Un sofrito de acero y carne humana


Los ojos son una singularidad del universo a la que hemos dejado de prestar atención porque nos cansamos de todo. Estamos tan hartos de la Tierra, por ejemplo, que nos dedicamos a cargárnosla de forma minuciosa mientras miramos codiciosamente a Marte. Tenemos que volver a verlos (los ojos) aislados del resto de la cara para que nos conmuevan, para que nos toquen el corazón, para que nos asombremos de llevarlos puestos sin pagar por ellos un sobrecoste (¿o sí?). ¡Y cómo nos conmueven los de esta cría palestina, una desplazada de tantas, al asomarse al mundo por la herida abierta en una tienda de campaña improvisada a todo correr en el puerto de Gaza! Ignoramos si continúa viva o ha sido troceada ya por una de las bombas descuartizadoras del sanguinario Netanyahu. Quizá esos globos oculares han sido clausurados para siempre por el efecto de un misil. Pero un día, a finales de mayo del año en curso, buscaron una abertura por la que saber qué ocurría ahí afuera y no tenemos ni idea de lo que averiguaron, pero a los que estábamos fuera nos permitieron adivinar lo que ocurría dentro.
Dentro, ocurría un descosido mental metaforizado por el roto de la tienda. Dentro, había una extrañeza verde y traslúcida y purísima. La niña se interroga sobre el horror desde la belleza incomparable de sus ojos. Se pregunta por qué el mundo, su mundo, ha devenido una escombrera de piernas y brazos mutilados junto a infinitos pedazos de metralla, como si un cocinero loco se ejercitara en un sofrito de acero y carne humana sobre el que guisar sus obsesiones religiosas.
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