La Brigada de la hormiga: de cabeza a los peores incendios de Galicia
El grupo 1 de bomberos forestales de Laza, con base en el extremo occidental de Ourense, ha estado en todas en esta oleada de llamas: desde proteger a niños evacuados de campamentos a atacar el fuego de frente


El pasado martes 12, tras nueve días de ola de calor y con varios incendios cabalgando a sus anchas por los montes de León y Ourense, los miembros de la 1 Brigada de Bomberos Forestales de Laza (Ourense), del Ministerio para la Transición Ecológica, recibieron una orden concreta. Debían de olvidarse de todo y acudir a la estación de esquí de Manzaneda, en el Macizo Central. Unos 150 niños y un puñado de monitores de un campamento de verano a los que el fuego les había sorprendido iban a tener que pasar la noche allí. El incendio de Chandresa de Queixa, ingobernable por entonces, enviaba hacia ese lugar una lengua de fuego lo suficientemente rápida y violenta como para desaconsejar el traslado en autobús de los niños. Era más peligroso moverse que quedarse. Mejor esperar dentro de las instalaciones el embate del frente de la llama que salir a campo abierto tratando de huir. La misión de la 1 Brigada de Laza, que tiene como símbolo una hormiga, junto a los miembros de la UME y otros dispositivos de emergencias de la Xunta, concentrados en Manzaneda, era proteger a toda costa a los niños. “Nosotros llegamos cuando las carreteras y las pistas estaban a punto de cerrarse por el fuego”, recuerda Cristóbal Medeiros, bombero forestal desde hace más de 20 años y miembro de la brigada. Se desplegaron en torno a los edificios, desbrozaron los alrededores, cortaron los árboles y arbustos que rodeaban los edificios, dispusieron las mangueras y esperaron como un batallón atrincherado espera el ataque del ejército enemigo. El incendio, brutal, de esos que los expertos, con poca esperanza, denominan de “imposible extinción”, lanzaba desde muchos metros antes viento caliente, pavesas, ramas incandescentes, humo y oleadas de calor. Sobrepasó por los flancos la estación de esquí, sin dañarla, pero achicharrando todo a su alrededor y siguió avanzando imparable ladera abajo, abrasando el monte. Medeiros se encoge de hombros: “Tal vez, si no hubiéramos tenido que proteger la estación con los niños, habríamos podido detener el incendio, ¡quién sabe! Pero lo primero era lo primero”.
Las Brigadas de Refuerzo de Incendios Forestales (BRIF) constituyen una suerte de cuerpo de élite de los bomberos encargados de luchar contra el fuego en el monte. Cobran aproximadamente 1.250 euros al mes en invierno y 1.500 en verano, con 16 pagas, están contratados todo el año y saben lo que hacen y lo que tienen que hacer cuando llegan a una montaña que arde por todos lados gracias a la formación, la experiencia y el entrenamiento. Por lo general, se desplazan en helicóptero y así son capaces de alcanzar lugares estratégicos e inaccesibles a pie o en coche. Esto también acarrea su peligro, ya que llegan donde nadie más puede llegar y muchas veces están solos. La base de Laza, a 70 kilómetros al sureste de Ourense y a 20 de Verín, enclavada en el epicentro de la oleada de incendios que arrasa Galicia, acoge tres brigadas, cada una compuesta de 19 hombres. Todos con el distintivo de la hormiga en el uniforme. Un animal pequeño capaz de hacer una labor gigante que trabaja en equipo.
La Brigada 1, la de Cristóbal Medeiros, como las otras, ha participado en casi todos los grandes incendios de estos días. Llevan 15 días sin parar: han defendido pueblos, han tenido que retirarse varias veces sobrepasados por la fuerza del fuego, han tratado de encauzar varios frentes de llamas para que sean menos destructivos y, solo desde el miércoles, cuando la temperatura bajó, han empezado a controlar la catástrofe. En los días libres (trabajan seis y libran tres) han tenido que acudir a sus propios pueblos, todos enclavados en la zona, la inmensa mayoría afectados por los incendios, para, convertidos en un vecino más, ayudar a impedir que las llamas asaltaran las casas, las calles o las huertas.








