En cinco segundos se apagó España y ellos no: “Ni lo pensé. Tenía que hacer mi trabajo”
Un conductor de Metro, una neurocirujana, un funcionario de prisiones, una enfermera de neonatos y un controlador aéreo cuentan cómo se enfrentaron al colapso en situaciones de riesgo

En cinco segundos colapsó España. En ese instante del 28 de abril a las 12.32, se esfumaron —todavía no se sabe cómo— 15 gigavatios, el equivalente al 60% de la energía que se estaba consumiendo en todo el país. Eso repiten estos días las autoridades sin que la mayoría entienda aún la dimensión de la catástrofe. Y mientras todo eso pasaba, sucedieron también otras cosas extraordinarias. En cinco segundos un maquinista paró un tren tirando de freno neumático y se pararon también las máquinas que conectaban a la vida a un bebé prematuro que pesaba solo 700 gramos. Un controlador aéreo dejó de ver los aviones que sobrevolaban Andalucía; una neurocirujana operaba en calma una fractura cervical y un funcionario de prisiones entraba a ciegas en un módulo con 130 presos sin una cámara de vigilancia. Hubo quienes se quedaron encerrados horas en ascensores o trenes, pero también muchos que no tuvieron otra opción más que mantener la mente fría y hacer su trabajo. No tenían elección: de esa reacción primera dependía la vida de alguien más. En cinco segundos, todo se paró. Ellos no.
Félix Sanz, 52 años, maquinista del Metro de Madrid en la estación de Tribunal

Cuando Félix Sanz estaba entrando en la estación de Tribunal, en pleno centro de Madrid, notó algo raro. Pero dice que no se asustó ahí. Sus 20 años de experiencia en el subsuelo de la capital le habían curado de espanto. No era la primera vez que el metro no frenaba como debía. De repente, como si la fuerza de la máquina se desinflara, notó que el freno se había agotado y tuvo que tirar del neumático, que deslizó el tren hasta tres puertas hacia adentro del túnel. Y llamó al puesto de mando para avisar de que tenía que situar el tren en la estación. Pero no contestaba nadie. Y entonces, sí: se comenzó a preocupar.
“En ese momento es clave tranquilizar a los pasajeros. Es lo primero. Porque si no, alguno puede usar el tirador y todo se vuelve un caos”, cuenta Sanz del otro lado del teléfono. Casi a punto de terminar su jornada laboral que había empezado a las 5.50 de ese 28 abril, decidió que lo más seguro era desalojar. Se percató enseguida de que las únicas luces que había en la estación eran las de emergencia y duraron encendidas apenas una hora. A partir de ahí, con la gente ya en la superficie, la ciudad infinita del subsuelo madrileño se quedó a oscuras. Y él no podía abandonar el tren.
El escenario era tétrico. Sanz había abierto la puerta de manera manual de uno de los coches y cuenta que “menos mal que no era hora punta y que no había nadie en silla de ruedas”. Los viajeros subieron los seis tramos de escaleras hasta llegar a la calle, donde por fin fueron poco a poco entendiendo lo que acababa de suceder. Sanz no podía separarse del tren, pero tenía que subir para conseguir hablar con alguien.
232 escalones, los contó. Son los que hay desde el andén de la línea 10 de metro dirección Plaza de Castilla hasta el exterior. Tuvo que subir y bajar esas escaleras hasta seis veces, sin más luz que la de una linterna que el sindicato de trabajadores del Metro les había regalado en Navidad para comprobar la cabina, encender y apagar rápido el vehículo. “Y daba mucho miedo. Estaba todo oscuro. Y así, sin metro, te das cuenta de que se oye todo. Las voces de la gente de otros andenes a través de las rejillas”, recuerda. La policía les había dicho a él y otros compañeros que podía haber todavía gente en los túneles que había quedado atrapada. Pero él no vio a nadie más.
