Casa Mariano: la pensión para latinos que no sale en Google incrustada entre los clanes de la droga de la Cañada Real
La crisis de la vivienda en Madrid ha impulsado hospedajes para inmigrantes recién llegados cuyas habitaciones cuestan la mitad que en los barrios de la capital


Ese final del camino del que todos hablan no es el final. Lo que sucede es que no conviene ir más allá. Alejarse de Casa Mariano es para Miriam, Jose, Ros y Catherine, “un exceso de confianza”. Eso es lo primero que te enseñan al llegar a Casa Mariano, que de puertas para adentro esto puede ser un pequeño Bogotá o una Caracas amable, pero de lo de fuera, casi mejor no saber, no decir. Ninguno “sabe nada” de lo que pasa “allá”, aunque lo sepan todo. Casa Mariano tiene 15 huéspedes, todos latinos. No parece ni una pensión ni un restaurante y sin embargo lo es. No aparece en Google y sin embargo existe. Tanto es así que todos sus huéspedes supieron llegar directos desde el aeropuerto de Barajas la primera vez que aterrizaron en España. Casa Mariano, incrustada en un lugar muy próximo adonde viven los clanes de la droga de la Cañada Real, se ha convertido en una posada “low cost” que da cobijo a los recién llegados de Latinoamérica, y también, de algún modo, en una forma hiperrealista de recordarles desde el minuto cero que Madrid no será lo que les habían prometido.
Casa Mariano es la obra de Roselin, una mujer colombiana de 62 años a la que todos llaman Ros. Llegó con 22 años a Madrid. Se casó con un español llamado Mariano con el que comenzó una vida emprendedora. Mariano tenía un terreno en la Cañada Real, que por aquel entonces era poco más que campo y carreteras que conectaban los polígonos de alrededor y la incineradora de Valdemingómez. Allí decidieron instalar sus planes de futuro con un restaurante para camioneros que llevaría el nombre del marido. Fueron años de gloria. El futuro quedó en entredicho cuando se vieron rodeados por el mayor asentamiento ilegal de Europa y en la puerta de Casa Mariano se instalaran los clanes de la droga que fueron expulsados de Las Barranquillas. De pronto, Ros y Mariano eran vecinos de Los Gordos o Los Kikos, las grandes familias narcotraficantes que arrastraron con ellas toda una trashumancia de politoxicómanos. El paisaje cambió para siempre.
“Primero fueron las familias gitanas, los drogadictos y algunos trabajadores de ONGs quienes nos sacaban el negocio adelante. Ahora se han unido los latinos, que no habían aparecido por la Cañada todavía”, apunta Ros. La fecha clave, según ella, fue 2020, cuando la crisis del coronavirus acrecentó la precariedad de muchos inmigrantes. “Mi hermana es evangélica y es ella la que empezó a traer latinos recién llegados a través de la iglesia. Aquí había varias habitaciones disponibles porque esto era nuestra casa familiar. Ahora se ha corrido la voz y lo tengo lleno. Hemos creado una comunidad latina. Se van cuando consiguen los papeles”, cuenta. El precio de la estancia es de unos 250 euros la habitación, casi la mitad de lo que les puede costar en Madrid.
La luz en la Cañada se fue en octubre de 2020. Casa Mariano sí está conectado de forma legal a la electricidad, aunque los problemas durante la noche suelen ser habituales. “Los huéspedes cuentan con ello”, dice Ros. En 2021, el relator de la ONU, Olivier De Schutter, aseguró que “dejar a las familias en esta terrible situación es además una violación de varios convenios internacionales que España ha ratificado”.
Catherine, de 30 años, y sus dos hijas adolescentes, llegaron una noche del pasado enero procedentes de Colombia. En el aeropuerto, montaron sus maletas en un taxi y compartieron la ubicación de su destino con el conductor.
—¿Está usted segura de que es ahí?—, preguntó.
—Sí, señor. Siga lo que dice el celular—, contestó ella.