La mayoría se conocen desde hace tiempo. En la cuadrilla de Cristóbal está su hermano Esteban y varios compañeros de colegio. Es un trabajo vocacional. Les gusta lo que hacen. David Ruiz, de 31 años, con más de 10 años de experiencia de lucha contra el fuego, conserva una foto que se hizo de niño, con poco más de nueve, tratando de apagar un fuego en su casa con una pala. Desde entonces quiso ser lo que es. Jonatan Coello, el más joven, con 25 años, también afirma estar donde quiere estar. Es de la zona. Como Marcos Ruido, de 29, que vive en Xinzo de Limia, una localidad situada a 30 kilómetros de Laza. A la pregunta de si el incendio llegó a Xinzo, Marcos responde con una sonrisa: “¿Y dónde no estuvo?”. Tiene una pequeña quemadura en la nariz: la braga que le protege el rostro se le movió dejándola al descubierto unos segundos mientras peleaba contra un fuego. No es grave. Tampoco las quemaduras en las manos que muestran otros miembros del equipo. El jefe de la brigada, que prefiere no dar el nombre, tiene esa obsesión: que nadie resulte herido de gravedad, que todos vuelvan a la base al final de la jornada, que puede ser a las cinco de la madrugada, sanos y salvos. “Cuando 18 personas dependen de ti, te lo piensas antes de mandarles a meterse en según qué sitios o en según qué incendios”.
Ni el jefe, ni David Ruiz ni Marcos Ruido ni ningún otro miembro de esta brigada experimentada había visto incendios como los que han tenido que enfrentar estos días. “Son fuegos que parecen tener inteligencia, son tan potentes que crean su propio viento, con lo que cambian bruscamente de dirección, que no entienden de carreteras o de ríos, y se las saltan: las barreras de antes ya no sirven”, comenta Ruido. Les ocurrió en la localidad de Retorta, en el incendio de Ombría. Les enviaron allí para, junto con voluntarios, cuadrillas de bomberos de la Xunta y miembros de la UME, tratar de detener el avance de un frente de llamas que volaba por encima de las copas de los árboles, bajando a toda velocidad hacia el pueblo, situado en un valle al lado de un río.
Normalmente un incendio sube una montaña con velocidad, pero la baja más despacio, por razones de combustión. En Retorta el fuego bajaba desatado. Pero lograron detenerlo metros antes de que alcanzara las primeras casas. De pronto, una pavesa o una piña encendida salió despedida por encima de las casas, del valle y del río y fue a estrellarse a casi medio kilómetro de distancia al otro lado, en la ladera de enfrente, donde prendió en un pinar y desató un nuevo incendio. El pinar se convirtió en un volcán en poco tiempo. “Eso no lo había visto yo nunca”, coincide Medeiros. No hubo más remedio que contemplar impotentes cómo las llamas devoraban en cuestión de minutos la otra parte del monte. El pueblo quedó a salvo pero rodeado de montañas carbonizadas salpicadas de troncos esqueléticos ennegrecidos: un paisaje más cercano a Marte que a Galicia. Rubén Orgueira, de 36 años, jefe de cuadrilla de la brigada, experimentado y tranquilo, advierte: “Esto es solo el principio. Los fuegos que hemos visto este año son el futuro. Llegarán más”. Hace unos años, en 2015, Cristóbal Medeiros avisó en una entrevista: “Veremos pueblos arder”. Tenía razón.
