La ensaimada: la pieza de bollería perfecta que puede comerse al cruasán
Si se analizan sus ingredientes —con la manteca de cerdo como protagonista— debería ser reivindicada frente a otras elaboraciones de repostería importadas. Es el emblema gastronómico de Mallorca, donde nació y donde aún se debate su verdadero origen…, aunque algunos lo tienen claro


Cuando el pastelero Ricardo Vélez estudiaba en la Escuela de Pastelería de la Comunidad de Madrid, en los años noventa, la ensaimada era una pieza de examen. Un básico —elaborado con harina de fuerza, huevos, manteca de cerdo, azúcar y agua— que había que dominar si se quería salir titulado del reputado centro de Santa María de la Cabeza, en Madrid. “Esta elaboración es muy manual: requiere mucha técnica, cuidar las proporciones de los ingredientes para lograr un amasado homogéneo, estirar, afinar la masa, saber enrollar y tensar, y tener paciencia, porque necesita muchas horas de reposo”, resume Vélez desde su obrador, próximo a la calle de Atocha. De allí salen las ensaimadas —en este caso, la versión clásica— que ofrece en el histórico restaurante Lhardy, donde está al frente de la partida dulce, y en su pastelería, Moulin Chocolat, donde ha comenzado a elaborarlas en unidades de 240 gramos, con manteca de cacao criollo de Venezuela que le proporciona Valrhona.
Es su niña bonita y la reivindica sin rodeos: “Ojalá los pasteleros vuelvan a hacer ensaimadas y le ganemos la partida al cruasán”, dice, en referencia al bollo de origen austriaco, aunque la creencia popular lo sitúe en Francia. “Es mucho más fácil de preparar porque se hace mecánicamente. La ensaimada no ha triunfado tanto porque no se ha podido industrializar más, aunque sus ingredientes son más baratos”, apunta. Sirva de ejemplo el siguiente dato: mientras que el kilo de una buena manteca de cerdo, “tan española”, cuesta 3 euros, el de mantequilla asciende a 12 euros. Lo que eleva el coste de la ensaimada, matiza Vélez, es la mano de obra y el tiempo que se emplea en hacerla: la masa fermenta durante un mínimo de 12 horas. “Es única en nuestro país y deberíamos defenderla como pastelería española. Es una pieza de Mallorca. Allí, la ensaimada es palabra de Dios”, afirma el pastelero madrileño.


A casi 600 kilómetros de distancia, con un mar de por medio, se encuentra el Forn de Sant Francesc, en Inca, al norte de Mallorca. Desde las 3.30, este obrador —del que salen panes y todo tipo de virguerías de repostería— está a pleno rendimiento. Allí se encuentra, acostumbrado al madrugón de cada día y sin pestañear, Joan Seguí (Inca, 47 años), miembro de la quinta generación al frente de este negocio familiar, que regenta junto a su esposa, María Sancho. Gracias a las redes sociales —tiene 372.000 seguidores en Instagram—, ha convertido este pequeño local en un centro de peregrinación. Vienen en busca de su famosa ensaimada, que en 2017 ganó el premio a la mejor del mundo. “Hay gente que se baja del crucero en Palma y, en vez de ir a ver la catedral, coge un taxi y se viene hasta aquí. Yo hago lo de siempre, que es elaborar lo que se hacía en esta casa desde 1954, incorporando novedades que se nos ocurren”, cuenta Seguí. El olor a ensaimada le ha acompañado desde pequeño: “Vivíamos encima de este obrador, y desde bien joven aprendí a hacerlas. Es sencillo, pero a la vez no es nada sencillo. No hay dos iguales. Puedo hacer 15 seguidas y salen todas diferentes”. Eso sí, advierte de que la calidad de los ingredientes ha de ser extrema. Utiliza la misma manteca de cerdo desde hace 20 años, que le mandan de Valencia.
Al igual que Vélez, Seguí resalta que no se trata de un producto caro por sus materias primas, pero sí muy laborioso. “Lleva muchos minutos de reposo y horas de fermentación, de estirar, de mezclar con delicadeza la manteca, de poner una capa de masa y otra de grasa para hacer el hojaldrado, de hacer la forma de una especie de gusano, de volver a dejar reposar, de volver a estirar y enrollar en forma de espiral…”, relata, mientras le va dando forma sobre una mesa de madera de haya a una de las piezas que, al día siguiente, a primera hora, meterá en el horno.
“Desde que empiezas una hasta que la pones a la venta pasan 20 horas”, añade. Despacha a diario un centenar de unidades en formato grande y de medio kilo —las idóneas para viajar—, y unas 120 pequeñas. Y defiende Mallorca como la cuna. “Se hacen ensaimadas fuera de aquí, pero no son iguales. Hubo un mallorquín que se llevó el agua de la isla para hacerlas fuera, pero no le salieron igual. Se supone que es el clima, la humedad…”.