Sanz estuvo en esa estación hasta las 11.30 de la noche, que tenían que comprobar si el tren arrancaba. El riesgo era que se quedara sin batería y entonces no se podría restaurar la red cuando volviera la luz: ese día fueron desalojadas 155.000 personas y 44 trenes varados. Cuando llegó un jefe, se marchó a su casa. Casi no había sabido nada de su mujer y su hija de 14 años. Para regresar, tuvo que coger tres autobuses y llegar a la estación de Tres Olivos (en el norte) y fichar su salida, 20 horas y media después. Al día siguiente, con toda la red restablecida gracias a trabajadores como él, pidió entrar dos horas más tarde al trabajo.
Eva María Negro, 41 años, neurocirujana del hospital Reina Sofía de Córdoba
Puede que no hubiera un rincón más vulnerable que este. En el hospital Reina Sofía de Córdoba había un quirófano de neurocirugía con una cervical expuesta. Un espacio donde una mínima sacudida puede ser mortal. Un paciente en la camilla que, antes de que España sufriera un apagón masivo y sin precedentes, ya corría serios riesgos de quedarse tetrapléjico tras haber sufrido un accidente dos días antes. Y a los mandos, Eva María Negro.
Negro había empezado un lunes complicado. A las ocho de la mañana sabía que tenía por delante una operación de más de nueve horas. “No fui consciente de nada”, explica a este diario un día después del apagón. Dentro de esa burbuja que siguió funcionando gracias a los grupos electrógenos, pese a que la luz se había ido en los pasillos del centro, no había nada más inmediato ni nada más importante que no perder el pulso. Y Negro, como muchos otros cirujanos ese día, no lo perdió.
Ni siquiera se lo planteó. “Es que ni lo pensé. Tenía que hacer mi trabajo. Y el hospital suele estar bastante protegido, sabes que hay un sistema que no va a fallar. Y en eso confías. Nadie entró en pánico, ni siquiera los enfermeros que entraban después, que sí se habían enterado de todo lo que pasaba fuera. La gente estaba a lo que estaba”, resume. La cirugía se resolvió con éxito. Mientras España volvía al siglo XIX, en las manos de Negro y todo el equipo sanitario, resistía todo el progreso. Especialmente, el de la sanidad pública.
Manuel Galisteo, 45 años, funcionario de prisiones en la cárcel de Archidona (Málaga)

Manuel Galisteo cuenta que poca gente conoce bien cómo es el módulo de una cárcel a la una de la tarde. “Imagínate todo el jaleo, gritos, comidas, nosotros estamos acostumbrados”, señala. “Vale, ahora, imagínate que la poca conexión que tiene esta gente con el exterior se corta. Que no funcionan las comunicaciones. Que de repente todos piensan que es una cosa de la cárcel, que los estábamos dejando sin poder hablar con sus familias. Aquí, sin internet, no había un bulo, había 200”, relata. La mecha estuvo a punto de prender varias veces en todas las cárceles del país. Y aunque no lo hizo, según han confirmado también desde Instituciones Penitenciarias, Galisteo asegura a este diario: “Ahí podía haber pasado cualquier cosa”.
Cualquier cosa son muchas cosas. Galisteo, que preside un sindicato de trabajadores penitenciarios, TAMPM (Tu Abandono Me Puede Matar), señala que su organización registró hasta cinco prisiones que se quedaron a ciegas. Por su parte, Instituciones Penitenciarias solo ha declarado que “se mantuvo en todo momento la seguridad”. Pero, según cuenta Galisteo y su organización, las cámaras de seguridad, conectadas a un software, se apagaron. Las puertas hidráulicas que sirven para abrir y cerrar cada espacio no funcionaban de manera manual. Y la media de empleados es de uno por cada 130 internos. “Lo único que funcionaba ese día eran los walkie-talkies. Y las prisiones de hoy en día no están preparadas para funcionar de manera analógica. Solo teníamos nuestros ojos”, denuncia.
