Lo que se deja ver y lo que no


Imagino una flor en la consulta del psicoanalista (o de la psicoanalista, puto genérico). La veo tumbada en el diván. Dice:
—Tengo la impresión de que lo más importante de mi vida ocurre por debajo de mí. Soterrado, enterrado, no sé. Me molesta carecer de acceso a esa parte oscura, que quizá sea la responsable de mi belleza, pues yo no he hecho nada para poseer estos pétalos.
—¿Quién cree que lo ha hecho? —preguntaría entonces el terapeuta (o la terapeuta).
—Esa zona de la que le hablo. Llámela subconsciente.
Siempre que observo plantas desenterradas de la forma que se aprecia en la imagen, es decir, enteras, imagino una cabeza humana extraída de su cuerpo con el esqueleto. El esqueleto como representación de lo profundo, como el responsable de que nos sostengamos en pie, actuando en la sombra. ¿Saben las hojas de las plantas de la fotografía que por debajo de ellas se produce una actividad frenética y bulbosa para que puedan mostrar tan saludable aspecto? ¿Saben que cuando sufren suele ser a causa también de unas raíces incapaces de asimilar los nutrientes de la tierra?
Pienso entonces en las raíces invisibles de los seres humanos. En todo aquello que quedó reprimido u oculto en los pliegues de la conciencia. Los días en los que me levanto eufórico, con ganas de comerme el mundo, ¿no son el resultado, lo mismo que los días tristes, del alimento psicológico que me ha aportado o dejado de aportar el sustrato onírico? Todo lo que se deja ver depende de asuntos que permanecen ocultos hasta que tiramos de ellos física o emocionalmente y salen a la luz.
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