¿Dónde termina el lobby y empieza el tráfico de influencias?
El ‘caso Montoro’ expone la opacidad y falta de regulación con la que operan los grupos de presión o interés en España


Ulysses S. Grant, presidente de Estados Unidos entre 1869 y 1877, solía tomar brandy en el bar del lobby (vestíbulo) del hotel Willard de Washington y aquellos que querían transmitirle mensajes o convencerle de algo sabían que debían pasarse por allí para conseguir su atención. Y de esta anécdota, tal y como se ha contado frecuentemente, surgió el uso de la palabra lobista para referirse a esas personas que se dedican a influir en las legislaciones y decisiones políticas en favor de determinadas empresas, colectivos y organizaciones.
En realidad, no es así. La palabra procede de los vestíbulos de las Cámaras del Parlamento británico, plagado como siempre de periodistas y representantes de esos grupos de interés, y el oficio es tan viejo como el arte de la política. Siempre rodeado de mitos ―como el del hotel Willard― y de ―todavía― oscurantismo, hacer lobby ―es decir, defender un argumentario ante los cargos públicos― es legal y, en principio, conveniente para que la acción pública proteja el interés general.
El problema estriba cuando, más que advertir de problemas o alimentar el debate público, un tipo que tiene buena mano con determinado político logra cambios regulatorios para beneficiar a una compañía concreta, sin demasiada justificación social. Especialmente, si el episodio incluye también algún intercambio de favores entre el cargo público y el agente privado. España es un terreno especialmente abonado para los abusos y los espacios resbaladizos, pues, a diferencia de Bruselas, Reino Unido o Estados Unidos, carece de una norma que regule la actividad y un registro público de las labores de estos grupos, pese al mandato europeo para que lo apruebe de una vez.
El llamado caso Montoro ha expuesto parte del problema. Un juez de Tarragona ha imputado al exministro de Hacienda Cristóbal Montoro y a otras 27 personas por presuntos delitos continuados de cohecho, fraude a la Administración pública y tráfico de influencias, entre otros. En líneas generales, el magistrado ha hallado indicios de que un despacho fundado por Montoro, llamado Equipo Económico, se valió presuntamente de su línea directa para influir en el ministerio ―entonces dirigido por este mismo― y lograr cambiar leyes y rebajas fiscales a medida a favor de determinadas empresas. Montoro vendió su participación en Equipo Económico en 2008, pero la Agencia Tributaria advierte de que lo hizo a un precio inferior al del mercado, lo cual alimenta las dudas del juez sobre su desvinculación real.
“El lobby es una actividad legítima y profesional cuando representa intereses ante los poderes públicos de forma ética, profesional y transparente, es un derecho que además aparece reflejado en el art 23 y 9.2 en la Constitución Española, el de la participación de los asuntos público”, señala Irene Matías, vicepresidenta de la Asociación de profesionales de las Relaciones Institucionales (ASPRI), que agrupa a unos 300 individuos y cerca de una treintena de empresas, entidades y consultoras de Asuntos Públicos y que reclama desde hace años una regulación sobre la materia. “La práctica deja de ser lobby profesional y se convierte en tráfico de influencias”, continúa, “cuando se usa una posición privilegiada para obtener beneficios indebidos”.
Esa falta de normativa trae aparejada también una indefinición del concepto de lobby en España. La palabra en sí encierra connotaciones negativas, a diferencia del mundo anglosajón. Suele traducirse por grupo de interés o grupo de presión y lo ejercen pequeñas firmas especializadas en estas gestiones, grandes consultoras dentro de sus divisiones de asuntos públicos (que incluye relaciones institucionales, etc), asociaciones empresariales o divisiones concretas dentro de cualquier empresa.
Alfonso Alonso, exministro y exdiputado del PP, preside la firma Acento, fundada por el exministro socialista José Blanco, que es consejero delegado. “Nosotros quisimos ser muy transparentes desde el principio, contar lo que hacemos y no actuar con secretismo. Nuestro trabajo es dar inteligencia y asesoramiento a las empresas [para defender sus posiciones], como han hecho desde siempre las patronales o las asociaciones”, señala Alonso. A su juicio, el conflicto surgido ahora en torno a Equipo Económico puede generar un debate positivo para el sector y acelerar una legislación.
LLYC, compañía de marketing y asuntos públicos fundada en España, hoy multinacional cotizada, también opera en el campo de los Asuntos Públicos. Este, recalca a través de una declaración escrita, “es una actividad profesional necesaria para el desarrollo de la actividad legislativa y la participación pública en cualquier Estado democrático”. Como la mayor parte de firmas, reclama una regulación “urgente”.
La presencia de expolíticos como consejeros externos o asesores en Asuntos Públicos es habitual y guarda lógica con su conocimiento de la Administración, aunque ahora ha levantado suspicacias. El exsecretario de Hacienda Miguel Ferre ha dejado su trabajo en Kreab tras ser imputado en el caso. Fuentes de Kreab defienden los “códigos éticos” por los que se rigen y su “metodología de trabajo”, que pone la transparencia en el centro. “Cualquier cosa sobre la que no se pueda ser transparente, no la hacemos”, inciden estas fuentes.
La transparencia es una manera de combatir las malas prácticas. En el registro de la Unión Europea uno puede ver todas las empresas y entidades españolas (y del resto de países) que han ejercido tareas de influencia, qué individuos están acreditados en el Congreso, con quién y cuándo se reúnen y sobre qué temas hablan. Lo mismo ocurre en Estados Unidos, donde uno puede ver qué entidades españolas han gastado sus dólares, por ejemplo, en la plataforma OpenSecrets.
Pero estas mismas firmas no operan igual en España, pues no se les obliga, a pesar de que Bruselas lleva años reclamándolo. El pasado enero el Gobierno aprobó un anteproyecto de ley de transparencia e integridad de las actividades de los grupos de interés para regular las relaciones entre los lobbies y los cargos públicos en la Administración General del Estado, y establecía la obligatoriedad del registro, entre otras medidas, pero el texto se encuentra encallado en el Congreso. Y en las Cámaras ―Congreso y Senado― la reforma del reglamento tampoco ha avanzado en su tramitación.
Sí está vigente desde 2020 un Código de Conducta que teóricamente obliga a los diputados a informar de sus contactos con representantes de los grupos de interés, la transparencia de su actividad, pero el parte de guerra deja mucho que desear. La Oficina de Conflicto de Intereses de las Cortes Generales, que vela por su cumplimiento, advirtió en un informe de 2024 que “rara vez” hacen públicos los encuentros. Aunque el texto no lo precisa, la medida afecta a cualquier reunión celebrada dentro o fuera de las Cámaras. Teóricamente, el año pasado solo 46 diputados y 64 senadores (no llega al 18% de los parlamentarios) publicaron sus reuniones al margen de los plenos.
Al canciller de hierro Otto von Bismarck se le atribuye la frase de que las leyes tienen una similitud con las salchichas: si los ciudadanos conocieran el procedimiento por el que se elaboran, les perderían el respeto o, incluso, les podrían causar náuseas. Lo cierto es que cuanto más se sepa, cuanta más luz y taquígrafos, mejor.
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