Luis Méndez, el artesano que mantiene vivo el arte de la joyería de filigrana en Salamanca
Junto a sus dos hermanos, sus piezas evocan la tradición de un legado centenario al que se añaden toques de modernidad

Como si fueran inquilinos del averno, a cada uno le corresponde un pedazo de fuego. Su respaldo y cómplice es una bombona de butano. De vez en cuando, giran el enganche y accionan un gatillo de gas que les sirve tanto para fundir unas pepitas de plata como para provocar la fusión de una estructura geométrica. Con estos ejercicios de llama y maestría, los tres responsables del negocio familiar mantienen un legado centenario. Jerónimo, Raúl y Luis (de 50, 54 y 56 años, respectivamente) son de los últimos artesanos de la filigrana en Salamanca. Los orfebres de piezas tan emblemáticas de su cultura como el botón charro. Y los supervivientes de una disciplina que está en vías de extinción.
Bajo el paraguas del nombre paterno, Luis Méndez, estos tres hermanos siguen llevando la joyería a un nivel superior. Su marca bebe de la perfección y el esmero, inculcados por sus predecesores. También de la curiosidad por lo novedoso y del respeto por la tradición, viéndola como un modelo al que aliñar con vanguardia. “Nuestra artesanía se acerca al arte cuando consigue transmitir la belleza que aporta el trabajo manual a nuestras piezas. Elaboramos productos de alta calidad con un componente personal”, describe Luis, el mayor y quien más tiempo dedica cara al público en ferias o en el establecimiento situado en el centro de Salamanca. Aunque su intención es rebajar esa carga más administrativa y volver al taller donde se gestan estas delicadas obras. Esa guarida está en Tamames, a unos 55 kilómetros de la ciudad, entre campos de ganado y cereal. En este municipio se incubó la estirpe. Sus abuelos llegaron desde Travassos, en Portugal, tratando de prosperar en el oficio. A mediados del siglo pasado, estos migrantes pasaron el testigo a sus hijos.

“Mi tío Antonio abrió un taller independiente y, años después, mi padre uno propio. Fue a finales de los sesenta. Nos criamos con él dentro de la casa. Era una dependencia más”, rememora Luis, que en la adolescencia ya cambió el pupitre por los metales. Empezó de aprendiz y poco a poco se adentró en el universo de la filigrana. La define así: “Consiste en elaborar joyas u objetos a base de estructuras de hilo”. Para ilustrarlo, los tres hermanos muestran el proceso, que comienza con la fundición del oro o la plata. Se consigue una barra que se convertirá en hilos de distinto grosor. Estos se aplanan, se moldean, se sueldan, se decapan, se les da volumen, se embellecen y se bruñen con una paciencia infinita. Transformar esa voluble y disforme materia prima en una pieza de museo es una labor que roza la alquimia. “Es una técnica laboriosa y requiere mucho tiempo”, apostillan los expertos, que enumeran los dos tipos que cultivan: calada, a modo de encaje textil, o sobre chapa, para decorar las superficies.
Lo que refulge en una vitrina ha tenido que pasar por la experimentación para que germine como un objeto exclusivo. “Una de nuestras primeras motivaciones fue conservar los modelos tradicionales, pero elaborándolos con las exigencias de calidad de una marca de alta joyería”, expone Luis. Intentan ser radicales en este sentido: “Hay que ser perfeccionistas. No nos gusta trabajar por debajo del nivel solo por vender a un precio más bajo”, arguye.

Frente a un ventanal donde se filtran los rayos del sol, los socios de esta empresa doméstica juegan a contar una historia a través de la filigrana. “Al final, es arriesgarte y poner tu impronta en una joya para que vaya adquiriendo otro carácter”, razona Luis. Están atentos a las modas, aunque prefieren descubrir sus propias tendencias. “Somos personas abiertas. Quizás por la herencia de esos ancestros portugueses, que viajaron y fueron muy tolerantes”, sopesa uno de los protagonistas. Cree que esta técnica está lejos de desaparecer: “La forma de conservarla es encontrar rentabilidad y mercado. Con estos principios llevamos casi un siglo”. Para constatarlo, enseña sus productos en la tienda y galería. En su colección hay sortijas, pendientes o collares que van desde los 20 hasta los 10.000 euros. Destacan los botones charros, que forman la parte principal de este acervo salmantino. Una geometría de hilos diminutos se entrelaza para elaborar un símbolo que adornaba los trajes de las fiestas, las bodas o los relicarios.
“Hemos vendido a grandes marcas y gente importante lleva nuestras joyas”, ataja Luis al preguntar por sus clientes principales. “Nuestro reto es encontrar un mercado que aprecie la calidad y lo realmente exclusivo”, esgrime el joyero. En una época de impresoras 3D y fabricación industrial, en masa, su método parece un anacronismo. “Es habitual decir que si calculáramos el número de horas que dedicamos, no tendría precio. Pero el valor de los materiales y el coste de la mano de obra lo determinan”, sostiene. Y se puede copiar un boceto, pero no un pulso. El de estos hermanos ya ha cosechado galardones nacionales e internacionales, como el Premio IFAM a la Innovación en Estados Unidos en 2025 o el Premio Producto en los Premios Nacionales de Artesanía en 2015. También fueron incluidos en 2020 en la prestigiosa Guía Homo Faber.
Su orfebrería charra es, en cierto modo, una manera de desafiar la urgencia contemporánea. “Siempre suele haber una reacción. Por la invasión de lo digital ha vuelto lo analógico, ¿no? Esto, aunque no triunfe sobre la máquina, evoluciona en el plano artístico”, cavila Luis, que da cursos y talleres para que el legado continúe. “Hay que practicarlo. A lo mejor no es alguien de nuestra familia, porque no tenemos hijos, pero sí un alumno al que le interese. El futuro reside en la formación como herramienta para dignificar la labor del artesano. Con el enfoque apropiado, podrá ser atractivo para los jóvenes”, zanja este maestro con obstinación, como si tuviera entre manos una sabiduría que arde en un presente acostumbrado a quemar el pasado y donde no se entiende de rituales ni de mañas.
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