Viaje a la Marsella de la tradición de los ‘cabanons’, casitas de pescadores convertidas en símbolo nostálgico
Entre las aguas turquesas de las Calanques y el cemento urbano de Marsella, un puñado de vecinos intenta mantener vivo un modo de vida que se desvanece bajo la presión del turismo y la fiebre por los paisajes de postal

En Marsella, el paraíso está a tiro de piedra. Basta con dar un par de volantazos desde el centro para salir del caos urbano y aislarse en lo que los marselleses llaman con lirismo “el fin del mundo”. Estamos a las puertas del parque nacional de las Calanques pero todavía no hemos salido de Marsella: Les Goudes y Callelongue son los últimos barrios al sur de la ciudad. Aquí, el paisaje se vuelve mineral y, al contemplar la metrópoli al otro lado de la orilla, resulta extraño pensar que no estamos en otro planeta, sino a un paso del bullicio de una ciudad con una reputación mundial cuestionable. Esta leyenda negra se ha ido diluyendo con la llegada en los últimos años de un turismo joven que busca una foto instagrameable: calas paradisiacas, tumbonas de diseño y barquitos de madera.
Es en este rincón de aguas turquesas y piedra caliza donde un puñado de vecinos lucha por preservar lo que llaman “el arte de vivir a la marsellesa”, resumido en una vida tranquila a las puertas de un cabanon. Lo cantaba en los años treinta Alibert, mito de la canción popular marsellesa: todo lo que pide un marsellés para ser feliz es un pequeño cabanon al borde del mar. “Eran casas que las familias construían por su cuenta, cogiendo un trozo de terreno. Hoy se diría que son okupas porque no pagaban”, explica Camille Assante di Cupillo, vecino de Les Goudes de 87 años. Él recuerda que la primera vez que estuvo en una era aún un recién nacido: “Mi padre me metió en una cesta dentro de su barco, mientras mi madre y mi abuela venían en tranvía desde Marsella y luego a pie”. Por aquel entonces, 28 barcos de pescadores trabajaban en Les Goudes; hoy solo quedan cuatro.

Eran otros tiempos. Marsella era una ciudad obrera, estrechamente ligada al puerto y a las fábricas que, en el siglo XIX, se instalaron en las colinas del sur. Los industriales habían construido algunas viviendas alrededor de las plantas, que tras su cierre fueron ocupadas por trabajadores. Muchos pescadores de la ciudad recuperaron estos terrenos al borde del mar y, con unos ladrillos y muebles viejos, levantaron sus cabanons. La clase trabajadora marsellesa pudo así disfrutar de una residencia secundaria donde refugiarse los fines de semana, los veranos, o cuando el viento obligaba a dejar el mar.

Hoy, la historia de estas casitas está viviendo sus últimos momentos. El turismo supera ya los niveles previos a la pandemia y ha atraído a nuevos vecinos, mayoritariamente de la región parisiense y con más recursos, aunque también extranjeros. Anni Woelh, de 39 años, lleva tres años viviendo en Les Goudes. “Vine por primera vez a Marsella buscando un lugar en el Mediterráneo al que pudiera llegar en tren. Me enamoré de la ciudad y volví una y otra vez”. Original de Hamburgo, trabaja a distancia para su propia empresa de reciclaje y aprovecha los descansos para darse un paseo junto al mar. No habla francés, pero eso no le ha impedido trabar amistad con un vecino, de 86 años, con el que come a menudo. El resto de su círculo son extranjeros. “Para mí, como alemana, a veces es demasiado que todo el mundo quiera hablar conmigo. Aquí la gente tiene mucho tiempo para charlar”. Venía con la ambición de encontrar una vida más tranquila y reconoce que pasa la mayor parte del día trabajando en su cabanon, de unos 40 metros cuadrados, el tamaño medio de estas casitas.

Con una fachada pulida, bancos de cemento y vigas de madera, el café La Boissonnerie destaca en la anarquía de casas desiguales de la calle Désiré Pelaprat, la principal, un ir y venir constante de excursionistas y locales. Cécilia Bonacchi, de 29 años, ha abierto el negocio en el cabanon de su bisabuelo. “Sé por los mayores que este fue uno de los primeros cabanons, del siglo XIX. Mi madre lo heredó, pero llevaba 10 años abandonado”, comenta la joven. El fondo del comercio conserva un viejo entrepiso que espera ampliar para convertirlo en un pequeño albergue, en un barrio donde los jóvenes que heredan están más tentados a vender que a conservar los cabanons familiares. Desde la covid, los precios se dispararon: un cabanon renovado de 26 metros cuadrados se vendía en octubre por 335.000 euros. “Para alguien de París o Lyon eso no es mucho, pero para nuestros hijos es imposible”, lamenta Assante di Cupillo.

