien comenta que esto es “un poco rollito, como Filomena, pero con calor”.
Muy cerca, en Menéndez Pelayo, la puerta del Bar Marisquería Sanchís está abierta. El interior está en penumbra, y en el cristal del ventanal hay un papel pegado, que dice: “Vendemos comida preparada para llevar. (Solo efectivo)”. Tenían las vitrinas con bandejas de comida —bacalao y bonito con tomate, tortilla de patatas, ensaladilla rusa...—, para ofrecer el primer servicio del día cuando a las 13.30 horas han tenido que cerrar. “Nuestra cocina es casera y la preparamos en el día, así que hemos decidido sacarlo a la venta para que la gente que vuelve a casa después de trabajar o aquellos que no puedan cocinar tengan algo para comer”, comentan Sara Baquero y José María Galván, al frente de este negocio familiar, que en cocina atiende la madre de ella. “En las vitrinas tendríamos unos 800 euros en género y en los frigoríficos tendremos unos 8.000 euros en marisco y otros productos. Hoy habremos dejado de facturar unos 2.500 euros”, dice esta pareja, que hará guardia hasta que anochezca. “Queremos dar servicio a la gente de la zona”. Y mañana, ojalá, sea otro día.

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