Cindy Sherman, la mujer de las mil caras: “No me hice fotos para mostrarme, sino para desaparecer”
La fotógrafa estadounidense protagoniza este verano una gran exposición en Menorca. Desde su estudio en Nueva York, habla sobre su vida, el feminismo, los selfis, Goya y la transformación como herramienta artística


Su rostro ha sido todos y ninguno. La estadounidense Cindy Sherman (Glen Ridge, Nueva Jersey, 71 años) no solo transformó la fotografía contemporánea: la desmanteló y la reconstruyó desde dentro con la audacia de las pioneras. La convirtió en un sueño extraño, en un teatro de sombras, en un espejo quebrado donde cada minúsculo cristal refleja una identidad distinta. Y, de paso, cambió nuestra forma de mirar y de mirarnos. Sus imágenes son mentiras cargadas de verdad. En ellas borra todo rastro de sí misma y se apropia de las tipologías femeninas que circulan por la televisión, el cine, la publicidad y también las redes sociales. En cada fotografía, ella se encarga de todo: posa como modelo, se maquilla, se peina, se disfraza, monta el decorado y grita acción. Sherman ha trazado nuevas vías para el retrato contemporáneo y ha influido en varias generaciones de artistas —Cate Blanchett, Isabelle Huppert, Lady Gaga, Miranda July o Chappell Roan la señalan como ejemplo a seguir—, así como en las drag queens más sofisticadas o en los códigos estéticos de la última mitad de siglo, de la publicidad de moda a esas portadas de revista retocadas hasta rozar lo grotesco.
Quizá por su costumbre de controlar cada detalle, a Sherman no le gusta ponerse delante de la cámara de otros. “Es incómodo”, admite con una sonrisa amable al abrir la puerta de su domicilio: un dúplex neoyorquino con un estudio en la planta inferior, colmado de disfraces, espejos y otros accesorios, y un piso superior que hace las veces de hogar. Si esta vez ha hecho una excepción, es por exigencias del guion: la necesidad de hablar de The Women, la exposición que su galería, Hauser & Wirth —que nos ha traído hasta Nueva York para visitar a la artista—, inaugura el 23 de junio en la Illa del Rei de Menorca, una especie de retrospectiva informal que reunirá obras de sus series más conocidas, desde los años setenta hasta la actualidad.
La muestra, que toma su título prestado de una vieja película de George Cukor, aspira a demostrar cómo Sherman revolucionó la fotografía hasta convertirse en una de las principales figuras de la disciplina. En especial, por su deconstrucción de las reglas del género, que supo desmontar mucho antes de que estuviera de moda. Lo hizo interpretando a un sinfín de personajes ante la cámara, cambiando de rostro, de cuerpo y de identidad, como una Barbie enloquecida que se probara todos los disfraces sociales para revelar qué se esconde detrás de ellos. Metida en la piel de estrellas de cine, femmes fatales, damas de la alta sociedad o fashionistas en decadencia, Sherman compone un archivo inquietante de los estereotipos de género, con todas sus máscaras y sus espectros.

La artista vive desde hace 19 años en un edificio discreto de una quincena de plantas en el bajo Manhattan, situado en una calle que corre paralela al río Hudson. Allí donde antes abundaban los lofts industriales y el pulso bohemio, hoy se alinean oficinas de diseño y tiendas de lujo. “Cuando lo compré, tenía vistas al río. Ahora solo veo edificios. Es parte del progreso de Nueva York, supongo”, se resigna Sherman, que a sus 71 años ha tenido tiempo de ver desdibujarse aquel triángulo vibrante entre el Soho y Tribeca, antaño rebosante de galerías, estudios y artistas. “Todo se ha vuelto un poco aburrido”.
La artista trabaja sin asistentes, rodeada de un universo de objetos incongruentes: pelucas, cabezas de maniquí, vestidos de segunda mano, joyas antiguas, fotos de moda, retratos de época, bigotes postizos, un par de pesas de 10 libras y un artículo recortado de The New Yorker. Sobre su escritorio descansa una imagen inquietante: la cara de un payaso triste, símbolo perfecto del carnaval de identidades que ha hecho desfilar a lo largo de su carrera, y de esa mezcla de artificio, melancolía y transformación que atraviesa toda su obra.
Un rato antes, de camino a su estudio, caemos en la paradoja: no tenemos claro qué cara tiene Sherman. Podríamos cruzarnos con ella por la calle y no reconocerla. “A veces sucede, pero no es frecuente. Ser una artista conocida no es como ser una celebridad. Quizá en Europa es distinto, pero aquí a los artistas no les presta atención nadie. Y la verdad es que lo prefiero. Me gusta pasar inadvertida, ser una persona normal, ir al supermercado sin que nadie se dé cuenta”. Ese relativo anonimato no deja de ser irónico: en su trabajo, su rostro está en todas partes. Desde Untitled Film Stills a finales de los setenta —larga serie de retratos en los que se travestía de heroínas de películas que nunca existieron—, Sherman ha interpretado decenas de arquetipos femeninos: amas de casa, ejecutivas agresivas, oficinistas solitarias, chicas de pueblo recién llegadas a la ciudad, aristócratas y vírgenes católicas.

