Corruptos: asco y reproche
El reproche que merecen los corruptos conocidos y por conocer, no será necesariamente unánime ni duradero, y será frecuentemente hipócrita

Hay numerosos estudios que miden los niveles de satisfacción de los ciudadanos con las instituciones públicas, sirviéndose de determinados indicadores. Uno de los más destacados es la valoración de la integridad de los servidores públicos. Estos niveles de satisfacción miden la calidad de nuestra convivencia democrática como expresión de la voluntad del pueblo español, según proclama el preámbulo de la Constitución. Esa voluntad se expresa electoralmente. Cuanta mayor sea la satisfacción, mayor será la confianza, mayor el afecto a los respectivos ideales, símbolos y líderes, y, finalmente, la fidelidad electoral.
Correlativamente, decaen los afectos, la confianza y la fidelidad electoral, si decae la satisfacción valorada según aquellos indicadores. Si la insatisfacción deriva de la percepción de falta de integridad, se produce una repulsión, un reproche ético y cívico, una pérdida instantánea y total de la confianza, desde el mismo momento en que surge la noticia de la corrupción. Este reproche no es solamente institucional. Es tan personal como el afecto y la fidelidad antes otorgados y después perdidos al sentirse defraudados o traicionados.
Pero el reproche no es necesariamente duradero, sincero ni unánime. Por ejemplo, fueron memorables las imágenes de auténtico llanto de algunos fieles al conocer la confesión de Jordi Pujol aquel 25 de julio de 2014. Se sintieron engañados los mismos que hasta entonces habían creído que su ídolo había sido víctima de lo que él calificó como “una jugada indigna”, aunque parece que aquellas lágrimas no duraron mucho.
Otro ejemplo de reproche con doble rasero: un delito contra la Hacienda Pública es una conducta insolidaria, que debería merecer un grave reproche, pero para el novio de Ayuso y, desdichadamente, para buena parte de su público de libertad de cervecitas, solo es una infracción disculpable, merecedora de leve reproche.
Y otro: hay encuestas más o menos fiables según las cuales una proporción preocupante de encuestados reconocen que “trincarían” si tuvieran ocasión sin riesgo. Son una porción de nuestra sociedad, la misma que se rasga las vestiduras expresando su reproche ante las noticias de la corrupción ajena.
Cuando los corruptos aparecen, además, como puteros, el reproche de la sociedad por su corrupción económica se incrementa con su asquerosa afición impune. Es la misma sociedad en la que, según el Ministerio de Igualdad, hay cerca de 200.000 mujeres como mercancía prostitucional en un mercado que mueve 8.000 millones de euros anuales en España, con varios millones de clientes. Son cifras elevadísimas, aunque imprecisas, como corresponde a un mercado opaco. Esa gente, con la que convivimos, seguramente expresa su lascivia cutre y barriobajera con similar zafiedad y machismo que la banda de Koldo, aunque no les oigamos, y seguramente se suma, con hipocresía, al reproche colectivo del puterío ajeno.
El reproche que merecen los corruptos conocidos y por conocer, no será necesariamente unánime ni duradero, y será frecuentemente hipócrita. Pero su obscena privacidad, que no es circunstancia agravante de su presunta criminalidad, tampoco debería ser una pantalla de voyerismo mediático que nos distraiga del inmenso asco y reproche que merecen.
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