Las causas son conocidas: una primavera particularmente lluviosa hizo crecer la vegetación. Un verano completamente seco y extremadamente caluroso, con temperaturas de récord y una ola de calor ininterrumpida de 15 días han terminado de convertir esa vegetación hipertrofiada en un mar de gasolina. ¿Debería haber estado más limpia la montaña? Los bomberos de la 1 Brigada de la Hormiga asienten. Eso está claro. Pero luego matizan: “No se puede desbrozar todo Ourense”, advierte Marcos Ruido. Después, conocedores a la vez de su trabajo y de su tierra, apuntan a que el problema es más complejo, más estructural. Lo explica Cristóbal Medeiros: “Mis padres vivían en un pueblo de unas 60 familias, allí crecí yo. Y el que no tenía una huerta tenía vacas, y el que no unas vides, y el que no, sembraba patatas, pero el campo estaba utilizado, el monte no llegaba a las casas. Y el campo cultivado no arde. O arde mucho menos. Yo ya no vivo en esa aldea, sino en Verín (13.000 habitantes) porque quería que mis dos hijos tuvieran un pediatra. Así que la aldea de mis padres se quedó más sola. De hecho, yo tuve que ir en mis días libres junto con mi hermano y mi hijo a impedir que el incendio alcanzase esa casa. Cuando mis padres falten, pues la casa se quedará más sola, más abandonada. Y con el tiempo, mis hijos no querrán vivir en Verín, sino en Madrid o en Barcelona, o en la costa, y el propio Verín se quedará más solo y abandonado. Y el monte se habrá hecho con todo”.




El miércoles pasado, la 1 Brigada de Laza recibió otra orden concreta. Atajar la cabeza del incendio de A Mezquita, cerca de la localidad de Pentes, en una carretera comarcal, para impedir que saltara. Llegaron, aplicaron las mangueras, recibieron la ayuda de varias avionetas que soltaron miles de litros de agua en varios viajes en medio de un ruido de mil demonios. Una excavadora abrió un cortafuegos lateral para arrinconar las llamas. Y en unas pocas horas lo lograron. El jefe de la Brigada comentó que unos días atrás no lo habrían hecho: “La bajada de la temperatura por la noche hace que las plantas estén más hidratadas. Eso es clave. Si la ola de calor hubiera continuado, este mismo fuego habría saltado la carretera, no habríamos sido capaces de contenerlo y habría llegado a la frontera de Portugal, que está a unos 10 kilómetros. Hoy ha sido fácil. Días atrás lo único que podíamos hacer era correr detrás del fuego, importunarle, o por los lados, para debilitarlo, pero nunca de frente, como hemos hecho esta tarde”. Después se quita el casco y mira el cielo: “Tiene que llover. Solo estaremos tranquilos del todo cuando llueva. Ese día nos iremos de cena todo el equipo”. Cuando los bomberos se van se acercan a la carretera en un tractor tres vecinos de Pentes, que preguntan a un agente forestal si su pueblo está ya seguro. La respuesta les tranquiliza y se van.
El viernes pasado, en Retorta, un vecino mostraba la parte trasera de su casa y señalaba el lugar en el que, días atrás, estuvieron trabajando los miembros de la brigada, el lugar al que llegaron las llamas, a escasos metros de las paredes. Luego, miró para otro lado y exclamó: “¡Coño!, ¡Lume!”. Es cierto. Un rescoldo se ha avivado con el viento de la tarde y la llama ha prendido en un arbolito cercano. Al grito acudieron varios vecinos más. Armados con una manguera, mataron el fuego antes de que creciera. Después, hartos, cansados de vigilar, comentaron: “Las raíces todavía arden. Por eso ocurre eso. El otro día, de noche, un hombre de un pueblo cercano que pasaba por la carretera en coche vio otro fuego pequeño que arrancaba y nos avisó por teléfono. Esto es un no parar. No respiraremos tranquilos hasta que llueva”. Ha dicho lo mismo que el jefe de la brigada que los protegió hace días.
Las previsiones adelantaban que iba a llover en esta zona de Ourense este domingo. Pero al final la lluvia no llegará, de verdad, hasta el miércoles o el jueves de la semana que viene. Será entonces cuando el vecino de Retorta —y todos los hombres y mujeres de este rincón de Galicia— puedan dormir tranquilamente en más de veinte días. Será entonces también cuando los miembros de la 1 Brigada de la hormiga se irán a cenar para celebrar que el infierno de este año ya es historia y prepararse para el infierno del año que viene.

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