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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Amigos

En vez de vivir con los amantes y salir con los amigos, deberíamos vivir con los amigos y salir con los amantes

Un grupo de mujeres jugando a las cartas en una cama en Estados Unidos, en 1960.
Rosa Montero

Acabo de toparme por casualidad con un podcast del BBVA con el formidable neurocientífico Mariano Sigman. Es una larga charla en la que Sigman termina hablando de la amistad; precisamente ha publicado este año un libro sobre el tema, Amistad. Un ensayo compartido, escrito junto al novelista Jacobo Bergareche. Explica el neurocientífico que el libro les ha enseñado que hay muchas definiciones distintas de lo que es la amistad, y al final del podcast termina haciendo un canto conmovedor a este sentimiento, que, en cualquier caso, para mí es como el cemento de la vida. Es lo que permite que las células del cuerpo social sigan unidas, fértiles, vibrantes.

Y es que yo creo que la base de la sociedad no es la familia, sino los amigos. La familia, ya sea del modelo convencional o de nuevo cuño, es sin duda útil para cuidar de la prole en la infancia y la adolescencia. Pero qué sería de nosotros sin los amigos. En alguno de mis primeros libros, hace mucho tiempo, ya sostuve eso de que mantenemos una rutina equivocada y que, en vez de vivir con los amantes y salir con los amigos, deberíamos vivir con los amigos y salir con los amantes. Bueno, vale, es una broma…, aunque quizá no tanto. Hay algo en la amistad, en esa lenta, tenaz, atenta construcción de la relación con el otro, que me parece que, por lo general, es más básico y auténtico que esas relaciones llenas de expectativas, espejismos y fantasmas que solemos establecer cuando hay un ingrediente pasional por medio. Yo desde luego creo que lo mejor que he sabido hacer, mi mayor éxito en la vida, es ser amiga. Haber logrado construir la delicada y robusta constelación de hombres y mujeres de la que formo parte. Hay que invertir mucho tiempo, y tiempo de calidad, en el desarrollo de una amistad. Esta es otra rutina equivocada en la que muchas personas caen: dedican todos sus esfuerzos al trabajo, a ser reconocidos profesionalmente, a ganar dinero o poder, y descuidan esa otra faceta, modesta y en apariencia inútil, que consiste en ir trenzando tus emociones con las de otros, en ir descubriendo la íntima terra incognita de unos extraños que terminan siendo tu patria y tu vida. Desde lo alto de mi edad me voy a permitir la ridiculez o la soberbia de dar un consejo a la gente más joven: que los afanes y el alboroto de la existencia no te hagan perder las prioridades. No desdeñes el valor de la amistad, no la pospongas por trabajo, por miedo, por pereza. Porque llegará un momento en el que te arrepentirás. Una de las pocas cosas que me consuelan del desconsuelo de envejecer es la maravillosa sensación de cumplir años de amistad con mis amigos. El lujo de ir creciendo juntos, siendo testigos los unos de los otros y alimentando un pasado común.

La genial antropóloga Margaret Mead solía explicar a sus alumnos que el primer signo de civilización en un yacimiento fósil era encontrar un fémur roto y soldado. Porque un fémur roto te impide caminar, huir de los depredadores, buscar comida, y además tarda en sanar. De modo que, si está curado, es que alguien te ha cuidado, alimentado y protegido. Desde la muerte de Mead se ha descubierto muchísima más evidencia fósil de ese amoroso trato a los enfermos. De hecho, es un rasgo básico de los homínidos, y no sólo del sapiens. En Atapuerca se ha encontrado el fósil de Benjamina, una niña de hace 530.000 años de la especie heidelbergensis, con deformaciones craneales y retraso psicomotor, pero que llegó hasta los 10 años de edad: tuvo que ser muy bien atendida. O el neandertal Romito, que padecía enanismo y graves patologías vertebrales, pero que alcanzó los 20 años de edad. Un estudio de la Universidad de Durham (Reino Unido) concluyó que el comportamiento asistencial se originó, evolutivamente, en los parientes consanguíneos, pero que enseguida se extendió a todo el grupo. Creo que la amistad nace de ahí, de esa necesidad esencial de cuidarnos, de abrazarnos, de protegernos. Quiero decir que es una ley biológica y evolutiva, una tendencia innata a querer bien y a ser bien querido. ¿Y en qué consiste eso? Pues en mirar con ojos luminosos al vecino y en dejarte iluminar por él. Pura magia emocional, porque al calor de esa luz florecen nuestros sentimientos más positivos. Un amigo es una persona que te hace ser mejor. En medio de tanto horror como hay en el mundo, consuela recordar que existe esto.

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Sobre la firma

Rosa Montero
Nacida en Madrid. Novelista, ensayista y periodista. Premio Nacional de Periodismo y Premio Nacional de las Letras en España. Oficial de las Artes y las Letras de Francia. Animalista, antisexista y ecologista. Su obra está traducida a cerca de treinta idiomas.
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