La palabra gracias
Es una palabra devaluada por el uso descuidado. No es fácil convencer al otro de que se lo dices de verdad


La palabra gracias abunda, pulula, se cuela en todos los rincones. Gracias tiene muchos significados, pero la enorme mayoría de las veces se la usa para agradecer al interlocutor por lo que ha dicho, hecho, prometido. No muchas palabras se pronuncian con esa frecuencia y, sin embargo, nunca me había preguntado qué decía cuando la decía.
Me pasa cada tanto: la extrañeza de dar un paso atrás, cambiar la perspectiva y repensar alguna de esas cosas que uno hace sin pensarlas. Chocar con una palabra, por ejemplo, que siempre dije sin saber qué estaba diciendo en realidad. Así que una vez más tiré del hilo y, como tantas otras veces, apareció una cruz.
Las gracias están muy incrustadas en la tradición de los cristianos: las definen como “un favor o don gratuito concedido por Dios para ayudar al hombre a cumplir los mandamientos, salvarse o ser santo”. Y, recíprocamente, la “acción de gracias” era la ceremonia con que un grupo agradecía a su dios porque les había dado una buena cosecha, una buena masacre, un buen botín de esclavos, un monarca, alguna de esas cosas que suelen dar los dioses.
En cualquier caso, en el origen, decir gracias era desear gracias: la persona que decía “gracias” a alguien estaba pidiendo a quien reparte gracias que le entregara alguna a quien lo había ayudado. Entonces la cuestión, como tantas en las religiones, queda tercerizada: tú hiciste algo por mí; yo no hago algo por ti sino que pido al superpoderoso que lo haga, que te recompense. Sería, en última instancia, como decir “que Dios te lo pague”. O sea que, en el origen, decir gracias es asumir que hay un ser superior que nos regala cosas y pedirle que se las regale a fulano o mengano. (No es así en todos los idiomas. En portugués, por ejemplo, gente seria, el sujeto agradece diciéndose “obrigado”, aceptando su propia obligación sin esconderse detrás de ningún dios.)
Dar las gracias es, en síntesis, poner en marcha el mecanismo de la creencia: una muestra más del poder de una religión tan incrustada en nuestras vidas que incluimos sus principios sin saberlo, la practicamos sin querer.
Y lo decimos mucho mucho: ahí afuera en el mundo, en la vida de todos los días, no debe haber diez palabras que repitamos tanto. La palabra gracias suele ser un lubricante de las relaciones más o menos personales: alguien te pasa un vaso y si le dices gracias ya no le debes nada; ante su amabilidad, le has contestado con la tuya y completas el círculo. El problema es que suele sonar falsa, hueca, pura formalidad. Se dice gracias por rutina, porque es lo que se debe, por “buena educación”: es una palabra devaluada por el uso descuidado, por la circulación obligatoria, y no es fácil convencer al otro de que se lo estás diciendo de verdad.
Entonces todo se complica, porque la palabra gracias puede referirse a cuestiones y magnitudes muy diversas. No debe haber muchas que pronunciemos en situaciones tan distintas, con intenciones tan distintas: de lo más formal y distante a lo más verdadero, lo más intenso e íntimo. Usamos la misma palabra para el desconocido que te abre la puerta de una tienda y para el amigo que acaba de hacer por ti ese sacrificio que te salva.
Así, suele ser complicado agradecer en serio. Decir gracias y hacer sentir a alguien que realmente te ha importado lo que hizo requiere muchos adjetivos —mil, millón, muchísimas— o un esfuerzo expresivo importante. Parece tonto pero es muy difícil, y hay quienes dicen que sólo dejaría de serlo si usáramos una palabra para el desconocido que te abrió la puerta y otra para el amigo que te salvó la vida. Inventar, dicen, un gracias verdadero para los casos verdaderos y, así, dejar el gastado para las formalidades —o todo lo contrario. Es una idea interesante y, gracias a Dios, nadie le va a hacer caso.
Y gracias a Dios, ya queda dicho, es una redundancia.
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