Hay que estar loco


Lo que a mí me gustaba de Claudia Cardinale era esa coincidencia de ces, de eles, de aes y de íes que colocaban su nombre y su apellido al borde de la aliteración. Lo repetía con frecuencia para mis adentros: Claudia Cardinale. Funciona perfectamente como mantra. Diga despacio Claudia al inspirar por la nariz y pronuncie Cardinale al expulsar el aire viciado por la boca. Hágalo 30 o 40 veces muy despacio y deje vagar sus pensamientos sin dejar de observarlos, de espiarlos más bien, como a través del ojo de una cerradura. Yo acabo de ejecutarlo y cuando iba por la repetición número 15 ha cruzado el cielo de mi bóveda craneal un objeto pequeño y redondo que, observado con atención, parecía una ciruela claudia de las de ese color morado o violáceo idéntico al de los cardenales que me hacía de pequeño en el patio del cole jugando a pídola.
Claudia Cardinale.
O sea, que el nombre de esa mujer, sumado a su apellido, vendría a ser un calambur, figura retórica que consiste en agrupar o separar sílabas o palabras de manera que surja una asociación o un significado inesperados. Las llamamos figuras retóricas, pero en no pocos casos son meras patologías del lenguaje. Si el sintagma Claudia Cardinale pudiera ir al médico porque le doliera algo, el doctor, sin duda, le diría:
—Sufre usted un encuentro semántico sugerido por la homonimia y la asociación fonética. Algo así como una paranomasia ampliada.
La pregunta es: ¿Hay o no hay que estar loco para que, frente a la foto de esta señora recién fallecida, se le ocurra a uno todo lo anterior?
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