Bonacchi explica el nuevo éxito de Les Goudes por el efecto Jacquemus: “Antes solo venían excursionistas o gente de Marsella para comer en familia los fines de semana, pero ahora hay un turismo chic que aquí nunca habíamos visto”. Hace unos años, saliéndose del lujo de París, el joven diseñador Simon Porte Jacquemus (Salon-de-Provence, 35 años) organizó desfiles en algunas de las calas vecinas y las redes sociales hicieron el resto, mostrando hamacas sobre las rocas ante un mar que se extiende en la postal como una piscina privada. Restaurantes familiares encaramados en las rocas y aislados del ruido, como el de la Bahía de los Monos, se han convertido en lugares de moda, y la calle principal de Les Goudes, de una sola vía, vive ahogada por el tráfico buena parte del año. El café de esta joven autóctona se ha convertido en punto de encuentro para turistas y vecinos, sin importar la edad o la diferencia cultural. Simone y Josy, que crecieron aquí en los años cuarenta, recuerdan cuando Les Goudes tenía tres panaderías, una carnicería, varios colmados y una escuela. “Antes todo el mundo trabajaba, pero ahora no hay comercios. No podemos ni comprar pescado; esta mañana le pregunté a un pescador y me dijo que lo guarda todo para los restaurantes”, lamenta Simone Bodin, de 83 años.

Un pueblo de pesca sin pescadores. En el muelle, Bruno Mohedano y Laurent Pieroni regresan tras cinco horas de pesca con redes de enmalle. Pieroni, de 55 años, recibe un 30% de sus ingresos de la pensión, porque la pesca se ha vuelto más complicada. “Cuando empezamos hacíamos de media 50 o 60 kilos al día. Ha bajado a 20 o 30 kilos. Es mucho más difícil, no hay tanto pescado como antes y la creación del parque nacional en 2012 limitó a menos de la mitad las zonas a las que podemos acceder”, explica Pieroni. Ninguno de los dos vive ya en Les Goudes, que sigue reivindicándose como un pueblecito de pescadores pese a que la inmensa mayoría ha tenido que desertar.

Los 16 kilos pescados esta mañana servirán a Paul Langlère, chef de La Marine des Goudes, para preparar la famosa bouillabaisse y ofrecer pescado fresco a la plancha. Es el único restaurante que sigue abasteciéndose principalmente de barcos locales. Les Goudes vive de una contradicción: el turismo que lo desfigura también lo mantiene vivo. La Marine es un ejemplo, y el restaurante, abierto hace dos años, se ha convertido en punto de encuentro de vecinos irreductibles, como Camille. Su moderna imagen, con un grafismo de diseño, ha ido de la mano de la llegada de Marine de Bouchony y Camille de Laurens, propietarias de una agencia creativa parisiense, que restauraron sus cabanons para convertirlos en alquileres de diseño. El interior de The Cabanons des Goudes conserva el espíritu original de estas casitas de pescadores, con sus paredes encaladas y persianas de madera, pero por dentro han sido renovados con gusto, con materiales naturales, toques de diseño contemporáneo y mobiliario reciclado. Nada que ver con el collage que han sido tradicionalmente estas casitas, construidas con materiales y muebles recuperados. Sus dueñas, que empezaron comprando estas casas para su uso vacacional y las rentan para amortizar gastos, están pensando en adquirir un tercer cabanon.

Juliette Rigal, de 54 años, llegó al barrio —aunque todos aquí lo llaman pueblo— en 2017 y compró una de las pocas casas que hay en Les Goudes, que ya doblaría el precio que les costó. De las 400 parcelas que hay, más de 300 son cabanons. Ella es una de esas nuevas vecinas que dividen la vida entre París y Marsella, gracias al tren de alta velocidad que une ambas ciudades en unas tres horas. Está tan comprometida con el barrio que algunos la llaman “la alcaldesa de Les Goudes”. En un gesto que sorprende a los de siempre, Rigal organiza quedadas para limpiar la basura de la ciudad y las playas junto a otros vecinos de la zona. Para ella, Instagram ha traído una sobreafluencia, sobre todo de coches en un pueblo sin aparcamiento, y un turismo de consumo inmediato. “La gente viene a ver la puesta de sol y se va dejando su basura”, lamenta.