De niña, Cindy Sherman ya prefería disfrazarse de bruja o de monstruo antes que de princesa. “Vestirme para estar guapa no me interesaba. Me parecía más divertido transformarme, parecer otra persona, convertirme en una abuela”, recuerda. Uno de sus primeros recuerdos, inmortalizado en una vieja fotografía, la muestra caminando por su barrio vestida de anciana, convencida de que podía engañar a los vecinos sobre su verdadera identidad. ¿Reflejaban esas elecciones tempranas una incomodidad con las normas sociales de la época, que empujaban a las niñas a convertirse en jovencitas guapas, con curvas y aptas para casarse? “Nunca lo había pensado, pero supongo que sí”, responde. “Tal vez era una forma de rebelarme contra esa idea de que las niñas debían ser princesas, novias y bailarinas, todas esas versiones dulcificadas de lo femenino”. A la vez, insistía en imitar a las grandes divas del cine clásico, como Sophia Loren o Marilyn Monroe. “Siempre me fascinó ese artificio, aunque también lo criticara. Después de la universidad me sentía muy feminista: no me maquillaba, dejé de usar sujetador, me dejaba el pelo al natural. Pero seguía obsesionada con esas prendas antiguas, esos corpiños, esa estética de los cincuenta y los sesenta. Me gustaba jugar a convertirme en esas mujeres, aunque no quería ser como ellas”.
Sherman creció en los suburbios de Long Island, que por aquel entonces aún conservaban algo de campo abierto y olor a tierra: un puñado de casas desperdigadas entre cultivos de patatas. Pasaba los veranos descalza, corriendo libre junto a los niños del vecindario. Era la menor de cinco hermanos, hija de una profesora y un ingeniero que la tuvieron pasados los 40. “Llegué cuando ya nadie me esperaba. Creo que esa sensación de no encajar fue lo que me llevó a querer convertirme en otras personas. ¿No os gusta esta versión de mí? A ver qué os parece esta otra…”.
Sus padres siguieron casados hasta la muerte de su madre, aunque, como recuerda Sherman, no fueran especialmente felices. “Tal vez por eso nunca tuve esa ilusión de encontrar al marido perfecto, ni nada por el estilo”, dice Sherman, que ha tenido relaciones con los artistas Robert Longo y Michel Auder, el actor Steve Martin y el músico David Byrne. De pequeña, lo único que tenía claro era que se le daba bien el arte: en el colegio siempre sacaba las mejores notas en dibujo. “Quise ser artista, aunque no tenía ni idea de lo que eso significaba. Me imaginaba haciendo caricaturas en ferias o dibujando en los tribunales”, bromea. “Creo que fue una forma de escapar”. Años después, Sherman ha identificado algo más profundo en ese impulso inicial por crear: esa herida narcisista que, para tantos artistas, nace de una carencia afectiva. “Sí, lo entendí muchos años después, estando ya en terapia”. En sus inicios, muchos la acusaron de ególatra por fotografiarse a sí misma una y otra vez, una interpretación que siempre le resultó injusta y contraria a su intención real. “No lo hacía para mostrarme, sino para desaparecer”, explica. “No quería ser yo. Más bien al contrario: estaba intentando dejar de serlo”.
Se ha sugerido en numerosas ocasiones que su obra anticipa la era del selfi, hipótesis que ella rechaza de plano. “Los selfis son otra cosa”, dice con firmeza. “Suelen intentar que uno se vea bien, promover una imagen favorable de uno mismo. No es eso lo que yo hago. Además, siempre he odiado ese ángulo de cámara”. Mientras el selfi celebra, Sherman parodia. Su obra es una sátira del yo que sabotea cualquier asomo de vanidad. Sus personajes, incluso los más bellos, siempre tienen algo que incomoda, una grieta en la superficie, un fondo oscuro. “Me interesa encontrar belleza en cosas que otros no consideran bellas”, dice. En sus Disaster Pictures, por ejemplo, lo que de entrada parece un estallido cromático se revela, cuando lo miramos de cerca, como un cúmulo de suciedad y residuos. “Ya hay suficientes artistas haciendo cosas bonitas”, zanja. Lo suyo es lo incómodo, lo ambiguo, lo grotesco y lo abyecto.






