El apagón en un pueblo: Una cocina de butano para dar de comer a los vecinos con vitro
Las noticias que llegaban a través de la radio sobre ciudades colapsadas pertenecían a una realidad paralela

Lo primero que los vecinos de Cehegín (Murcia, 14.476 habitantes) notaron pasado el mediodía del lunes fue que los televisores se apagaron y los semáforos dejaron de funcionar. Los móviles se quedaron sin cobertura, se desconectaron los frigoríficos y las vitrocerámicas dejaron de calentar durante casi 12 horas en este pueblo murciano. Igual que en el resto de España, pero distinto.
Tras los primeros minutos sin luz, los vecinos comenzaron a arremolinarse en las puertas de las casas.
—¡Amparo! ¿Tienes luz?
—Aquí nada.
—No, no, que se ha ido en todo el pueblo.
—Dicen que en Caravaca [la localidad más cercana] tampoco hay.
—Me he encontrado a unos técnicos al principio de la calle, pero me han dicho que ellos no han roto nada.
—¿Tu hija no venía de Madrid hoy?
—Yo he comprado para hacer bocadillos, que la vitro no funciona.
—Qué bocadillos, te vienes aquí que tengo butano y esta mañana he ido al Mercadona.
—En la radio han dicho que es toda España, Portugal y parte de Francia. Que están investigando si es un ciberataque. No saben cuánto va a durar.
—Postre no os puedo dar porque tenía un bizcocho para meter en el horno cuando se ha ido la luz.
La última vecina en intervenir y la que ofrece su casa es Juana Nadal, de 77 años. Juana es viuda y vive sola. También es mi madre. Yo soy la hija que llegaba este lunes de Madrid por la que le pregunta la vecina. Mi madre todavía tiene cocina de gas butano. En su alacena hay un arcón congelador lleno de viandas. “Aquí no falta comida ni para mí ni para los míos”, dice mientras llena una olla de agua y prepara espaguetis y salsa boloñesa para seis personas. “A los críos es lo que más les gusta”.
Varios vecinos llegan a nuestra casa con los niños que acaban de salir del colegio. Llaman al timbre (“¡Que no funciona!”, recuerda Juana desde la cocina) y después con los nudillos. Los centros educativos han acabado las clases con normalidad, aunque afectados levemente porque los recursos digitales han dejado de funcionar. “En mi cole se ha apagado la pizarra, no funcionaban los lápices ni hemos podido estudiar en las tabletas. Menos mal que mi profe tenía un libro de Lengua”, nos explica Salva, mi sobrino de seis años, que está en primero de primaria en el colegio público Pérez Villanueva.
Tras la hora de comer, los vecinos empiezan a organizarse para la noche. En el pueblo el apagón también provoca algo de incertidumbre, pero se vive de forma tranquila. Los móviles tampoco funcionan y en la mayoría de establecimientos solo aceptan efectivo. Pero el tráfico se gestiona sin problemas a pesar de la falta de semáforos y los bazares suministran pilas, linternas y velas sin que cunda el pánico, aunque hay cierta tensión por quedarse sin nada que alumbre por la noche. Los supermercados están abiertos y solo permiten el pago con tarjeta a ratos, mientras funcionan los generadores.
Por la tarde, los parques y las zonas verdes del pueblo se llenan de vecinos que salen a pasear o a hacer ejercicio y de niños que juegan aprovechando que no tienen actividades extraescolares. Las noticias que llegan por la radio de ciudades con el tráfico colapsado, autobuses llenos, el metro inutilizado, trabajadores que tienen que volver a casa recorriendo varios kilómetros a pie y gente atrapada en trenes durante horas pertenecen a una realidad paralela, como de otro mundo.
Al filo del atardecer las calles de Cehegín se vacían de gente. La luz sigue sin volver y no hay alumbrado público. Juana ha pasado la tarde cocinando en sus fuegos a butano tres grandes tortillas. Las reparte entre mis hermanos, que tampoco pueden cocinar.
Cuando cae la noche, se escucha a varios vecinos cerrar con llave. Juana prende las velas y comprueba su móvil por si ya tiene cobertura. Enciende de nuevo la radio y escucha que la electricidad ha vuelto a casi todas las comunidades autónomas, aunque no a todo el territorio. Cena una tortilla de espárragos y un tomate partío a la luz de una vela. “Hasta que no vuelva la luz y hornee el bizcocho, no me acuesto”, dice. Unas horas después, pasadas las 23.00, se escuchan varios pitidos, los teléfonos vibran por primera vez en todo el día y se enciende una bombilla en la cocina. “Voy a enchufar el horno”.
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