Aprender a volar
Tras el nacimiento de su hija, Álex no tarda en decidir desempolvar sus alas y volar. Anna se queda en casa, lo observa desde la ventana. Ve también a sus amigas volando mientras se toman unas cañas. De esto va ser una buena madre, de tener los pies en el suelo, de ser feliz pegada a tu cría. O quizás no

Anna y Álex han sido padres. La pequeña Valentina ha nacido sana y fuerte; estupendísima. El mundo de sus padres ha quedado detenido para cuidar de ella y la bebé crece con ganas, agarrada a la teta que le da de comer.
Meses más tarde a Valentina le gusta que la cojan y la acerquen a la ventana desde donde observa el exterior. Mira apacible desde allí como la gente vuela de aquí para allá entre los edificios de la ciudad. Mira como sus vecinos despliegan sus alas, cogen carrerilla y emprenden el vuelo felizmente. Los colores del plumaje de los transeúntes llaman siempre la atención de Valentina. Las alas doradas del barrendero, el plumaje azul de la señora de la pamela, el rojizo de la abuela del quinto tercera.
Valentina nunca ha visto de qué color son las alas de sus padres. Dentro de casa no hace falta desplegarlas. No hacen falta alas para cambiar pañales, preparar potitos o cantar nanas. Anna, Álex y Valentina se pasan el día juntos, con las alas plegaditas, y están muy bien así.
Pero una tarde Valentina está quejosa y Anna pone a la criatura junto a la ventana, para que mire la gente volar de un lado a otro. Se calma al momento. Minutos después no solo la cría mira a través del cristal, también lo hace su madre. Qué bonito el mundo y cuánto lo echa en falta. Anna echa en falta esa sensación de cuando los pies se elevan del suelo. Los pulmones llenos. El viento en la cara.
Animada por sus ganas de volar, Anna coge a Valentina, sale a la calle y despliega las alas. Toma carrerilla, coge velocidad… y cae al suelo estrepitosamente. Anna no puede alzar el vuelo con tanto peso. Vuelve a intentarlo, pero no hay manera. Volar con una criatura a cuestas es casi imposible. No pasa nada. ¡Si en casa están bien! ¿Para qué quiere volar?
Pero Álex no tarda en hacerlo. Pasan los meses, los años, quizás, y el padre de Valentina desempolva sus alas, coge carrerilla y vuela por ahí. Ahora Anna le ve desde la ventana salir de casa. Ve también a sus amigas volando mientras se toman unas cañas y a sus excompañeros del curso de cerámica haciendo un jarrón entre las nubes. Qué buen vuelo, qué buenas alas y buenas plumas tiene el personal. Y ella allí, detrás de la ventana, con Valentina bien agarrada a ella, cuál ancla, atada al suelo. Esto es lo que quería, ¿no? De esto va ser una buena madre, de tener los pies en el suelo, de ser feliz pegada a tu cría. O quizás no.
Porque Anna no está bien. Está triste. Las alas le duelen de no usarlas y a veces tiene ganas de llorar. Llora a veces cogida a Valentina, mientras duerme. ¿Acaso no quiere a su hija? ¿Es la más terrible de entre las madres? ¡Y la pequeña ni siquiera se da cuenta! Sigue agarrada a esa progenitora horrible, no la suelta, no la deja ir.
Hasta que Anna dice basta. Se le están cayendo las plumas y ya no puede más. Coge las manitas de Valentina, le abre los dedos que la agarran y deshace el abrazo que hace ya tiempo que la ahoga. Se separa unos metros de ella y la cría llora desconsolada. Anna también, pero sigue alejándose de su hija para extender sus alas como nunca. Entonces coge carrerilla y corre. Corre, corre, corre… Y vuela.
Los pies de Anna se separan del suelo. Los pulmones llenos. El viento en la cara.
Valentina llora abajo, desde tierra. Anna oye su llanto… hasta que deja de hacerlo. La niña ya no llora, solo observa. Mira a su madre volar. La ve haciendo filigranas por el cielo. La ve vivir. Le encanta el color cobrizo de sus plumas. Es entonces cuando Valentina despliega sus alas. Son pequeñas y todavía de un color por definir, pero las extiende tanto como puede y coge carrerilla. Corre, corre, corre… Y vuela.
Quién iba a pensarlo.
[Idea original en colaboración con Maria Codina]
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.