El arte de vivir a la marsellesa, bandera de la zona, fue en parte lo que le atrajo de una vida que en nada se parece a la que lleva en París gestionando mudanzas: “Lo que me gusta de aquí es la espontaneidad y la solidaridad: pasas por delante de una casa, te invitan a un pastís y charlas sobre cualquier cosa. Es un sitio donde todavía puedes dejar las llaves a un vecino o pedirle que te riegue las plantas. Eso es para mí el modo de vida marsellés: la ayuda mutua y la vida al aire libre”. Rigal no oculta cierta nostalgia por la rápida transformación del pueblo, en el que espera jubilarse: “No es el fin todavía, pero temo que en unos 10 años sí lo sea, salvo que los nuevos vecinos logren mantener viva esta forma de vida. Hoy, entre antiguos y recién llegados, hay algunos puentes, pero no muchos; aun así, siento que hay cada vez más gente comprometida con la naturaleza y con preservar la solidaridad”. Al caer la noche, los vecinos de la calle Louvre se echan a la calle, recordando la vida que antaño fue común en Les Goudes: pastís al atardecer, charlas en las puertas de las casas, niños correteando y vecinos jugando a la petanca. Nathalie Albentosa, que gestiona algunos alquileres vacacionales, saca las patatas fritas y el vino mientras observa a las hijas de los vecinos patinar. Ella compró en 2011 el cabanon de 60 metros cuadrados en el que vivían sus padres por 140.000 euros; ellos lo adquirieron unos 40 años antes por 22.000 euros. Ahora, tasado en 500.000 euros, ha pasado a verlo como una inversión familiar, un seguro para el futuro de sus hijos.

Cabanoniers militantes. Siguiendo la carretera principal hasta Callelongue, la utopía aún parece realizable. Este pequeño puerto, último confín de Marsella, encarna lo que Les Goudes fue antes de convertirse en una mera postal: cabanons habitados por vecinos que se aferran a la calma y a la vida sencilla frente al mar. Guy Barotto, presidente de la asociación vecinal, resume la filosofía: “Nosotros somos cabanoniers militantes: el cabanon no debe ser una villa en la Riviera. Aquí la vida se hace en la calle, en casa de los vecinos, paseando, jugando a la petanca y a las cartas”.

Su familia alquila por 500 euros esta casa de 40 metros cuadrados, que nunca ha tenido en propiedad. Como la gran mayoría de los vecinos, pagan una renta antigua ya que Callelongue está desde los años sesenta en manos de la misma familia a través de una fórmula legal de copropiedad que permite la adquisición y gestión colectiva de un conjunto inmobiliario. No es el caso de un cuarto de las viviendas del barrio, pero pese a una oferta de precios que puede llegar a rozar el millón, esta tribu de galos insumisos se niega a vender. “En Les Goudes se han pegado un tiro en el pie cayendo en la fiebre inmobiliaria. No tiene sentido porque la gente ya no puede vivir allí, donde te piden 1.400 euros por un alquiler de 40 metros cuadrados”, dice Gabriel Gauthier, científico jubilado de 85 años. Él ocupa una de las únicas casas de construcción que hay en el barrio. Ha ocultado la fachada con hiedra para que no le molesten y, desde lo alto de su ventana, observa el trasiego de turistas que visitan el pueblo, incluso fuera de temporada. “Cuando llegué por primera vez a Callelongue, había un grupo de pescadores en el bar. Pregunté si alguien quería vender su cabanon y ni me miraron. Entonces uno me avisó de que había una casa en venta. La vendedora era una señora que me dio las llaves ese mismo día porque yo no tenía un hotel donde quedarme a dormir. No habíamos firmado ni un papel, solo un apretón de manos. ¿Te imaginas una situación así ahora?”.

Gauthier soñaba con esta vida sencilla, mucho más a su llegada hace 50 años, cuando no había ni agua ni línea de teléfono. Ahora ve cómo algunas familias jóvenes se instalan en el barrio, pese a las dificultades técnicas que suponen la falta de transporte público y la ausencia de escuelas. “Si vienen es porque buscan este modo de vida”, dice Barotto. Se instalan con sueños de tranquilidad, de una vida más auténtica y más cerca de los demás, pero de prestado, como si estuvieran de paso. Tal vez ese sea el secreto de que los paraísos sigan siendo lugares de ensueño, como Callelongue. Aquí la vida se mide en horas de pesca, paseos por el puerto y charlas en los cabanons: un lugar donde el tiempo no corre al mismo ritmo que afuera.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.






























































