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Melissa, el imperio del PVC que ha revivido las cangrejeras de nuestra infancia

La firma brasileña ha patentado su propio policloruro de vinilo: reciclable, maleable y con olor a chicle, es la punta de lanza con la que ha orquestado su particular revolución

Zapatos del modelo Possession, de Melissa, en una de las factorías de la marca. Todas están ubicadas en Brasil.

Podría estar sonando el Barbie Girl, de Aqua, esa apología musical tan pegadiza de la vida plastificada que acaparó las emisoras en 1997. El mismo año que Melissa lanzó Possession, uno de sus modelos más emblemáticos. Revisitada en mil y un formatos y colores, nació como una revisión de la cangrejera con la que la enseña brasileña arrancó en 1979, cuando Pedro Grendene —fundador junto a su hermano Alexandre de la compañía que lleva su apellido, matriz de Melissa y otras ocho marcas— volvió de un viaje a la Riviera Francesa decidido a convertir el calzado que allí vestían los pescadores en un éxito de masas. “No tardó en convertirse en el accesorio de moda entre las chicas cariocas”, dice Paulo Pedó Filho, director de la enseña desde 1998. La oleada brasileña no necesitó mucho tiempo para extenderse, y para el cambio de milenio las creaciones de la firma eran tan ubicuas que el Design Museum de Londres incluyó dos de ellas en su libro Fifty Shoes That Changed the World (50 zapatos que cambiaron el mundo), junto a las Chuck Taylor de Converse y los chapines de rubíes de Dorothy.

Más de cuatro décadas después de aquel fenómeno, el zapatero estival de 2025 vuelve a ser patio de recreo de las sandalias de goma cargadas de nostalgia infantil a las que la moda echa mano. Se ofrecen modelos en H&M, Mango y Cos. También en Chloé y Tory Burch. Ancient Greek. Gucci. Louis Vuitton. Jimmy Choo. Bottega Veneta. Aunque fueron las de The Row, con las escandalosas tres cifras de su precio —990 euros para ser exactos—, las que hicieron saltar la liebre.

Paulo Pedó Filho, CEO de Grendene desde hace años.

A simple vista, las diferencias entre las prohibitivas cangrejeras que han hecho correr ríos de tinta y las que Melissa lleva fabricando 46 años son escasas. Pero de la forma al fondo hay un abismo. “Melissa nació con la vocación de democratizar el diseño”, defiende Pedó. Utilizar un material tan corriente y accesible como el plástico les permite crear diseños que se alejan de lo anodino y el mero pragmatismo y, lo que es más, hacerlo a un precio módico. Incluso el nombre enraíza con esa premisa. “Querían que fuese un nombre de mujer. Tenían una lista larguísima”, cuenta el empresario, que lleva 33 años en la empresa y se sabe su historia al dedillo. Si se decidieron por Melissa, explica, fue por la ninfa que le regaló la miel al mundo. Convertida en abeja reina por los dioses y en símbolo de sabiduría, protección y comunidad por la mitología. “Casaba con el concepto de la firma. Para nosotros, Melissa es un canal para llevar algo de color y dulzura a la gente”, dice. Que sus zapatos siempre huelan a chicle —­una seña de identidad sensorial que se consigue integrando el aroma directamente en el material— no es un ejercicio a la ligera.

Pero son las colaboraciones con grandes nombres del diseño —esas de las que H&M se adjudica el germen desde que lanzó una con Karl Lagerfeld en 2004— las que mejor materializan su vocación popular. “Melissa encontró la manera de llevar al mainstream algo que está fuera del alcance de la mayoría de la gente”. Estrenaron la fórmula con Jean Paul Gaultier en 1983 y desde entonces han hecho migas no solo con modistas de renombre internacional, sino también con diseñadores nacionales —para espolear la industria patria— y referentes del arte y la cultura. La lista es larga: Thierry Mugler, Patrick Cox, Elisabeth De Senneville, Jeremy Scott, Y/Project, Marc Jacobs, Vivienne Westwood, Fernando y Humberto Campana, Zaha Hadid, Alexandre Herchcovitch, Collina Strada, Bimba y Lola, Pedro Lourenço, Gaetano Pesce, Nodaleto, Telfar, Viktor & Rolf. La última: Diesel, este verano. Y ya tienen la siguiente entre manos, de la que aún prefieren no decir nada, excepto que saldrá en noviembre. “No son meras licencias. Ni colaboraciones vacías. Compartir una parte de nuestro ADN”, defiende el empresario.

