El arte en las luces de neón: de los rótulos de los bares a las galerías
Leo Villoro heredó de su padre un taller y también un oficio artesanal cuya técnica sigue siendo casi la misma que hace un siglo. Ahora, cuenta, los tubos de vidrio llenos de gas neón vuelven a brillar gracias a una nueva generación de artistas

En 1898, mientras España perdía Cuba, dos científicos británicos descubrían el gas neón. En un laboratorio de Londres, William Ramsay y Moris Travers se quedaron atónitos al descubrir que, si almacenaban dicho gas en un tubo de vidrio y dejaban pasar la corriente eléctrica, este emitía una luz roja intensa y vibrante que parecía no tener fin. Pero para el debut comercial de este hallazgo tuvo que pasar poco más de una década. Y no fueron ellos sino Georges Claude; este ingeniero francés presentó la primera lámpara de neón durante el Salón del Automóvil de París de 1910. El diseño de Claude estaba formado por tubos de vidrio sellados que contenían el neón, un gas inerte presente en la atmósfera en pequeñas cantidades. La popularidad de las luces de neón se disparó y en los años veinte inundó las calles de la capital francesa. La moda de los carteles luminosos de Pigalle y de los Campos Elíseos en seguida cruzó el charco. En 1923, un empresario de Los Ángeles hizo traer carteles de neón desde Francia para iluminar su concesionario de coches y marcó un punto de no retorno. Aquel “fuego líquido” se propagó rápidamente por las calles de Nueva York, Las Vegas y los grandes núcleos urbanos del planeta hasta convertirse en uno de los emblemas de la modernidad del siglo XX.
Cuando era un adolescente, Leoncio Villoro (Barcelona, 87 años) le dijo a su padre —electricista— que ya no quería estudiar más. ¿Quieres trabajar? ¡Pues a trabajar! Al día siguiente, empezaba de aprendiz en el taller Lisbona, que se dedicaba a los rótulos. “Allí era el chico de los recados: ve a buscar agua, ve a buscar vino… Y así estuve tres años y sin cobrar un duro. Pero yo me fijaba mucho en todo lo que hacían. A mí no me enseñaron, aprendí yo”, recuerda Villoro, que terminó su formación en el taller de Castro Núñez, uno de los primeros en traer las luces de neón a España tras viajar a Estados Unidos. Aunque Villoro ya lleva años jubilado, hasta hace cuatro días aún le echaba una mano a su hijo en su taller en el barrio barcelonés de Sant Martí de Provençals, en cuya puerta luce un rótulo de lo más elocuente: Luminosos Villoro. “Después de trabajar para otros, al final me puse por mi cuenta y en 1970 nos trasladamos a este local”, cuenta. Medio siglo más tarde, ahí sigue, pero su hijo Leo Villoro (Barcelona, 47 años) es quien está al frente. “Él salió como yo, no era muy buen estudiante”, bromea el padre. “Pero se crio aquí. Le gustaba el trabajo y aprendió rápido. Ahora es mejor que yo. Míralo, míralo”, dice con orgullo.
Sobre una antigua mesa de madera, Villoro hijo manipula con soltura un tubo de vidrio de color verdoso. “Son los restos de un lote que compramos hace muchísimos años”, explica. Gracias a un pequeño soplete, aquella rigidez va tomando la forma que previamente ha dibujado sobre un papel. “Está haciendo una lámpara en forma de cactus. En 1975 vi una película del oeste y salía una lámpara así. Cogí un lápiz, la dibujé y desde entonces no hemos dejado de hacerla”, explica el padre. A excepción de este cactus y un flamenco rosa, en Luminosos Villoro no hacen producción propia. Ellos trabajan siempre por encargo. Durante décadas, el grueso del negocio fueron los rótulos comerciales, que en el momento álgido se repartían entre siete talleres de Barcelona. Hoy solo quedan dos y la técnica —artesanal al 100%— sigue siendo casi la misma que la de hace un siglo. “La gran diferencia es que ahora el cristal es pyrex”, exclama Villoro padre. “¡Antes con los vidrios blandos las pasábamos canutas, teníamos que ser muy precisos!”.
Bares de carretera, restaurantes, hoteles, mercerías, discotecas, farmacias, administraciones de fincas, perfumerías, tiendas de discos… En los años setenta, ochenta e incluso noventa, Barcelona y cualquier otra ciudad europea hubiera tenido su propia ruta del neón. Ahora muchos carteles se han perdido, y, de los que quedan, los más emblemáticos están protegidos como patrimonio histórico. “También nos dedicamos a repararlos. Aunque duran muchísimo, un golpe o una rotura pueden ser fatales porque provocan una fuga del gas y dejan de funcionar”, explica Villoro hijo.
Por ese motivo, en los últimos tiempos los que quieren un cartel de neón se pasan a la versión Led, que también es más económica. “Pero no es lo mismo, no es lo mismo”, murmura Villoro padre. Y tiene toda la razón: les falta el alma del “fuego líquido”, porque obviamente no contienen ningún gas: ni neón, ni argón, ni xenón, la tríada más utilizada para iluminar. A pesar de la irrupción del Led, una oda de nostalgia neonera —que arrancó hace unos 15 años en Londres— volvió a rescatar el gusto por las luces de neón auténticas. De ahí que establecimientos de nueva cuña hayan vuelto a apostar por esta estética retro. En Barcelona, muchos de ellos han pasado por las manos de los Villoro, desde la coctelería Libertine de Casa Bonay hasta la hamburguesería La Porca. Y los encargos, por suerte, siguen entrando en Luminosos Villoro. ¿El último? Un nuevo restaurante que se abrirá en Marsella.

