12 horas trepidantes: el principio del fin del franquismo
Las horas posteriores a la muerte del dictador se activó el operativo diseñado por el servicio de inteligencia y, como estaba establecido, las instituciones iniciaron el proceso de sucesión de la jefatura del Estado según la legislación del régimen


Mientras agoniza en la sala de recuperación del Hospital La Paz, la Casa Civil y Militar de Su Excelencia da a conocer el último boletín informativo del día. Son las 23.30 del miércoles 19 de noviembre de 1975. “El estado del Caudillo continúa evolucionando desfavorablemente”. El general Francisco Franco tiene 82 años y ha gobernado dictatorialmente toda España desde 1939. La Casa Civil, que le servía de gabinete y apoyo cotidiano, se había creado en plena guerra, y la Casa Militar pocos meses después del final de su victoria contrarrevolucionaria con la que nació una España sin paz de vencedores y vencidos. Ahora ya no hay esperanza. No hay imágenes públicas suyas desde la manifestación del 1 de octubre. Han pasado 45 días del último acto público en el que participó. Lleva ingresado desde el 7 de noviembre. Como mínimo, desde el 10, los gobiernos civiles ya reciben información sobre cómo serán los funerales en provincias. Se han sucedido las operaciones. Es cuestión de horas.
A las dos de la madrugada del jueves día 20, en la primera planta del hospital, relevo de la guardia personal de Franco mientras los periodistas siguen esperando el fin de la historia en el recibidor. El doctor Vital Aza, que es el miembro del equipo que está de guardia, mira el monitor del electrocardiógrafo. El corazón va dejando de latir hasta que al cabo de pocos minutos se para. De nada sirve el masaje cardiaco y a las 3.40 el equipo médico sale de la UVI. Sobre las 4.15, coches de autoridades aparcan en la zona de urgencias desde donde se puede acceder a la primera planta sin pasar por el vestíbulo. Los teléfonos de gobernantes y militares suenan por todo el país. Al descolgar, la mayoría solo escucha una palabra: “Ya”.

El Príncipe, 37 años, es informado a las 4.20. Juan Carlos recibe la llamada del general Juan Castañón de Mena, que había sido jefe de la Casa Militar. Le pregunta a qué hora le esperan. A las 8.30. El Príncipe pide a sus asistentes que le levanten a las 7.30. Y vuelve a dormir, según cuenta en sus memorias.
Diez minutos después llega al hospital Ernesto Sánchez Galiano, el Primer Jefe de la Casa Militar, acompañado de su segundo, José Ramón Gavilán y Ponce de León. Al periodista Mariano González, que ve los faros iluminados de los coches que llegan al hospital, tanto movimiento le extraña. Reconoce el Dodge Dart de Fernando Fuertes de Villavicencio, jefe de la Casa Civil. Se dirige al camión habilitado por Telefónica, llama a la sede de Europa Press y pide que realicen las consultas oportunas. Marcelino Martín, redactor de guardia de la agencia, tiene el número de las fuentes de confianza: el sobrino Nicolás Franco y un contacto en el Servicio Central de Documentación, que no desmienten.
No será el ministro de Información, León Herrera, quien dé la primicia, como estaba previsto, después de que el ministro de Justicia, José María Sánchez-Ventura, lo hubiese registrado actuando como Notario Mayor del Reino. El director de Europa Press da el visto bueno. A las 4.58 se manda el teletipo. “franco ha muerto franco ha muerto franco ha muerto”. Tres palabras repetidas tres veces que entierran una época. Nadie duda de que se van a vivir horas trascendentales, pero todo está previsto para que la Historia no se descontrole: se ha activado la Operación Lucero.

