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Tentaciones ultras y derivas autoritarias en América Latina

Un creciente número de ciudadanos están avalando recetas de populismo punitivo o de corte autoritario, y acaban de premiar en Chile a un candidato ultraderechista como José Antonio Kast

El giro aún no es definitivo, pero su alcance simbólico es demoledor. La evolución del mapa político de América Latina en los últimos 12 meses deja al menos dos mensajes inequívocos. El primero es que las propuestas progresistas o abiertamente de izquierdas se han estrellado, por distintas razones, en todas las elecciones celebradas en la región en 2025, de Ecuador a Chile, pasando por Bolivia y Honduras. El segundo aviso es el camino elegido por los votantes, que han avalado recetas de populismo punitivo o de corte autoritario, acaban de premiar a un candidato ultraderechista como José Antonio Kast, quien defiende sin rubor la herencia de la dictadura de Augusto Pinochet, y han confirmado que todavía hay espacio para el avance de un trumpismo latinoamericano.

El caso de Chile no solo es el más reciente, sino que está cargado de advertencias, pues los ciudadanos pasaron de elegir a un Gobierno de izquierdas a impugnar por completo el trabajo de Gabriel Boric y optar por un presidente de extrema derecha, el primero desde el regreso de la democracia en 1990. Un movimiento pendular parecido se había dado en Argentina en 2023. Javier Milei, ahora envalentonado por el triunfo de un aliado en el país vecino, acaba de cumplir dos años en el poder, un período que comenzó con golpes de motosierra al Estado y que ha derivado en una economía rescatada por Estados Unidos debido a la escasez de fondos. En medio, se han sucedido los escándalos políticos y las guerras intestinas. El balance no es en absoluto halagüeño. Sin embargo, la desarticulación de la oposición peronista y el respiro financiero concedido por Trump han coincidido con un repunte del apoyo popular, como han mostrado las últimas legislativas.

La experiencia de Milei es relevante porque este outsider de la política reabrió la veda tras la derrota de Jair Bolsonaro frente a Luiz Inácio Lula da Silva y su modelo de guerra cultural sobrevolará en 2026 la celebración de elecciones en Colombia, en Brasil y en Perú. En los tres países las contiendas sufren una profunda polarización ideológica y también social. Gustavo Petro enfila la recta final de un mandato marcado, de un lado, por una discutible estrategia de campaña permanente y, de otro, por los ataques furibundos de la ultraderecha. Mientras, las heridas del intento golpista perpetrado por Bolsonaro, que le costó una condena a 27 años, amenazan con emponzoñar la carrera electoral en la que Lula aspira a revalidar su triunfo. En Perú el desgobierno de los últimos años y la corrupción galopante de la clase dirigente solo anticipan un desenlace incierto.

En cualquier caso, los ecosistemas políticos latinoamericanos son mucho más complejos que un sistema binario. Los matices siguen teniendo un peso significativo en el tablero regional y el mapa que divide al subcontinente en una franja roja y otra azul ofrece una explicación simplista y falaz de la realidad. Es notorio que entre el mandatario venezolano, Nicolás Maduro, el caudillo nicaragüense Daniel Ortega o el presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, y el resto de los países gobernados por la izquierda hay un abismo. Al igual que, dentro de esa subdivisión, hay diferencias entre el estilo sin filtros de Petro, el pragmatismo de Lula y la prudencia de la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, quien tras la victoria de Kast llamó a la “reflexión” de los movimientos progresistas.

Lo mismo ocurre en el espectro conservador. No representan lo mismo Milei y Kast que el paraguayo Santiago Peña, y el panameño Raúl Mulino resultó ser muy distinto a Nayib Bukele, decidido a impulsar un régimen personalista en El Salvador. Pero todas las últimas elecciones en América Latina dejan una advertencia cristalina: cuidado con las tentaciones ultra y las derivas autoritarias.

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Sobre la firma

Francesco Manetto
Es editor de EL PAÍS América. Empezó a trabajar en EL PAÍS en 2006 tras cursar el Máster de Periodismo del diario. En Madrid se ha ocupado principalmente de información política y, como corresponsal en la Región Andina, se ha centrado en el posconflicto colombiano y en la crisis venezolana.
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