Borja Ordoño, chef de Ultramarinos Marín: “Para mí, el lujo ha muerto. El único lujo hoy es lo artesano”
En Barcelona, un milagro gastronómico: comer lo de siempre como nunca

Todo empezó con un bote de garum”, dice Borja Ordoño (Vitoria, 38 años), que en septiembre celebrará los cuatro años de Ultramarinos Marín (Balmes, 187, Barcelona), el restaurante que no ha dejado de estar de moda desde que abrió. “Leí que todos los hombres piensan en el Imperio Romano y yo debo de ser de esos. Siempre me ha gustado mucho la historia, y cuando cayó en mis manos De re coquinaria, de Apicius, aluciné con lo que contaba de aquella salsa a base de sal y pescado”. En su local la elabora, la vende y la declina en lemon garum (su agua de Lourdes), ginger garum y oxygarum, que usadas como condimento dan a sus platos un toque como de recién salidos del mar, ultramarinos.
A pesar de todos los productos que salen de su obrador y de los llenos diarios en su restaurante (por aquí pasan 16.000 clientes al año), Ordoño es contundente: “Todavía no hemos hecho nada. Hay mucho por hacer y por reivindicar, hay que cambiar la alta cocina, y tengo aún cosas que contar como cocinero”. Su inquietud le lleva a estar en constante movimiento, como un tiburón que no puede detenerse porque, si lo hace, perece. “Hago cosas nuevas todo el rato porque no me gusta nada lo que hago. Me gustan durante una semana y después pienso que se tiene que mejorar o que hay que hacer algo distinto. Aplicamos cambios, a veces imperceptibles para el cliente, constantemente. La suerte es que se me ocurren bastantes cosas. Quizás tendría que hacérmelo mirar”.



Ultramarinos Marín es vuelta atrás sin retroceder ni un paso: de hecho, es el presente y el futuro de la hostelería de la ciudad donde triunfa hoy lo de toda la vida, pero con una técnica depurada, el mejor producto y nuevos aires en la sala. Desde su barra, una de las más animadas de Barcelona, los escabeches y escalivadas de la vitrina y, detrás, la actividad frenética de la plancha donde las cigalas y los calamares se cocinan levemente. Las paredes están llenas de las conservas de tomate y piparras encurtidas que se elaboran en esta casa, donde también se hace el pan y las terrinas, mojamas, anchoas (harán más de media tonelada este año) y chacinas de carne y de pescado que esperan alegrarle la tarde a algún comensal (y desde hace un mes también en el vecino Ultrapaninos Marín, el obrador del restaurante). Al fondo, el asador, una suerte de fragua de Vulcano donde se gobiernan las brasas y la cocina económica para que el conejo o el salmonete lleguen óptimos al plato.
Ordoño reconoce que es “algo arisco, introvertido y obsesivo”, que le gustaría leer más, que lleva mal las entrevistas y las galas y que intenta bloquear los comentarios, buenos y malos, que le llegan. “Hay que agachar la cabeza, seguir trabajando e ir haciendo poco a poco, nadando hacia el horizonte”. Vive el oficio de cocinero con tensión y como una labor de entender y controlar los ingredientes y las preparaciones. “La frase que más me angustia es la de ‘cada vez como mejor aquí’, y eso me presiona para que a la próxima salgas aún más contento”. Durante 12 años vivió con las únicas pertenencias que cabían en dos maletas y se dedicó a trabajar en todos aquellos restaurantes del mundo que le causaban admiración, unos 40, entre los que se cuentan Etxebarri, Noma y Baest. “He tenido que bregar mucho en cocinas muy hostiles, donde no te ayuda ni Cristo, desde que tenía 20 años”. Del hartazgo de ciertas dinámicas vistas y vividas en los restaurantes nació un desencanto que, mezclado con sus ganas de ir siempre a contracorriente, le impulsó a abrir algo distinto: “Dar de comer algo de verdad. Me llegaron a ofrecer un cheque en blanco para montar el restaurante de mis sueños en Bahamas, pero después de toda la mierda que he tragado no me iba a poner a cocinar para Justin Bieber: prefiero darle de comer a Jordi Vilà”.



Enamorado de la cocina catalana, de Barcelona y del Mediterráneo, intenta defender el territorio con cada plato. “Hay que empezar a revertir esta situación en la que hoy es más fácil encontrar un tataki que una romesco bien hecha. ¿Dónde están las escalivadas? Son una de las cosas más increíbles de la gastronomía catalana, algo mágico”. En la buena trabazón de un alioli, en el fulgor de un pimiento asado, ahí es donde Ordoño encuentra el sentido. “Para mí, el lujo ha muerto. El único lujo hoy es lo artesano, el de tener que volver a un sitio para conseguir algo que no puedes encontrar en ningún otro. Y ¿qué es más lujo? ¿Estar en un restaurante de tres estrellas encorsetado con todas sus formalidades o que puedas estar aquí con tu hijo, tu perro, un rodaballo, apurando sus espinas con las manos, una botella de champán y cantando el cumpleaños feliz?”.

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