Esta operación había empezado a diseñarse a principios de 1974 a petición del presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro —el Carnicerito de Málaga, 66 años—. Los espías del Servicio Central de Documentación (SECED) acabaron un primer redactado confidencial que, en mayo, recibieron el propio Arias, el jefe del Alto Estado Mayor y el Príncipe. Los objetivos eran fundamentalmente dos: el control del orden público y de la actividad que pudiese desplegar la oposición, por una parte, y, por otra, la organización del duelo oficial y el entierro. Allí se había decidido, entre otros mil detalles, que pasase un tiempo estratégico entre la muerte y la comunicación oficial. En el certificado de defunción consta que Franco murió a las 5 horas y 25 minutos.
Durante ese lapso de tiempo un equipo de médicos forenses empieza a embalsamar el cuerpo. La misión se les comunicó hace un mes. Desde entonces uno de los implicados guardó dos maletas en su coche con el equipamiento necesario. No lo sacó del garaje ni un solo día hasta esa madrugada. Tras la defunción, los recogen para llevarlos a La Paz. Ya en la habitación, con Franco de cuerpo presente y cubierto únicamente con una sábana, valoran donde pinchar al cadáver. Durante unas dos horas van inyectando los líquidos para la conservación del cuerpo, que empieza a endurecerse. Así podrá exponerse en la capilla ardiente. Antes de las 5.30, el cardiólogo Cristóbal Martínez-Bordiú —yerno de Franco, ideólogo de la agonía— se marcha agotado del hospital en un Seat 1500 negro en dirección al Palacio de El Pardo. Él es el encargado de comunicar a Carmen Polo que su esposo ha fallecido.

Minutos antes, el presidente del Gobierno llega a La Paz. Al morir el Jefe del Estado, Arias no tiene la obligación legal de dimitir, pero lo más probable es que dimita (según circula entre los mentideros de la capital). Los políticos más aperturistas del sistema creen que ha llegado su momento. Manuel Fraga, que ha llegado desde Londres, y José María de Areilza van a reunirse esta noche en el despacho de Pío Cabanillas. Otros se acercan al Príncipe una vez más para darle listas de futuros miembros del primer gobierno de la Monarquía. Los tecnócratas también conspiran con la Operación Lolita. A Juan Carlos le gustaría Torcuato Fernández-Miranda, su preceptor. Pero muy pocos saben que Arias esconde un as en la manga. Hace pocos días, indignado porque Juan Carlos se había reunido con los ministros militares sin consultárselo, el presidente del Gobierno le presentó la dimisión al Príncipe y Juan Carlos, desolado, le imploró que continuase. Arias salió reforzado de aquel episodio.
En el hospital, cumpliendo con lo previsto, Gavilán entrega un sobre a Arias Navarro. Ha estado guardado en una caja fuerte del Palacio de El Pardo durante un mes. Dentro está el texto con el que Franco quiere despedirse de los españoles. Hay versiones complementarias sobre la autoría del primer redactado, la más reciente es que el primer borrador lo escribió un arquitecto vinculado a una asociación política del régimen, pero lo seguro es que a mediados de octubre el dictador revisó un texto manuscrito junto a su hija cuando ya sufría una fase avanzada de la enfermedad. Carmen Franco lo mecanografió y, desobedeciendo lo que le pidió su padre, conservó el autógrafo donde también se pueden leer palabras escritas por ella para aclarar el sentido de algunas escritas por su padre que no se entendían. Arias se quedó con lo que se conocería como el testamento de Franco y las leería en el discurso que a las 10 de la mañana se va a emitir por televisión. “Españoles, Franco ha muerto”. Antes, a las 6.12, el ministro de Información da oficialmente la noticia a través de Radio Nacional. Desde ese momento, cada 15 minutos, soldados de artillería disparan salvas de honor por toda España.