La ensaimada es el emblema dulce de la isla, sostiene Pau Llull, presidente desde hace seis años del Consejo Regulador de la Indicación Geográfica Protegida (IGP) Ensaimada de Mallorca, aprobada en 1996 como denominación específica y desde 2003 como IGP. “Es el souvenir alimenticio que más viaja, se identifica con la isla y tenemos que defenderlo y protegerlo frente a los elaboradores industriales, que venden en el aeropuerto”. Y aporta un dato: solo el 10% de las ensaimadas que se venden en Mallorca —unas 31.500 unidades— están amparadas por el organismo que preside, al que pertenecen ocho productores. “El resto no puede poner ‘Mallorca’ ni hacer mención a ningún vínculo con la isla”. Esto no significa que las demás ensaimadas sean industriales, sino que hay obradores que no desean vincularse con esta institución.
Sobre el origen de la ensaimada hay diferentes versiones. “Es complicado dar un poco de luz a esta cuestión”, anticipa el cocinero, escritor y estudioso de la gastronomía mallorquina Toni Piña, sentado en una mesa del restaurante de Andreu Genestra, en la localidad de Llucmajor. “No hay documentación sobre su origen. Algunos lo atribuyen a los musulmanes porque recuerda a la forma espiral del gorro que llevaban”. Alude al escritor Miquel Ferrà i Martorell, quien, en su libro Ayer y hoy de la cocina mallorquina, hace una referencia interesante: “Habla de las bulemas dulces, ensaimadas sarracenas, donde se elimina la manteca de cerdo y se pone la manteca de leche de oveja”.


Lo positivo llega al final, cuando el historiador expone que puede estar rellena de pasta de patatas, espinacas, acelgas, berenjenas o judías, aunque pone el foco en el origen oriental. Ahí es donde quería llegar el experto, que defiende la importancia del pan en forma de espiral (con un significado: la continuación del tiempo) y trenzado (que representa la unión al entrelazar las dos tiras de masa) para la comunidad judía en festividades como Rosh Hashaná (Año Nuevo) o el sabbat (el sábado de descanso).
“Hay una riqueza abundante de repostería salada y dulce, con procedimientos, formatos e ingredientes similares a la ensaimada”, abunda Piña. “Me agarro al formato y a los ingredientes de estas elaboraciones, como las bulemas, rodonchas o el jalá (pan trenzado que se come en las festividades judías), que llevan harina, huevo, levadura, azúcar y aceite”.
Algo no encaja en el argumento: falta un ingrediente fundamental, la manteca de cerdo. Para colocar esta pieza hay que viajar hasta 1492, cuando los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de España. Algunos no pudieron huir de Mallorca. “Los que se quedaron, estaban controlados por la Inquisición y tuvieron que convertirse. Para demostrar que habían abrazado el cristianismo, comenzaron a incluir manteca de cerdo en sus preparaciones. Así salvaban la vida. La ensaimada debería incorporarse al repertorio de la cocina conversa”.


En Palma existe un pequeño paraíso goloso: el Fornet de la Soca, con un delicioso escaparate y una puerta junto a la cual se apilan varias cajas de cartón —casi una obra de arte con forma octogonal, en la que viaja cómodamente esta pieza de bollería—. En la planta baja —donde parece que el tiempo se ha detenido—, hay movimiento desde las 5.30. A esa hora se empiezan a hornear las masas que se dejaron fermentando 24 horas antes. “Somos artesanos, no queremos hacer miles de ensaimadas; como máximo, entre 60 y 80 de tamaño grande, y entre 100 y 200 pequeñas”, cuenta María José Orero, copropietaria del negocio. A su lado, su esposo, Tomeu Arbona, cruza dos bastones de masa con los que va a dar forma a una de sus especialidades: la trenzada, que había caído en el olvido.
Lleva 15 años —desde que el matrimonio decidió reinventarse en esta nueva profesión (ella era maestra; él, psicoterapeuta)— estudiando el recetario y siguiendo el origen antropológico de la cocina mallorquina. En esa búsqueda por lo auténtico, decidió recuperar ese tipo de pieza trenzada, a la que le añade patata. “La espiral sin trenza es más comercial y económica. De una trenzada obtienes tres de las otras”, cuentan.
Existe otra creencia popular: que la ensaimada lleva cabello de ángel en el interior. “Se hacía porque aportaba humedad y era una manera de que no se secaran cuando viajaban fuera”, agrega Arbona, empeñado en recuperar el patrimonio histórico y en enseñar otros productos de la repostería de España. “Nos gusta que nuestra ensaimada no haga kilómetros, que se coma aquí, que no sea un producto turístico”, apunta Orero, que la defiende frente a otras opciones. “Hay gente que no sale del cruasán”.

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