Polvo de verano: ‘Amor’, por Pol Guasch
En el centro del dolor había una pregunta imposible: si Gael quería follar con otros chicos, ¿cómo podía frenar él ese deseo? Nico aceptó el trato por no perderlo

Follar se había convertido en una suerte de competición. Así lo habían decidido, pensaba Nico, aunque él se había resistido hasta el último momento. Gael le había hablado de ese libro de Miranda July, que había leído buscándose a él mismo todo el rato, también de las pelis de Alain Guiraudie, y de no sé qué podcast que había escuchado en el gimnasio. Gael no le había confesado que en el gimnasio no escuchaba el podcast: miraba a un chico. Esos eran los argumentos que había utilizado para convencerlo. Nico aceptó el trato cuando llegó a la conclusión de que decirle que no era aferrarse a la fantasía de poseerlo: si él quería follar con otros chicos, ¿cómo podía frenar ese deseo? El dolor venía de ahí. De esa pregunta imposible.
Lo decidieron, y follar con desconocidos se convirtió en una competición sin pistoletazo de salida. Primero era un asunto que tenía que ver con la fiesta: Gael echaba de menos esas noches que terminaban con recompensa. Hacía años que escrutaba, felino, las discotecas en vano: había perdido el deseo de bailar, de drogarse, si no existía una presa escondida entre la masa. Dejaron entonces de salir juntos y, cuando lo hacían, era como si todo el rato se suplicaran algo que no se atrevían a reconocer, pidiéndose que no actuaran, que mutilaran el deseo, que dejaran de mirar tanto. Más tarde, Gael propuso introducir las aplicaciones para ligar: estuvieron una tarde entera, con la luz que se apagaba lentamente por las ventanas, discutiendo los pactos. A Nico le irritaba ese nuevo lenguaje que Gael había aprendido a declinar: ¿quién se lo había enseñado? Hablaba de su relación como una cosa que era capaz de mirar desde todos los ángulos, como si existiera fuera, allí, y él no estuviera implicado. Los recuerdos compartidos se convirtieron en hechos; su historia, en un objeto de análisis.
Decidieron que se lo contarían todo, pero más tarde se tuvieron que encontrar dándole la vuelta a la pantalla del móvil mientras cenaban en la terraza y llegaba una notificación, o girando sutilmente el ángulo de la mano mientras chateaban con alguien en el sofá. Hay misterios y misterios, y ese era uno que habían acordado instalar entre los dos: un misterio sin enigma, un secreto doloroso. Nico creía que ya no tenían nada que descubrir juntos. Gael creía que un nuevo mundo se había abierto para ambos.
Fue idea de Nico. Se lo propuso él porque estaba seguro de que, si lo veía, la obsesión se acabaría desvaneciendo. Al final, se convencía, eran los monstruos de la imaginación: todo es peor cuando uno se lo inventa. Subieron una foto juntos y escribieron que buscaban a un tercero. Empezaron a llegar mensajes. Tumbados en la cama, Gael los leía en voz alta y Nico, que lo intentaba escuchar, solo pensaba que se habían convertido, con el tiempo, en el cliché que se había prometido evitar. Eran dos maricones más, se dijo, aburridos de la vida que habían escogido.
El chico entró por la puerta convencido, sin dudar, Gael le ofreció una cerveza, por qué no vamos a la terraza, dijo, y Nico dejó que él condujera la conversación. Le dolía descubrir en su pareja una parte hasta entonces escondida: cuando las palabras banales que ocultan el deseo habían sido para él no le habían sonado extrañas. Entonces eran el lenguaje del juego; ahora, en cambio, le resultaban artificiales, prostéticas, y su novio era como un contenedor que expulsaba tópicos y lugares comunes. De la terraza fueron al sofá, y del sofá a la cama, y había en todo eso algo de traición, pero no del uno hacia el otro, se repetía Nico, sino una traición hacia lo que habían creado juntos. Esas caricias del chico desconocido eran dolorosas por la distancia que abrían entre los dos. Recordó, mientras follaban, que el final del libro de Miranda July era radiante: el matrimonio aprendía a ser feliz en una relación abierta y poliamorosa. Era cuestión de paciencia y de tiempo. Sobre todo de tiempo. Tiempo para acostumbrarse al dolor. Pero no, se repetía mientras ese chico desconocido lo movía en su cama, proponiendo una pose impracticable, no, no lo podía pensar como una habituación al dolor: eso tenía que ser una decisión. Un nuevo modo de vida.
Sin decírselo, no lo repitieron más. La paciencia y el tiempo hicieron su efecto, pero a costa de algo que no sabían identificar y que ya habían perdido. Se continuaban dando por hecho mutuamente, ahora de un modo distinto: necesitaban repetirse que se tenían. Lo hacían con cenas que pactaban cuadrando las agendas, regalándose conciertos a los que acudían más o menos emocionados, quedando después del trabajo para dar un paseo. Ambos se hicieron con un pensamiento que nunca llegaron a compartir: ¿y si la falta de deseo no tenía que ver con el otro sino con uno mismo?
Nico releyó el libro de July y volvió a las películas de Guiraudie, también de Dolan, escuchó en bucle ese podcast, y otros, en busca de respuestas. Quería saber. Intentó repetir algunas frases que decían los personajes, pero en boca suya sonaban absurdas, tan falsas. Escribió a amigas y se descubrió incapaz de hablar de algo que no fuera él, y cuando ellas le respondían, aconsejándolo, solo se fijaba en sus labios moviéndose, donde aparecía, como una condena, Gael. Sabía, porque se lo habían dicho, que el amor era una certeza ilusoria. Que el pacto de una relación cerrada y monógama era tan frágil como cualquier otro, aunque no lo pareciera. Pero de todas las certezas ilusorias, Nico se quedaba con aquella que no le hacía sufrir por si su novio le estaba repitiendo las mismas palabras de amor a otro tío en cualquier lugar lúgubre de la ciudad. Así se lo imaginaba: si estaba follando con otro, era en un lugar lúgubre.
Antes que Nico se fuera de viaje con su familia, Gael propuso pasar un día en su pueblo, allí donde solían escaparse juntos cuando empezaban a conocerse. Llegaron bien entrada la noche y el espíritu desangelado del lugar contrastaba con la familiaridad que Nico sentía cada vez que entraba en esa casa. Follaron como se folla con morriña, con algo de añoranza y deseo acumulado, y Nico se sintió, por primera vez en mucho tiempo, rabiosamente joven, funcional, afortunado de ese cuerpo atlético que odio demasiado, pensó, y que a menudo trato mal, pero se miraba así, despertando el deseo de su novio que lo follaba y lo miraba y le decía que lo quería como no había querido a nadie. Cenaron pizzas y una botella de vino que habían comprado en una gasolinera justo antes que cerrara. Por la mañana, follaron al despertarse (se lo rogó Nico) y después de preparar una ensalada, a punto de ir a la piscina del pueblo (se lo rogó Gael). Al despedirse en la estación de buses que los separaba, esa misma tarde, Nico sintió una tristeza familiar: no sabía reconocer si era porque se quedaría más rato con Gael, o porque una parte de él renunciaba a entregarse como lo había llegado a hacer antes, como si saberse del todo en sus manos, ahora, le despertara un pánico sutil. Puede que fuera otra cosa, pensó, o ambas juntas: a su lado le costaba respirar, pero se sentía seguro.
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