Se dio en esos momentos de angustia una paradoja difícil de explicar a los internos. Había luz porque habían saltado los generadores. Todo aparentaba normalidad. Pero la mayoría no sabía ni lo que estaba pasando fuera, ni que los vigilantes no tenían apenas respaldo, ni de comunicaciones, ni de videovigilancia. Que ahí dentro se estaban informando todos, incluidos los reclusos, como todo el mundo en España: a través de la radio. “Y creo que eso calmó a muchos. Al menos, dejaron de pensar que era algo contra ellos”.
Y en esas circunstancias, un compañero de Galisteo (y muchos otros) tuvo que entrar a un módulo al que accede habitualmente solo —porque otro compañero vigila las cámaras— para explicarle la situación a decenas de internos. En un momento también delicado, pues durante unos cinco minutos no podían ni abrir ni cerrar las puertas. Esta situación extrema, asegura Galisteo —y muestra a través de conversaciones con otros compañeros de diferentes puntos de España esa noche— se prolongó en al menos cinco centros penitenciarios hasta el martes. Pues el regreso de la luz en casi todo el país no supuso el reinicio del sistema de Intranet y la plataforma que sostiene la videovigilancia estaba caída en al menos Burgos, las tres cárceles de Los Puertos (en El Puerto de Santa María, Cádiz) y en Zuera (Zaragoza). En la prisión donde él trabaja, Archidona, regresó a los pocos minutos.
Galisteo, que ha estado en permanente contacto con otros compañeros funcionarios, señala que casi todos sufrieron los momentos más críticos durante las primeras dos horas: “Muchos economatos cerraron, que para ellos son sagrados. Otros tuvieron que fiar, algunos internos aún no han cobrado. Estas cosas suponen mucho estrés para los que están dentro y eso que nosotros lidiamos a menudo con situaciones conflictivas”, cuenta este funcionario que lleva 25 años trabajando en prisiones.
Beatriz Colom, 34 años, enfermera de la planta de neonatos del Hospital General de Alicante

En la planta de neonatos del Hospital General de Alicante se enteraron de que se fue la luz porque todo empezó a pitar. Las incubadoras, los monitores, los respiradores. Los 12 bebés, algunos en estado crítico, dependientes completamente de esas máquinas, dormían impasibles a los ruidos y a la angustia que manejaban las siete enfermeras que llamaban a electromedicina, que revisaban la cuenta atrás que marcaban las baterías, que rezaban casi para que lo que fuera que estaba pasando terminara de una vez.
Beatriz Colom recuerda especialmente el caso de un niño, de 26 semanas de gestación y 10 días de nacido, que apenas pesaba 700 gramos, cuya vida pendía de todas las máquinas que ese hospital le podía ofrecer. La luz se fue solo unos minutos hasta que se activaron los generadores, y al principio no hubo problema. Lo peor vino después.
Esa tarde, pese a que los grupos electrógenos mantenían cierta normalidad en el hospital en mitad de un apagón masivo fuera, la luz en esta planta iba y venía. “Tuvimos 20 minutos horribles, en los que las máquinas tiraban de baterías. Y las mirábamos y ponían en algunas que les quedaban cinco horas y 42 minutos. Pero es que no sabíamos hasta cuándo iba a durar todo esto. Unas compañeras cronometraron cinco minutos de parón. Luego volvía, y así”, cuenta Colom al día siguiente. “Pasé miedo. Recuerdo que pensaba: ‘Si esto se acaba, el niño se puede morir”, cuenta Colom.
Desde la dirección del hospital se ordenó que se mantuviera conectado lo mínimo imprescindible. Las enfermeras apagaron entonces el caudalímetro por el que sale oxígeno, supieron que en Urgencias hicieron triages a mano, los buscas de los médicos (como un móvil) no funcionaban y había que buscarlos corriendo por los pasillos. Colom estaba atendiendo a un niño cuyo padre miraba agobiado la incubadora, que no dejaba de pitar y se había apagado: “Le expliqué que en su caso no era fundamental mantenerlo caliente. Y aunque no vi a nadie especialmente histérico, todo el mundo entendía la situación, por dentro estábamos muy preocupados”, cuenta la enfermera. La tranquilidad regresó alrededor de las 22.00 a esa planta.
