Qué sería de Madrid en una ola de calor sin la mejor red de refugios climáticos, sus 114 centros comerciales
El calor provoca entregas a la fe más prolongadas, visitas más intensas al museo y paseos por todas las secciones de El Corte Inglés en busca de un respiro


Fuera hace 32 grados y dentro 23. Otilia y Victorino, llevan toda la mañana subiendo y bajando las escaleras de El Corte Inglés. Caminan entre los perfumes, pasean entre los teléfonos móviles, se detienen en los juguetes, se pierden en la sección de hogar, preguntan precios de camisas de caballero y, finalmente, varias horas después de haber entrado, llegan a la novena planta.

Desde ahí, contemplan el Centro de Madrid y después de un largo rato mirando en calma regresan a la misión que les trajo a Madrid desde Portugal: unas pruebas médicas. Por la tarde probarán con Primark y la Fnac y así pasarán un madrileño día de ola de calor, donde el mejor refugio climático es un centro comercial, en una ciudad con 114 de estos. El martes viajaron siete horas en autobús desde Portugal y volverán en el mismo día en el autobús de las 23.30 horas que sale de Méndez Álvaro. Quitando la media hora que duró la prueba, el resto del día se trata de buscar qué hacer. Vivieron en Madrid 20 años y hace 14 se mudaron a Portugal, pero Victorino todavía se trata su enfermedad en un hospital de la capital. “Hace más calor que antes, que cuando vivíamos aquí”, dice abanicándose con la mano. El matrimonio sube y baja escaleras con la mochila a la espalda como si el Camino de Santiago pasara por la sexta planta de El Corte Inglés.
En plena ola de calor, Madrid es una ciudad de contrastes. En el supermercado Lidl de la calle Cartagena, la dependienta de la caja atiende con forro polar y en la Basílica de la Concepción de la calle Goya, Mercedes, una mujer hondureña que trabaja como empleada doméstica, profundiza en la fe con más entusiasmo que en otras épocas del año. “Vengo de vez en cuando, pero en verano entro todos los días después de trabajar, porque además de rezar, aquí estoy fresca”, dice en uno de los últimos bancos del templo, en el que hay 27 grados, frente a los 33 de la calle.
En plena etapa de currículums engordados, la ola de calor también contribuye a elevar la formación y la cultura. A las 15.51 de este martes habían pasado 186 personas por el Museo de Historia de Madrid. Ubicado en la zona de Chueca, una de las zonas más turísticas, es uno de los lugares favoritos de autóctonos y forasteros; además de fresco, es gratuito. Como hacen cada año, Pablo Cabrera y su mujer, Noelia, llegaron desde Gran Canarias hace una semana, para visitar a su hija, que vive en Madrid. Es la tercera vez que vienen a este museo porque es uno de sus favoritos y porque “el calor de Madrid se soporta peor que el de Canarias”. “Refugiarse en un lugar en el que puedas estar rodeado de arte es lo mejor que se puede pedir”, explica.
“Lo ideal es que las salas estén a 24 grados para que las obras no se dañen”, explica Sonia Fernández, la conservadora de colecciones. En la planta superior, con las piezas más modernas, el termómetro marca 25,7 grados. La sala favorita de un heladero está dos plantas más abajo, en el subsuelo. Es el lugar donde se almacenan los negativos de fotografía, algunos de finales del siglo XIX. “Allí nunca se superaron los 22 grados ni el 40% de humedad relativa”, añade. Antes de ser el Museo de Historia de Madrid, el edificio fue un hospicio construido a finales del siglo XVII, así que sus muros generan un efecto ‘iglesia’ que mantiene el frescor y aísla de la bofetada de 33 grados que espera fuera.

Huyendo de palizas así, hay quien termina en un refugio climático sin pretenderlo. Gaelle Mercier entra al palacio de Cibeles y pregunta en la recepción si puede subir al mirador, pero le dicen que no, que está cerrado durante julio y agosto por el calor. Mira hacia el lado y ve los sofás de colores, así que se sienta, revisa el móvil y busca en el mapa su siguiente destino. Ha viajado desde Francia hasta Madrid para unas vacaciones junto a sus dos hijos, pero la experiencia cambió cuando el domingo las temperaturas comenzaron a subir. “Madrid es una sartén, ¿así se dice?”. “No sabíamos que era un refugio climático, pero está muy bien, muy fresco”, dice ella, y con razón, porque ningún cartel en el edificio lo identifica como tal, aunque así parece nombrado en la página web del Ayuntamiento. Poco a poco el lugar se va llenando de niños que corren hasta los sofás vacíos, de gente que mira el móvil, de amigos que roncan sobre los cojines. Dentro hay 23 grados, pero la calle se cuece a 35.
Por los pasillos de La Vaguada, Salvador Sánchez, acaba de salir del supermercado con dos botes de gazpacho en la bolsa y está sentado en el único banco posible del Centro Comercial. “Cada vez que vengo a comprar, que es casi todos los días, me paro aquí 20 minutos”, explica Salvador, que es vecino del Barrio del Pilar. Así disfruta un rato de los 28 grados. Sin embargo, a veces no puede sentarse porque el único banco del centro comercial está ocupado.
Han desaparecido los bancos de La Vaguada. Nada de aire acondicionado gratis ni mirar por mirar. En la mesa de información explican que hace un tiempo que los quitaron todos y dejaron solo uno, justo debajo de un tragaluz por el que pasa el sol y sube la temperatura respecto a otros puntos del edificio. “No sabemos por qué, no nos dieron explicaciones”, dice la chica detrás del mostrador. Salvador está convencido de que no ha sido una casualidad: “Yo creo que han quitado los bancos porque se sentaba mucha gente mayor y quieren dar una imagen de lugar dinámico, no de tranquilidad”, dice antes de levantarse. Acaba de terminar su parada de 20 minutos.

Fue albergue improvisado en invierno y ahora en verano, el aeropuerto de Barajas es también un refugio climático, tanto para la población en situación de calle como para los viajeros. Al mediodía la temperatura exterior es de 39 grados, pero dentro, en la sala 10 de llegadas que está a reventar de gente esperando, la temperatura no sube de unos cómodos 26 grados. La mayoría usa ropa de verano, pero el aire acondicionado permite que algunos viajeros sigan dentro del aeropuerto con sus abrigos. Pero el placer no dura tanto. A pocos pasos de la entrada del metro el calor es más intenso y desaparecen las sonrisas y las chaquetas. “Al salir de avión hacía un poco de calor, en el aeropuerto se está bien, pero ahora ya me va sobrando [el abrigo azul que lleva]”, dice Sanae, una valenciana de 35 años, que llega después de viaje de tres semanas a Colombia.
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