Sobre las 7 de la mañana, al tiempo que el coche fúnebre aparca en el hospital, el teléfono del escultor Santiago de Santiago suena de manera insistente. Fuertes de Villavicencio le pide que se traslade urgentemente a La Paz. Llega a la habitación a las 8.15 para moldear el busto de Franco y también sus manos. El muerto está embalsamado, pero no amortajado. Su cuerpo lo cubre solo una sábana. Con gasa delimita el espacio de la máscara, da una capa de aislante a la cara, después echa pasta de escayola. Cinco minutos para fraguar el molde, algo más para retirar la mascarilla. Pero se le resisten las manos del muerto. Acaba la mano derecha, pero después de dos horas no hay más tiempo para completar la izquierda. Franco debe ser amortajado con el uniforme de gala de capitán general. Las fotografías que De Santiago tomó en la habitación nunca vieron la luz: se las robarán en un hotel de México al cabo de pocos meses.
Cuando el escultor se va del hospital, la mecánica institucional para la sucesión en la jefatura del Estado ya se ha activado en el Palacio de las Cortes. Antes de las 9 de la mañana se constituye un organismo de vida efímera —el Consejo de Regencia— con una función esencial: convocar a los integrantes del Consejo del Reino y a los procuradores a una sesión extraordinaria en las Cortes para recibir el juramento en virtud del cual se restauraría la Corona para que, de nuevo, tras la interrupción republicana de 1931, un Rey fuese el nuevo Jefe del Estado. En el juramento, según lo establecido, el Rey deberá “jurar las Leyes Fundamentales así como la lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”. Será el sábado día 22 a las 12.30. En el telegrama se indica la vestimenta protocolaria: “Traje de esta ceremonia con corbata negra. Los militares podrán asistir con uniforme de diario sin condecoraciones”. Camisas azules, mejor no.

El futuro inmediato de España parece secuestrado por la gerontocracia de la dictadura que no quiere contemplar la democracia en el horizonte. Pronto la mayoría de ellos serán figuras de cera que acumularán polvo en los almacenes donde se guarda el pasado olvidable de un país. Pero todavía no. Franco ha muerto y, para ellos, el régimen debería continuar según lo establecido. Su objetivo es conseguir que la sociedad española esté en hibernación cívica. Y la movilización en la calle, que será intensísima durante los meses siguientes, lo impedirá. Pero aún no.
El ángel de la historia, que siempre corre perseguido por la barbarie, intenta ser domado por el legalismo. Las instituciones funcionan con códigos preliberales y la prioridad es la aplicación de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado que se aprobó en 1947. En dicha Ley se establecía quién integraría el Consejo de Regencia llegado el momento: el prelado de mayor jerarquía y antigüedad —es el procurador y arzobispo de Zaragoza Pedro Cantero—, el capitán general en activo con mayor antigüedad —Ángel Salas Larrazábal— y el presidente de las Cortes —Alejandro Rodríguez de Valcárcel, cuyo mandato de cinco años caducaba al cabo de seis días.
Rodríguez de Valcárcel, pieza clave en esas horas, presidía otro organismo corporativo que iba a desempeñar un papel fundamental en el arranque de la Transición: el Consejo del Reino. Diseñado también en aquella ley de 1947, su cometido era asesorar al Jefe del Estado en la toma de decisiones. De allí saldrá, 10 días después y con dificultades, el nombre de Torcuato Fernández-Miranda para presidir las Cortes. De allí saldrá, al cabo de algo más de medio año, cuando Arias y Fraga fracasen sin paliativos, el de Adolfo Suárez para presidir el Gobierno.