Melissa, presume, no es el zapato aburrido que uno encuentra en cualquier centro comercial. “De hecho, no sé si Melissa es un zapato. Es un no-zapato”, añade. Diseño, moda e innovación al servicio de la expresión personal. Ya se sabe el dicho: se puede decir mucho de una persona por su calzado. Y unas sandalias escultóricas con dejes futuristas hechas de stilettos de plástico transparente —por poner un ejemplo— son una declaración irrefutable. “La industria del calzado es algo aburrida y a menudo predecible. Pero Melissa sabe sorprender”, defiende Pedó.

Su universo se ha expandido desde aquellas primeras cangrejeras y hoy ejercen la magia del plástico inyectado en bailarinas, zapatillas, botines cowboy, plataformas o mocasines. También se han atrevido con los bolsos, las gafas de sol y los perfumes. Durante un tiempo, tuvieron una revista bianual dedicada a diseño, arte y moda. Plastic Dreams (sueños de plástico), la llamaron. La suya, dice Pedó, es una forma diferente de entender el calzado. Al parecer, hay ciertos diseños que sus dueños prefieren colocar en una estantería del salón a llevarlos por la calle. Los 4.500 euros por los que se venden en Vestiaire Collective algunos de los modelos que firmó Hadid en 2008, cuatro años después de convertirse en la primera mujer premio Pritzker, dan fe.

Grendene, que en 2024 suponía más de un cuarto de las exportaciones de calzado de Brasil, no empezó haciendo zapatos, sino los encestados para las garrafas de vino que solían confeccionarse con mimbre y ellos reinventaron en plástico. Era 1971. En 1976 empezaron a manufacturar componentes de maquinaria agrícola. Ya entonces eran pioneros en el uso del nailon como materia prima. Y para cuando se lanzaron al calzado tres años después, su primera creación, Aranha —araña en portugués— se convirtió en mucho más que un zapato de plástico inyectado. Era una revolución.

Hoy la compañía agrupa nueve marcas de calzado —incluidas Ipanema, Grendha y Cartago—, 11 plantas de producción —todas en Brasil—, 18.000 empleados e ingresos brutos anuales de 505 millones de euros. En 2024 despacharon 139,4 millones de pares de zapatos. Para ponernos en contexto, Birkenstock ronda los 34. Pero, según sostienen, más revelador que cuánto producen es cómo lo hacen. La compañía asegura que todos sus productos son 100% reciclables, se manufacturan en fábricas propias, situadas en Brasil, con cero residuos y un circuito de producción cerrado. “La sostenibilidad es una faceta fundamental de nuestro modelo de negocio. Incluso cuando no nos dábamos cuenta”, dice Pedó.

Una trabajadora, en una factoría con ejemplares del modelo Mini Melissa Possession Shiny.

El equipo de investigación y desarrollo lo integran 120 personas, y —según aseguran— su manera de funcionar está basada en la innovación de técnicas y materiales. Un par de Aranha solo tarda 26 segundos en fabricarse. Pero el material que usan, Melflex —una versión del PVC propia, exclusiva y patentada que es más flexible, resistente e impermeable—, lo introdujeron en 2007. Después llegarían la versión Velvet, con acabado mate, y el EVA biobasado de la colección Free —su superventas—, un copolímero que se produce a partir de la caña de azúcar en lugar de los combustibles fósiles habituales.

A la mala prensa del plástico responden con que el suyo no es de usar y tirar: “Los zapatos de Melissa tienen una vida muy larga”. El problema, dicen, no es el plástico, sino lo que se hace después con él. De ahí que en las 420 tiendas que tiene en Brasil haya contenedores donde jubilar los pares que ya no se quieran. De vuelta a las fábricas, se derriten y vuelta a empezar. Sostienen que, en 2023, ya llevaban 13.000 pares reutilizados. Se trata, dice Pedó, de “transformar un material corriente en un accesorio de moda, un objeto de diseño, una pieza de arte”.

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