Cuando se abran las puertas
Pienso que la humanidad librará, como efecto de esta experiencia, una nueva disputa consigo misma, por uno de sus rasgos genuinos: la atracción y rechazo del próximo, la necesidad y el recelo del otro


Primero. Manual Vilas habla de “este raro sentimiento que oscila entre la Navidad y el fin del Mundo”. No sé describir mejor el desasosiego que tan pronto me lleva a hurgar en los clásicos en busca de experiencia como a cronometrar la secuencia de paso de los coches por delante de casa o andar de modo compulsivo, pasillo arriba, pasillo abajo, mientras hablo por teléfono. Las horas pasan al ritmo de los altibajos emocionales porque cuando crees haber encontrado la comodidad en el confinamiento reaparece impertinente la angustia que, en el fondo, lo sostiene: el miedo a acabar en la UCI en un alejamiento agravado.
Tengo la sensación que la humanidad librará, como efecto de esta experiencia, una nueva disputa consigo misma, por uno de sus rasgos genuinos: la atracción y rechazo del próximo, la necesidad y el recelo del otro. Si algo duele profundamente en el enclaustramiento es precisamente no poder encontrarte con la gente próxima. Y la pantalla no es intermediario suficiente. Mirarse, conversar, tocarse, no tienen margen virtual, la plenitud emocional sólo se alcanza en directo.
La libertad de circulación en busca de sí mismo y de los demás es la más elemental de las libertades. Y espero que corramos a recuperarla cuando se vuelvan a abrir las casas. La puerta abierta como símbolo de la hospitalidad y del reconocimiento del otro, que antaño el ciprés simbolizaba en el campo. Estar juntos es la última línea de defensa ante la sociedad de los datos, en que el Estado ejerce la soberanía de modo individualizado, a partir el control telemático de las personas.
Segundo. Alexandre Labruffe, autor de “Crónicas de una estación de servicio”, llegó a principios de otoño a Wuhan, como agregado cultural francés, confiado en encontrar las musas para escribir una narración distópica. Lo cuenta ahora en un relato, que empieza con una sorpresa: el descubrimiento del cielo diez días después de su llegada. De pronto en la calle, la gente miraba hacia lo alto. Unos rayos de sol se habían colado entre las densas nubes de la polución. Labruffe describe así a Wuhan: “Una ciudad en perpetua mutación, que no parece tener forma precisa, dónde no se cesa de destruir para reconstruir, todo en medio de una orgía de neones y de dióxido de carbono”. En ella la digitalización del ser es absoluta. La trazabilidad asegurada. Para Labrouffe, China es la utopía realizada de la revolución neoliberal “dónde, finalmente, la única libertad es la de consumir”. Moraleja: la Covid-19 “es la globalización que muerde a la vida”. Ahora que ya sabemos que el poder de GAFAM puede cambiar nuestra existencia, pero no parar un virus o protegernos de su ataque.
Tercero. ¿Qué podrá más: la sombra del miedo, las cicatrices heredadas de la abrumadora sensación de vulnerabilidad súbitamente vivida o el reencuentro con nosotros mismos a partir de la recuperación de la vida común? Hemos visto como un mundo aparentemente nuevo se sostenía sobre una hiperaceleración de la eterna dialéctica del interés y la fuerza. Se habla de civilización y progreso como forma de dar sentido al vértigo. Pero la concentración de enormes poderes tanto en el espacio privado como en ciertos dominios públicos ha vuelto a desbordar los límites de lo razonable, como ya ocurrió en el siglo pasado, cuando, en la República de Weimar, el acelerado fin de unas certezas abrió el paso a lo peor. El velo ha caído, las miserias de la globalización han quedado al desnudo.
Los Estados han exhibido autoridad y capacidad de encuadrar a la gente cuando se siente amenazada, pero no podemos confiárselo todo. El regreso a la soberanía de fronteras —con miles de kilómetros de muros construidos desde que cayó el de Berlín— es otra cortina al futuro, pura melancolía. Como dice Eva Illouz: “Si sólo los Estados pueden gestionar una crisis de esta amplitud, ellos no serán suficientemente fuertes para sacarnos solos de esta crisis”. Illouz apela a las empresas, que deberán “contribuir a mantener unos bienes públicos, de los que tanto se han beneficiado”. Sería un punto de partida para la gran transformación, para acabar con el delirio nihilista (la mal llamada revolución neoliberal) que nos ha llevado hasta aquí. Pero no basta, se necesita que la ciudadanía recupere la palabra. Que el reencuentro sirva para preguntarnos qué debe ser la vida buena. Y recuperar así la condición de ciudadano hoy reducido a carne de big data.
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