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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Impunidad o indefensión en la UB

Nada ha resuelto todavía con claridad si aquí hay un caso de impunidad ante el acoso sexual o un caso de indefensión de un profesor ante una denuncia infundada

La fachada del edificio histórico de la Universidad de Barcelona, en una imagen de archivo.
Jordi Gracia

La babosería tocona y manilarga de los profesores tirando a entrados en años y en carnes (se llama violencia sexual) es un clásico tan universitario como el nepotismo, el corporativismo y la endogamia del gremio: ha estado ahí desde el origen de los tiempos, bueno, desde el origen de los tiempos de hace un cuarto de hora, cuando las mujeres empezaron a pisar masivamente las aulas universitarias. Ayer y anteayer las relaciones de poder tóxicas y el mercadeo por vía genital han existido en la universidad, casi siempre por debajo del radar oficial, en el runrun de las comidillas de claustro y pasillos, casi siempre sin dar el salto fuera de la bardas de la rumorología. Ponerse de perfil ante lo que han sido prácticas comunes de acoso, de asedio sexual, de intimidación y hasta de agresión ha sido una de las culpas colectivas que la nueva sensibilidad social hacia la igualdad de género ha frenado no en seco, pero sí al menos en parte.

Con la información disponible hoy a propósito del profesor apartado de la docencia desde hace 20 meses en la UB, lo que sabemos más fiablemente es que dos instancias judiciales han desestimado las denuncias que interpuso una antigua alumna del profesor, y al menos una vez los Mossos d’Esquadra decidieron abrieron vía penal para luego cerrarla porque concluyeron que “no había delito” aunque trasladaron igualmente el caso a los tribunales. Frente a estos hechos, subsiste la denuncia de la estudiante ante la UB, que hace unas semanas hizo pública una carta en redes en la que volvía a reproducir las gravísimas acusaciones que la justicia descartó contra el profesor, llamándolo literalmente “violador”.

Si la denuncia de la estudiante tiene la categoría de violación, como ella sostiene, resulta verdaderamente desproporcionada la sanción al profesor de 18 meses de suspensión de empleo y sueldo, pero es desproporcionada por baja e inane. La investigación de la UB ha concluido que no hubo acoso sexual ni violación pero sí “aprovechamiento de la posición” del profesor para obtener favores sexuales, que él niega categóricamente (y la Audiencia aseguró que fueron consentidos). La distancia que va de una violación (que no admiten ni jueces, ni Mossos ni la UB) a un aprovechamiento de posición es pavorosa. ¿No es extraño? Las cartas de apoyo a la denunciante contra él contienen argumentos como enseñar en clase Lolita, tocar en el hombro a una alumna o reprobar alguna intervención. Todo eso está también muy lejos de la denuncia en redes de la estudiante, colgada el 24 de febrero de este año, donde asegura que el profesor la encerró en el despacho tres veces y tres veces la forzó a mantener relaciones: “violador”. ¿No hay ahí una disparidad exagerada entre la denunciante hace dos meses y la resolución final de la UB? ¿Qué está fallando aquí para que una denuncia de acoso sexual sea descartada por dos instancias judiciales y la policía, y también por la UB?

Lo que es seguro es que este proceso que empezó por una acusación de acoso sexual (y que ella calificó de violación este febrero) y ha acabado, de momento, en condena por aprovechamiento de posición para obtener favores sexuales (que él niega) lamina a fondo la credibilidad y la confianza en la capacidad de investigar otros casos de mujeres, y son muchas, que han vivido y viven cualquier forma de acoso o agresión sexual. Nada ha resuelto todavía con claridad si aquí hay un caso de impunidad ante el acoso sexual por la incapacidad o los fallos o las carencias de jueces, policía y rectorado o un caso de indefensión de un profesor ante una denuncia infundada. Puede que exista entre jueces, policías y rectorado una miopía profunda para detectar embusteros, pero lo que es seguro es que alguien miente.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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