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LAS COPAS Y LAS LETRAS
Columna
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Este sí será el verano de tu vida

Si el verano nos importa es por su capacidad para convertirse en un pasado con peso y significado

Dos de las estrellas infantiles de serie 'Los pequeños traviesos' de Hal Roach, en la playa de Santa Mónica durante el rodaje.
Ignacio Peyró

Uno no espera mucho de un lunes de noviembre y lluvia, pero a un 15 de agosto sí parecemos pedirle un Mediterráneo como el de antes, un amor como el de los 20 años o —por lo menos— una performance de Paquito el Chocolatero que ponga en alerta a los sismógrafos. Será que el verano pertenece, de modo eminente, a esa serie de cosas a las que, una y otra vez, juzgamos menos por la experiencia de su realidad que por la bondad de su promesa. El comunismo iba a traernos la igualdad; las redes, un debate civilizado: de igual manera, cada año el verano nos dice que esta vez sí, que esta vez todo va a ser calas recónditas, cenas bajo el emparrado, y noches sin fin seguidas de mañanas sin ibuprofeno. Como el amor en una playa, la verdad luego resulta más pringosa, y uno ha llegado a preguntarse si no merecería la pena editar una serie de guías turísticas que se aparten del género fantástico. Algo así: “Santorini. Idílica isla griega, conocida por sus atardeceres, su restauración mediocre y sus altos precios. Con un inigualado historial para la decepción, después de contemplar juntos la puesta de sol, es muy probable que su relación sentimental también se aproxime a su ocaso. El vino blanco local es excelente”. Estas guías, sin embargo, serían un fracaso. No porque necesitemos fantasía, sino porque hemos hecho por dentro el cálcu­lo moral de que las miserias, con verano, son menos.

Esto no es algo de por sí evidente, siquiera sea porque lo evidente son las mil y una maneras que el verano tiene de vejarnos. Aquel chiringuito que tanto nos gustaba y que ya solo coge reservas para 2032. La certeza de que pasaremos más tiempo en un Ryanair varado en el aeropuerto que en un yate fondeado en una cala. Ese apogeo del feísmo hispánico por el que el país entero, durante el mes de agosto, parece convertirse en un plató de Telecinco. Todos soportamos lo insoportable del día a día: parece más difícil soportar, con las bolsas de playa, los niños que lloran y un energúmeno que toca el claxon, cómo nos falla esa promesa de felicidad que era el verano. Hace décadas, Luis Antonio de Villena publicó el poemario Huir del invierno. Hoy parece que muchos más bien tendrían ganas de huir del verano, y desarrollamos tácticas refinadas de búsqueda hasta encontrar algún lugar cuyo principal valor para el turista sea que hay pocos turistas. De las vejaciones a las paradojas, posiblemente lo mejor de las vacaciones de agosto fuera cogérselas en noviembre.

Quizá sea justo pensar que, más que desdeñar nosotros el verano, es el verano el que se va alejando, en la vida, de nosotros: cuando el amor no quema ya como quemó un día, cuando los apetitos deben entenderse con los triglicéridos; cuando sentimos que la palabra “ilusiones” debiera completarse con la palabra “perdidas”. Aun así, mantenemos una vieja lealtad al verano, aunque tal vez ya no vayamos a buscarla en los mitos del romance adolescente, sino en un don de conformidad: cuando viajar ya no es una manera de poseer el mundo sino de agradecerlo. Cuando el verano dejó de ser una fiesta y es tan solo —una felicidad plausible— tener más tiempo para leer.

Con los años comprendemos que el verano tenía menos que ver con la promesa de la felicidad que con su recuerdo, a imagen de esos libros que —años después—dejan caer, al abrirlos, granos de arena de alguna playa remota. Es algo que oscuramente parecemos intuir desde siempre, y por eso el verano tiene sus ceremonias de formación de la memoria, como si sembrásemos una celebración para el futuro: el primer viaje con tu novia, la primera vez que llevas a tu hija a ver el mar. Si el verano nos importa es por su capacidad para convertirse en un pasado con peso y significado. El verano es propiamente un recuerdo y, cuando crecemos, tenemos el deber de dárselo a otros. Aunque también hay un espacio para el egoísmo: para fantasear con cómo sería Beniyork en 1977 o evocar a aquella chica tan morena que te sonreía desde el balcón el verano que cumpliste los 14 años.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, dirige el centro de Roma. Su último libro es 'El español que enamoró al mundo'.
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