Mientras hablamos, Villoro hijo ya ha dado forma al cactus. Acto seguido, coloca en cada uno de los dos extremos los electrodos. Ahora llega la parte más delicada: sacar el aire que hay dentro del tubo de vidrio con una bomba de vacío para luego introducirle el gas a baja presión. Si esta operación no se hace correctamente, la lámpara cactus no se encenderá cuando entre en contacto con la corriente eléctrica. Pero sí lo hace, y desprende una luz verde muy intensa. En este oficio, el tema de los colores es todo un mundo. Villoro hijo señala un panel que hay en la pared. Hay una docena de muestras de tubos de vidrio encendidos y etiquetados según su tonalidad: Rojo Francia, Rojo púrpura, Rosa, Salmón, Amarillo banana, Azul intenso, Turquesa, Verde, Blanco… Es su Pantone particular.

La tintura de los tubos de vidrio —que viene de fábrica— se consigue gracias a unos fósforos que, al mezclarse con el gas inyectado, permiten crear una gama de colores. “Es como un juego: si inyecto gas neón en un tubo verde, consigo un tono naranja. En cambio, si inyecto gas argón, como acabo de hacer con el cactus, aparece este color verde intenso. Si el tubo estuviera tintado de azul e inyectara gas neón entonces el color que aparecería sería el Rosa Francia”, detalla.

En la historia de las luces neón, y también del arte, el año 1951 fue crucial. El artista argentino de ascendencia italiana Lucio Fontana (1899-1968) participó en la IX Trienal de Milán con la instalación Luce spaziale. Nada más y nada menos que un enorme tubo de neón suspendido del techo que otorgaba a la luz la capacidad de configurar el espacio. Con esta obra, Fontana abrió una puerta que luego atravesaron otros artistas que consolidaron los tubos de luz —ya fueran de gas neón o los fluorescentes comerciales— como material de creación. Así nacía el Light art. Pero seis años antes que Fontana, en Buenos Aires, Gyula Kosice ya había construido esculturas abstractas con luces de neón, una línea de experimentación que continuaría toda su vida.
Tras ellos, en la década de los sesenta y setenta, Bruce Nauman, Mario Merz, Keith Sonnier y Joseph Kosuth consolidaron las luces de neón como un lenguaje propio, integrándolas en diferentes corrientes artísticas como el arte conceptual, el postminimalismo y el arte povera. Una tendencia que —con sus altibajos— se ha mantenido hasta hoy, con nombres relevantes como Jeppe Hein, cuya instalación Please (2008) forma parte de la colección permanente del Museo de Bellas Artes de Boston, por citar solo un ejemplo.

“Nuestra clientela ha cambiado mucho. Desde hace un tiempo trabajamos para museos y galerías de arte. En la época de mi padre éramos sobre todo rotulistas”, explica Villoro hijo. Algo similar ocurrió con Rudi Stern, que en los años setenta abrió un estudio en Nueva York y se especializó en la construcción de neones para los espectáculos de Broadway. Con el tiempo, acabó colaborando con artistas de la talla de Jeff Koons, Keith Haring y Robert Rauschenberg. “Nosotros también colaboramos con artistas: Samuel de Sagas, Pedro Torres, Enrique Baeza… La última ha sido Marria Pratts. Algunos vienen y quieren aprender para hacerlo ellos mismos, pero enseguida se dan cuenta de que esto es un oficio, que necesitas muchos años de práctica, maquinaria muy específica y que es mejor dejarlo en nuestras manos”, asegura.
De hecho, él mismo es una especie de eterno aprendiz. “Cuando planifico mis vacaciones siempre guardo unos días para visitar a neoneros y ver cómo trabajan. Les contacto por Instagram y siempre están encantados de recibirme en sus talleres. En agosto estuve en Hong Kong y visité a uno que aún trabaja con vidrio blando. ¡Fue alucinante! Lo he invitado a que venga a Barcelona y vea cómo trabajamos con pyrex. En otro viaje a Nueva York, visité el espacio de Rudi Stern, que ahora lleva su socio. ¿Y ves aquel cartel que pone No Vacancy? Me lo regaló un neonero que me encontré haciendo la Ruta 66. Enseguida nos reconocemos. Somos como una secta”, bromea. Y padre e hijo ríen al unísono, como han hecho durante tantos años en este mismo taller.
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