La eterna interinidad del PP catalán
Si Aznar hablaba en catalán en la intimidad –cuando precisaba los votos de Jordi Pujol para su investidura–, oponerse al catalanismo da ahora réditos electorales en el conjunto de España


El Partido Popular catalán no celebra ningún congreso desde 2018. Estatutariamente debería hacerlo cada tres años. El que correspondía a 2022 se aplazó porque el partido –aseguraban sus dirigentes– estaba muy debilitado, con solo tres diputados. En 2023, tampoco se convocó con el pretexto de las elecciones municipales y generales. A finales de 2024 afirmaron que el ambiente preelectoral –¡cuándo no lo ha habido! – no es propicio para congresos y mejor esperar a 2026.
Lo cierto es que desde que Alberto Núñez Feijóo llegó a la presidencia del PP se han celebrado unos cuantos congresos: Asturias, La Rioja y el País Vasco, entre ellos. Cataluña tiene hecho diferencial. Desde Madrid se ve a su formación catalana como un eterno interino, al que el centro derecha catalanista ha impedido crecer, que debe ser tutelado con un único objetivo instrumental: llegar al Gobierno central. Ahora además cuenta con un líder, Alejandro Fernández, que no es del agrado de una voluble dirección de Génova: si Aznar hablaba en catalán en la intimidad –cuando precisaba los votos de Jordi Pujol para su investidura–, Feijóo ha luchado con uñas y dientes, desde la oposición, para que esa misma lengua no sea oficial en las instituciones europeas. Cuestión de oportunidad. Oponerse al catalanismo da ahora réditos electorales en el conjunto de España. Cuando sea necesario ya cambiarán los principios irrenunciables.
El desaparecido amigo e historiador Joan B. Culla i Clarà describió muy bien el fenómeno del PP catalán en su obra La dreta espanyola a Catalunya. 1975-2008. Los populares catalanes, sintetizaba Culla, se han quedado en un papel marginal al permanecer prisioneros de un esquema que les arrincona como guardianes de una posición minoritaria en la sociedad catalana. Hacerse con la hegemonía es tarea imposible, aunque el techo electoral del partido pueda llegar a rondar el 20%. Esa debilidad le obliga a estar a disposición de Génova 13.
El PP catalán, en palabras de un antiguo dirigente, recibía en los ochenta y noventa sus listas electorales por fax. Algo ha cambiado: ahora le llegan por WhatsApp o correo electrónico. El Partido Popular en Cataluña no ha dejado de ser históricamente objeto de trueque político.
Ahora, las desavenencias entre Feijóo y Alejandro Fernández son de sobra conocidas. Fernández es un hombre alineado con el sector más duro de la formación y receloso de Feijóo. Tanto que hasta el último momento era una incógnita si el año pasado iba o no a encabezar las listas al Parlament. En Génova, finalmente, entendieron la máxima ignaciana de en tiempo de tribulación no hacer mudanza.
El máximo dirigente del PP catalán vive instalado en la guerra fría contra el post-procés y aspira a rebañar el voto derechista, incluyendo a votantes de orden de Puigdemont. Feijóo –que en su día hizo ojitos a Junts per Catalunya– necesita un líder catalán que no moleste y al que se pueda malear a placer. Antecesores de Alejandro Fernández fueron decapitados y su cabeza servida en bandeja a Jordi Pujol –como Alejo Vidal-Quadras– o dimitieron arrinconados –como Josep Piqué– cuando eran un incordio para el cambio de rumbo político.
A lo largo de la historia ha habido el pacto no menor del Majéstic entre populares y CiU o la firma en 1997, por parte del ministro de Interior Jaime Mayor Oreja, del traspaso de las competencias de Tráfico a los Mossos d’Esquadra. Y en 2001 se anunció a bombo y platillo por parte del titular de Defensa, Federico Trillo, el fin de la mili. Todo gracias a un acuerdo con CiU.
No hubo gritos de felón o peticiones de dimisión. Los populares cuando están en el poder frecuentan esa política a la que llaman “traidora” cuando están en la oposición. Y al PP catalán –ya sea con una Génova en modo catalanista o macizo de la raza– le toca vadear y someterse a los designios de su tutor, mientras aguarda con impaciencia, como el pobre Lázaro, no atragantarse con las migas de la mesa de Epulón.
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