El coche atravesó la entrada del poblado chabolista donde de noche proliferan las hogueras y las siluetas solitarias que atraviesan cabizbajos una inmensa oscuridad. En la puerta de Casa Mariano esperaba el padre de las niñas. Los cuatro accedieron al edificio sumidos en el silencio. Catherine no tenía palabras. “Esto no era lo esperado. «Es horrible donde estamos», le decía a mis hijas. La primera semana no salí a la calle", recuerda. Acudió a la Cruz Roja y a los pocos meses las niñas ya estaban escolarizadas en Santa Eugenia. Ella se encarga del bar durante las tardes y durante las madrugadas se ha convertido en una suerte de esteticista para las mujeres gitanas de las chabolas. “Les hago las uñas, las pestañas, las peino, las depilo... Lo malo son sus horarios. Viven de noche y duermen de día”, explica.
Casa Mariano está dividido en dos. Una hilera de barrotes sirve para separar la zona en la que pueden estar los clientes del bar del espacio reservado a los latinos. “Parece una cárcel, pero es que han sido muchos robos. Hay que marcar la distancia”, reconoce. En Casa Mariano la clientela siempre es la misma. Las familias y los clanes de esta zona de la Cañada tratan de mostrar su poder con pequeños gestos. Una de las formas de demostrar su influencia es recibir el desayuno o la comida a domicilio sin moverse de la chabola. Sus emisarios son los toxicómanos que luego les compran la droga. A cada rato aparece uno nuevo que viene con el dinero justo —en Casa Mariano se cobra por adelantado, “nunca se fía”— para llevarse un surtido de tostadas con tomate o sándwiches de jamón.

La venezolana Miriam Ordóñez, de 68 años, es la huésped más mayor de Casa Mariano. Vive en la planta superior, una estancia de tres compartimentos que habita junto a sus dos hijos varones. El menor, Daniel Rodríguez, de 30 años, llegó primero a España en 2019 y tras vivir en Fuenlabrada encontró en Casa Mariano la “única opción económica” para que los tres pudieran vivir agrupados. Allí llevan desde 2022. A Ordóñez solo le hace compañía durante el día un gato de la calle llamado Don Gambino y el Evangelio de Mateo que guarda a los pies de su cama. “Yo sola casi no salgo nunca, a la iglesia que hay más arriba y poco más. Todo lugar al que voy es con Ros. Ella me lleva al médico o a hacer la compra. La verdad, es extraño todo esto. No digo duro, porque a todo te acostumbras, sino extraño. Pasar de un barrio de clase media en Venezuela, vender tu casa y empezar desde cero en este lugar. Hemos arrancado desde el barro”, confiesa Ordóñez. “Acá dentro estamos bien acogidos. Nos relacionamos solo entre nosotros y así conservamos las costumbres, los festejos”, añade la mujer, cuyas ventanas fueron apedreadas hace unos días por un grupo de adolescentes.

El único modo de llegar hasta Casa Mariano en transporte público es el autobús 339, el único que conecta Madrid con el poblado chabolista. José Villamizar Cacúa, de 39 años se mezcla con los politoxicómanos que van a bordo sin demasiada preocupación. “Sus ojos”, dice, “ya no le temen a nada”. Villamizar asegura que formó parte del batallón de infantería como soldado especializado en enfermería en el Sur de Bolívar. “La guerrilla es otra historia”, cuenta. Villamizar confía “su dicha” a una serie de empresarios españoles de la construcción que le consiguen trabajos esporádicos aquí y allá. Mañana, supuestamente, un coche recogerá a Villamizar a los pies de la autovía A-3 y se lo llevará a la Adrada, en Ávila, donde pasará varios días construyendo una piscina. En más de una ocasión se ha vuelto a Casa Mariano sin cobrar un solo euro.

Los días que no está empleado, Villamizar se sienta en la zona reservada para los huéspedes y desde ahí vigila que todo esté en orden al otro lado de los barrotes. A las 15.15 los dos mundos de Casa Mariano confluyen y se mezclan. Las hijas de Catherine llegan del colegio y, obedientes, comen y preparan su clase online de inglés mientras su madre discute a gritos con dos niños de 9 y 10 años, Isaac y Rafa, que intentan sacarle a la joven “un poco de queso gratis” después de pagar un euro por un donuts. Ambos empiezan a dar golpes en la barra, desafiantes. Catherine se encara, “conmigo no jueguen, no les tolero una falta de respeto”, y les expulsa a empujones mientras la pareja se fuma un porro de marihuana. Al rato, vuelven a aparecer.
—Catherine, perdóname. Ha sido por la marihuana, que me pone nervioso—, dice Rafa.
—¿Y por qué consumes? Usted es un pollo saliendo de un huevo. Le queda mucho camino por recorrer—, responde ella.
—Es un vicio, Catherine. No podemos parar—, contesta el niño.
—¿Y dónde están sus papás?—, cuestiona Catherine.
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