A las 9.50 del 20 de noviembre la mayoría del personal de las Cortes se congrega en una sala amplia del Palacio, donde se ha colocado un televisor. Alguien aprieta el botón para encenderla y aparece la carta de ajuste hasta que en blanco y negro se anuncia la intervención de Arias Navarro. “¡Arriba España!, ¡viva España!”. Solloza, dobla los papeles del mensaje de Franco, los guarda en un sobre y se lo coloca en un bolsillo interior del traje. Nunca más se supo de ese documento.
Hay tristeza en el Congreso, pero el grupo de electricistas y carpinteros retoma su trabajo. No tienen mucho tiempo para rediseñar el Hemiciclo. En el lugar de la tribuna de oradores y la Mesa debe habilitarse el faldistorio, la mesa de la jura y el espacio que ocupará el consejo de regencia y la Familia Real. En el centro se colocarán dos sillones de Patrimonio Nacional para Juan Carlos y Sofía. También una mesilla para los dos objetos simbólicos conservados hasta la tarde del viernes en el Palacio de Oriente: la corona, encargada por Carlos III, y el cetro de plata. El ejemplar de los Evangelios sobre el que jurará Juan Carlos pertenece a las Cortes: está fechado en 1829 y sobre él juraron la Regente doña María Cristina, Alfonso XIII y hace seis años el propio Juan Carlos cuando fue designado por Franco como su sucesor.
Cuando el Consejo de Ministros acaba su reunión, que dura de 10.25 a 11.20 y en la que se aprueban diversos decretos ley (incluido el que nombra capitán general de los Ejércitos al Príncipe), Arias Navarro se dirige al Palacio de El Pardo. Llega a las 11.36. Al cabo de dos minutos llega Franco. El féretro de color caoba ha salido a hombros de seis enfermeros del hospital precedidos por jefes y oficiales de la Casa Civil y Militar. Se coloca en un Dodge Dart con el techo acristalado y matrícula M-802246. Lo conduce Juan Luis, el chófer de Franco, que es brigada del regimiento de su guardia personal. La comitiva fúnebre la abre una escolta motorizada y la integran 15 vehículos, el del cadáver es el quinto. A las 11.38, tras haberse dirigido primero a la carretera de Burgos y después a la que conduce a El Pardo, el cuerpo llega al palacio donde el dictador ha vivido desde 1940 y que ha sido la residencia oficial del Jefe del Estado. En la puerta lo recibe con honores la guardia de Su Excelencia.
En la antecámara del despacho de Franco, el ministro de Justicia, al que rodean las principales autoridades del país, recibe al doctor Vicente Pozuelo, que le entrega el parte facultativo de la muerte. El ministro, que actúa como Notario Mayor del Reino, se dirige después a la cámara mortuoria. Mira el féretro abierto, contempla a Franco, se ve el abismo entre el purgatorio y la sociedad. Sánchez-Ventura lee el acta notarial, se firman cuatro copias, la primera es para el Príncipe. Se le entrega a las 12.15 con una diligencia que Juan Carlos firma.
Los asistentes a la primera misa corpore insepulto han ido llegando a la capilla real de El Pardo. El féretro está colocado sobre un tapiz junto al sable, las condecoraciones y otros atributos de la Jefatura del Estado. La ceremonia es para la familia, autoridades civiles y militares y los príncipes, que a primera hora ya se habían acercado al palacio para dar el pésame a Carmen Polo. Al exministro Gonzalo Fernández de la Mora, que se presenta con su mujer, no le dejan pasar. El funeral lo oficia el obispo Vicente Enrique y Tarancón, 68 años, presidente de la Conferencia Episcopal, que había sido reelegido en marzo para ejercer ese cargo. “No esperéis de mis palabras ni un juicio histórico ni tampoco un elogio fúnebre”.
A Arias le disgusta que Tarancón oficie aquella misa porque las tensiones entre esa Iglesia renacida tras el Concilio y el Estado ya eran crónicas. “Creo que nadie dudará en reconocer aquí conmigo la absoluta entrega, la obsesión diría incluso, con la que Franco se entregó a trabajar por España”. Hacía las 13.35 termina el primer acto religioso. Ni Arias ni la familia de Franco estrechan la mano a Tarancón tras la eucaristía. En el mensaje que traslada a los feligreses de Madrid y de toda España, usa el lenguaje reconciliador del tiempo nuevo. “La desaparición de nuestro Jefe de Estado nos apremia a la más clara afirmación de los lazos que deben unirnos a todos los españoles para superar, sobre todo en estas horas, cualquier causa de discrepancia entre hermanos en pos de formas de armoniosa, libre y respetuosa convivencia”.

La estampa ha sido tétrica. Tras la misa, los príncipes se desplazan al Palacio de la Zarzuela. Juan Carlos debe revisar la agenda del viernes, se desplazará en varias ocasiones al aeropuerto para recibir a personalidades de todo el mundo que asistirán el sábado a su proclamación como Rey y al entierro. Revisa en voz alta el discurso que la Corona dirigirá a la nación y que leerá una vez haya sido proclamado Juan Carlos I. Las versiones sucesivas las ha ido actualizando el diplomático Joaquín Puig de la Bellacasa, su secretario. Debe ser lo suficientemente ambiguo para que no incomode demasiado a los unos y a los otros. La clave es una frase que deja el futuro abierto: “Hoy comienza una nueva etapa en la historia de España”. La vieja empieza definitivamente a desaparecer a las 8 de la mañana del viernes, cuando se abre la capilla ardiente en el Salón de Columnas del Palacio Real y decenas de miles de españoles se despiden del dictador. Es el principio del fin.
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