Venga a abrir sitios como los que acabamos de cerrar
Queríamos refrescarnos de modernidad y voilà: un marciano pensaría que nuestro plato nacional es el ramen


Nada se está quieto. En unos años hemos visto cerrar aquellas cafeterías que daban desayunos y meriendas y abrir esos cafés de especialidad que venden matcha y minimalismo en Triana igual que en Copenhague. En los noventa lamentábamos el adiós a las tahonas de pueblo y, en menos de una generación, tenemos que entrar en las panaderías armados con un glosario —espelta, masa madre, fermentación lenta— que antes solo manejaban los del gremio. Más. Algunas veces nos hemos pasmado de esos platos que nos llevaba más tiempo leer que comer: hoy ocurre lo contrario, y el plato que en 2010 pecaba de retórica (“pequeña locura de solanáceas andinas”), en 2025 bien puede pecar de drasticidad (“la patata”). En el vino, el vaivén de los cambios ha sido muy evidente: a inicios de siglo, un señor de pueblo quería hacer un château de Burdeos en la Mancha; cuarto de siglo después, los modernos de ciudad se escapan a hacer vino al pueblo. En los supermercados, que son el mejor proyector de las supersticiones contemporáneas, la transformación ha sido casi cómica: en Londres ya parece más fácil encontrar ántrax que huevos no orgánicos en los lineales. Aquí está al llegar.
Podemos pensar que todo ha ido a mejor: al fin y al cabo, vale más lamentarse y pagar la tasa hipster por un buen café de Honduras que ser el último castizo y arriesgar el esófago por lealtad a algún lugar donde sirven no se sabe si torrefacto o chapapote. El auge de la cocina en España se ha justificado precisamente en que no había una tradición que pesara como un yugo. En realidad, la mejor veta ha estado en descubrir y orear una tradición humillada, pero sí: el desparpajo nos ha hecho bien. A la vez, podemos pensar que nuestros defectos tienen algo que ver con nuestros complejos. Queríamos refrescarnos de modernidad y voilà: un marciano pensaría que nuestro plato nacional es el ramen. Al mismo tiempo, para conseguir mesa en cualquier Casa Manolo —por poner el nombre de una taberna platónica— ya hay que llamar con meses.
Ocurre especialmente que no hacemos más que abrir sitios como los que acabamos de cerrar. Saddle le hace el guiño a Jockey. El Café Comercial se despide para volver a abrir como Café Comercial. Balmoral bajó la persiana y —20 años después— todavía inspira a otra coctelería que, justo al lado, da en llamarse Balmoral. Mientras, se acaba el tiempo en que los chefs de altura ponían su nombre hasta en cadenas de hamburguesas: nos guía una nostalgia de verdad cada vez menos compatible con gente que asesora pero no cocina, del mismo modo que preferimos los lugares cuyo dueño está cerca y no es un fondo de inversión del golfo Pérsico.
Uno puede contar su vida como un mapa de afectos con las librerías en las que se dejó llevar, las botellas que fueron un “arriba los corazones”, la copa que señaló un día entre los días. Por eso cada restaurante cerrado tiene algo de amistad perdida, y qué no daría uno por volver no ya a una academia como Príncipe de Viana, sino a aquella arrocería cumplidora que se llamaba Balear. Los mismos viajes —con Oriza en Sevilla, Emilio en Zaragoza, Amparito Roca en Guadalajara— parecían añadir un calor positivo de regreso al desplazamiento. Una ciudad pierde mucho si pierde esos lugares donde se está a salvo de todo. Londres, en apenas unos años, ha visto mil adioses: Green’s, Le Caprice, Le Gavroche, el Annabel’s bueno, la taberna de Simpson’s en la City, el rosbif de Simpson’s in the Strand. Casi todos podemos pensar que el mundo conspira contra lo que nos gusta, salvo que lo nuestro sea el reguetón o la novela negra de baja calidad, y al final uno va a Lisboa y no sale del Gambrinus por la misma aprensión, por el mismo espíritu de conservación por el que protegemos al lince ibérico: para que no se acabe el café en cafetera de sifón, ni esa última copa de Madeira que sabe a naufragio. Pero nada se está quieto. Y a veces eso es para bien. En la propia Lisboa reabrió Pap’Açorda y reabrirá aquella gloria que fue el Tavares. En Madrid, el bar del Ritz no será lo mismo, y nadie cambiaría el viejo Zalacaín por el nuevo Zalacaín, pero hay un hilo de vida que pese a todo se mantiene. E incluso han vuelto a la existencia ese oasis manchego que es el Tormo —sí, sí— y vuelve a dar coletazos la merluza de Casa d’a Troya. Igual que hay que llorar las elegías, las alegrías las hay que celebrar con desparpajo.
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