Hablar de morirse
En los últimos siete años y, sobre todo, desde el octubre pasado, mi padre y yo hemos hablado mucho sobre la enfermedad y la muerte


No sé muy bien cómo lo hizo, si llevaba tiempo preparándose o ensayando. Si es una cosa que uno sabe de pequeño, si lo vio en las películas, si se lo enseñó su padre. No lo sé. Hablaba muy poco de su padre. Esa última mañana tembló fuerte de frío y mis hermanas supieron que el cuerpo no podía más. Me subí al coche y el atasco de la M-30 convirtió un viaje de 20 minutos en uno de 45. Pensé en por qué no había cogido el metro para ir a ver morir a mi padre. Por qué no cogí el metro para ir a ver morir a mi padre. Supongo que porque una siente que el tiempo es propio cuando parece que lo maneja, aunque jamás sea así del todo. Hice lo único que se puede hacer en estos casos: me hice católica durante 45 minutos y le pedí que me esperara.
Un día antes habíamos hablado de su nudo en el pecho. Y del mío. Me preguntó si estaba teniendo ansiedad porque mi padre se estaba muriendo. Así. En tercera persona. Como si no fuera con él la cosa. Le dije que sí, que era por eso y que no podía apagar la cabeza igual que él tampoco estaba pudiendo apagar la suya. En los últimos siete años y, sobre todo, desde el octubre pasado, mi padre y yo hemos hablado mucho sobre la enfermedad y la muerte. En el móvil se me apachurran grabaciones suyas con sonidos del metro, de la calle, de cosas que me hacen gracia. “Papá quiere curarse” (24 de octubre), “papá sobre la muerte” (17 de mayo), “papá no puede más” (24 de mayo).
Me esperó. Cuando llegué, Sergio, Flor, Victoria y Jaime ―de la Unidad de Cuidados Paliativos― estaban con él, alrededor de su cama. Le dijeron que lo iban a sedar. ―“Papá después de decirle que lo van a sedar” (28 de mayo)―. Yo lo miré mirarlos. Tenía los ojos llenos de miedo. Aunque llevaba tres días queriendo morir, uno nunca quiere morir del todo. Y menos él, que quiso mucho, mucho, mucho, vivir. Asintió a los médicos, les habló de la suerte de tener tres hijas y del sueño de una casa en Asturias. Sabiendo que el tiempo no era nuestro, retomó lo inmediato: “Ataúd barato, cerrado, habrá misa porque mamá querrá misa, tiradme al mar”. Y entonces, decidió apagarse.
Llevamos su cuerpo al Hospital Universitario Santa Cristina y, en una habitación de puertas grandes grises, mi madre, mis hermanas y dos de mis sobrinas vimos morir a mi padre. Durante cinco horas su respiración fue un ruido espeso como de ahogamiento. Nos acostumbramos. Hablamos de cagar después de beber café, comimos empanadillas, nos reímos. Los últimos cinco minutos de su cuerpo fueron boqueos sin ruido y no supe reconocer cuál fue el último.
Después vinieron los llantos, la tranquilidad y una fuerza que le salió a mi madre de las entrañas y que hoy nos sigue sujetando a las tres. La gente me habla del “inmenso dolor” y del “terrible sufrimiento” que es perder a un padre y yo solo pienso en que no sé muy bien cómo lo hizo, cómo sus conversaciones sobre el fin de la vida, y su lucidez ―brillante y feroz― han logrado que esta muerte haya sido, para mí, tan perfecta y tan bella.
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