Luis Vidarte, 55 años, supervisor del centro de control aéreo de Madrid-Torrejón
Hubo un momento en el que veía los vuelos en la pantalla y de repente, dejó de verlos. Se había caído una antena radar que daba cobertura al espacio aéreo del norte de Sevilla. No era la zona en la que Luis Vidarte y el equipo de unos 50 controladores aéreos del centro de Madrid-Torrejón tenían que operar. Pero los puntos que antes estaban, habían desaparecido. Y eso fue, cuenta, lo que más le “chocó”. Sin embargo, no era lo más peligroso.
Este controlador aéreo con más de 20 años de experiencia en la profesión recuerda que la sala —“más parecida a una nave industrial diáfana que a la torre que casi todo el mundo se imagina”, precisa— en la tarde del 28 de abril estaba en plena ebullición. En medio del apagón masivo operaron casi 6.000 vuelos y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, celebró que solo se hubieran cancelado 300. Dirigiendo parte de ese tráfico de miles de aviones estaban ellos. Algunos se habían quedado parcialmente ciegos, como los que tenían que operar en Andalucía. Y Vidarte y sus compañeros, a veces también sordos. Eso era lo que más le preocupaba.
Las comunicaciones fallaron en todo el país. Pero si hay un sitio donde no pueden fallar, porque de eso depende la vida de miles de personas, es también aquí, en una sala de control aéreo. Un sitio preparado para comunicarse incluso cuando nadie puede hacerlo. Pero ese día, cuando todo se apagó, se activaron los sistemas de alimentación temporal, después, los generadores de diésel. El problema eran las antenas, no todas, sobre todo las que no gestionaba Enaire (el grupo aeroportuario estatal), sino compañías privadas, algunas se estaban quedando sin batería y no había manera de recuperarlas.
“Si caen los sistemas de radar, dejamos de verlos. Pero si se caen las comunicaciones es casi peor, porque no podemos decirles nada”, explica Vidarte. Y algunas fallaron esa tarde. Vidarte recuerda que los momentos más críticos se vivieron entre las 19.00 y las 21.00. “Se empezaron a agotar las baterías. Sabíamos cuáles podían caer pero no de cuánta autonomía disponían. Se quedaron sin potencia dos o tres antenas de radar y emplazamientos de comunicaciones. No veíamos nada en Andalucía. No perdimos la comunicación completamente pero fallaba mucho”, cuenta.
Explica que, para evitar la zona norte de Andalucía, comenzaron a dirigir el tráfico que venía de Marruecos por Lisboa, ante la sorpresa de los pilotos. También, algunos vuelos que iban a Málaga o Sevilla, tuvieron que aterrizar en Valencia o Madrid. “Diseñábamos rutas sobre la marcha. Teníamos que improvisar soluciones. Sabíamos que Lisboa funcionaba aunque teníamos que hablar con ellos y costaba mucho”, cuenta. Para llamar a otros centros de control o incluso a los pilotos, a veces tenían que triangular las comunicaciones o pedirle al piloto, que opera por radio, que se comunicara con otro centro si ellos no podían.
Vidarte se fue a casa a las 23.30, cuando todo había empezado a volver a la normalidad. Por suerte, en algunos puntos de su zona, que controla desde Madrid hasta Galicia, cornisa Cantábrica y Zaragoza, comenzó a volver la luz antes que en otras partes de la Península. “Me gustaría mucho que se supiera que lo mejor fue la proactividad de todo el mundo. Los compañeros llegaron como pudieron, incluso algunos que no tenían turno. Todo salió así por un esfuerzo colectivo, porque teníamos voluntad de servicio”, resume.
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