En su obra se intuye un retrato distraído de la cultura estadounidense en toda su turbiedad, lectura que no incomoda a esta discípula imaginaria de August Sander, el fotógrafo que retrató con mirada entomológica los rostros de la República de Weimar, clase por clase y oficio por oficio. “Cuando empecé no era consciente de ello. Nunca pensé: ‘Voy a capturar la esencia corrupta de América’. Simplemente jugaba. Me gustaba disfrazarme, cambiar de identidad, explorar los modelos que me habían marcado. Aunque, claro, todos eran estadounidenses…”. Todos sus personajes tienen algo en común: están tristes. “Están confundidos”, matiza ella. En sus retratos se adivina la fealdad moral de una cultura marcada por la ansiedad social, el miedo latente, un puritanismo encubierto. Sherman ha atravesado los años más sombríos de la historia reciente de su país, de Nixon a Reagan, de Bush a Trump. “Estoy muy preocupada, por supuesto. Lo que sucede es terrible”, responde, aunque evite ahondar en la política actual, quizá escarmentada por la avalancha de ataques que recibió el pasado otoño tras expresar públicamente su apoyo a Kamala Harris. “Me acusaron de ser progenocidio, incluso cuando posteaba cosas que no tenían nada que ver”. Poco después, abandonó las redes.
Desde sus primeras obras, su universo destila un murmullo de amenaza, una tensión psicológica constante que ella asocia a su fascinación por el cine de terror. “Busco esa emoción que se experimenta en una montaña rusa: un miedo controlado, porque sabes que no va a pasar nada malo. Puedes gritar solo por el placer de hacerlo”. Su obra, siempre inquietante, cobra nuevas resonancias en plena era de los filtros y los retoques, los cuerpos de plástico y la obsesión por el Ozempic. “Las presiones de hoy son mucho mayores que en mi juventud”, asegura. “Entre las redes sociales, la cirugía estética, la voluntad de parecer perfectos y ahora la exigencia de definirse en términos de género, todo se ha vuelto más complejo”. Ella tampoco se siente del todo cómoda al mirarse al espejo. “No es solo el envejecimiento. Las cámaras digitales capturan hasta el último poro. Recurrir a lo grotesco y a lo abyecto también es una forma de protegerme”.


Uno de sus retos más recientes ha sido convertirse en hombre. Ya lo intentó, sin éxito, en los años setenta. “Me salían detectives de cine negro, tipos duros sin profundidad”, recuerda. El experimento quedó en suspenso durante décadas, hasta que se atrevió a volverlo a intentar con la serie Men, desvelada tras la pandemia. “Fue muy difícil. Había una línea muy fina entre lograr algo ambiguo o caer en el ridículo”. El resultado es un conjunto de figuras melancólicas, incluso patéticas, atrapadas en la ruina de una idea caduca de masculinidad. “Algunos los interpretan como hombres trans. Me preocupaba que la comunidad trans pudiera sentirse ofendida. Pero nunca recibí críticas”, dice Sherman, que siempre se ha sentido “cercana” a ese colectivo.
Al comienzo de su carrera, muchas voces feministas la celebraron, pero otras tantas la cuestionaron. Se la considera una figura clave del arte hecho por mujeres durante las últimas décadas, pero nunca ha trabajado desde consignas ni doctrinas. Varias veces le exigieron que sus imágenes fueran acompañadas de una advertencia, de una nota que aclarara que su tono era irónico y mordaz. Ella se negó. La polémica se concentró en series como Centerfolds (1981), inspirada en las revistas masculinas, donde retrató a jóvenes tumbadas, en posición vulnerable y posando en escenarios domésticos. Algunos creyeron que eran víctimas de violencia. Otros vieron en ellas figuras sexualizadas. “Mi intención era otra”, aclara Sherman. Aun así, como en el resto de su obra, consideró que la ambigüedad formaba parte de este juego.


Dice que hace años que lleva una vida tranquila y algo apartada, dividida entre su apartamento en Manhattan y su refugio en Los Hamptons, no muy lejos de la casa de Jackson Pollock. Allí cultiva un jardín de orquídeas junto a su nuevo novio, recoge los huevos de sus 17 gallinas y disfruta del silencio. En un día normal va al gimnasio: hace pilates casi a diario y entrena con pesas dos veces por semana, disciplina que sustituyó al boxeo, que practicó durante años. Pese a ese retiro relativo, mantiene una conexión intensa con el torrente visual que define nuestro tiempo, del que se alimenta gran parte de su obra. Sherman observa, absorbe y transforma. Tiene una lista inagotable de películas y series —“decenas, tal vez centenares”— que consulta cuando necesita estímulo. La busca en su ordenador. Ahora mismo está revisitando la filmografía de Nicolas Cage, por su querencia hacia los personajes chiflados o desquiciados, y tiene anotado lo último de David Cronenberg y las tensiones familiares de la serie Bad Sisters. Durante un tiempo siguió a varias drags en Instagram y no se perdía los programas de RuPaul, fascinada por su capacidad de construir identidades a través del maquillaje, las pelucas y la performance. “Me interesaba cómo, aunque cambiaran de rostro, seguían interpretando siempre al mismo personaje”, dice Sherman, que reconoce una afinidad directa con su propio trabajo. Con una diferencia clave: ella prefiere que la transformación ocurra en soledad, en el estudio, frente a su cámara. “Nunca podría subirme a un escenario”, dice esta mujer afable pero algo esquiva e incómoda ante el éxito.

En los años ochenta, cuando se convirtió en una de las artistas más aclamadas gracias a estilizadas imágenes en blanco y negro, respondió con fotografías hechas de vómito simulado, insectos de plástico y restos de comida. “No quería ser la artista del momento. Sabía que eso conllevaba un peligro, tal vez una vida profesional corta”, se explica. A principios de los noventa, volvió a suceder con sus Sex Pictures, para las que utilizó prótesis, muñecos y fragmentos de cuerpos artificiales para desafiar al mismo tiempo la censura conservadora, que hacía estragos en la anterior guerra cultural, y la pornografía hueca de algunos artistas masculinos. “Por ejemplo, Jeff Koons”, dice sin cortarse. Más recientemente, mientras los artistas echaban pestes de la inteligencia artificial, ella quiso experimentar con ella y expuso el resultado en las redes. Le fascinó: cabezas que brotaban del césped, rostros derretidos, seres con múltiples ojos y varios miembros. “Era increíble, hasta que corrigieron el algoritmo. Supongo que no querían que salieran cosas tan raras. Ahora todo es aburridamente bonito. Ha perdido totalmente la gracia”.
Hay algo profundamente goyesco en su obra, comparación que recibe con una sonrisa abierta. “Es uno de mis grandes referentes. La primera vez que fui al Prado, hace ya muchos años, me dejó noqueada”, recuerda. Le fascinan tanto los caprichos como los retratos, las pinturas negras como los dibujos. Como en la obra de Goya, en la de Sherman hay una inquietud ominosa que se cuela bajo la superficie: rostros que parecen humanos, pero se deslizan hacia lo animal y lo monstruoso. Una sociedad que se degrada, que se brutaliza, que pierde sus contornos morales. Sus personajes también habitan esa zona gris entre lo familiar y lo extraño, lo reconocible y lo perturbador. Vistos hoy, bajo la luz sucia del presente, parecen criaturas de una época enferma, espejos deformantes de una cultura en crisis.
Cindy Sherman ha retratado como pocos creadores la violencia latente que la vida contemporánea esconde bajo la pátina de la opulencia y el confort. En sus últimas imágenes, belleza y horror comparten el mismo encuadre. Rostros tersos de perfección cosmética que, al mirarlos de cerca, revelan una podredumbre interior, igual que esta metrópolis magnífica que huele a basura, como si estuviéramos en la Roma de los últimos días. Bajo el barniz del lujo y el dinero, el mundo de hoy sigue ocultando las mismas ruinas. Puede que Sherman lo entendiera antes que nadie. ¿Cómo querría ser recordada? “Me gustaría que la gente que vea mis fotos logre cuestionar sus prejuicios sobre los demás, sobre las mujeres, sobre el mundo”, responde. Misión cumplida.
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