Comerse a los caníbales
Aun la guerra más justa termina cometiendo injusticias y nos convierte a todos en antropófagos


Acabo de dar un par de charlas en Luxemburgo, ciudad que no conocía (mil gracias al embajador español Josep Maria Rodríguez Coso, a la directora del Cervantes Teresa Iniesta, a Pedro Díaz, presidente del Círculo Antonio Machado, y al editor y amigo Max Lacruz, generosos anfitriones de mi viaje). Este bello y acogedor mini-Estado en el centro de Europa es como un pequeño paraíso. El sol primaveral hace arder los mil matices del verde de la exuberante vegetación, tan lozana y perfecta en cada una de sus hojas que parques y bosques podrían haber sido creados esa misma mañana. El transporte es gratis, y los modernos tranvías multicolores parecen recién llegados de un alegre futuro. Todo es confortable, calmado, bonito, una burbuja de vida radiante ajena al dolor y al peligro.
Lo cual es un amable espejismo, por supuesto. Porque los humanos vivimos en el filo del cráter de un volcán que quizá se adormezca de vez en cuando. Pero, si escuchas con atención, podrás advertir el silbido del magma por debajo, la presión de la ardiente oscuridad que se va acumulando a nuestros pies.
A las afueras de Luxemburgo hay dos cementerios militares. Uno, el norteamericano, alberga más de 10.000 cadáveres de los soldados estadounidenses muertos en estas tierras durante la Segunda Guerra Mundial. Es semejante al famoso cementerio de Arlington en EE UU: césped impoluto, miles de discretas cruces de un blanco deslumbrante, la bandera ondeando. Es el camposanto de los vencedores; austero pero imbuido de orgullo bélico. Muy próximo, al otro lado de la carretera, está el prado de los soldados alemanes. Es mucho menos extenso, no hay banderas. Pequeñas lápidas de piedra oscura y basta, sin pulir, acogen cada una a cuatro cadáveres. Es el hacinamiento de los vencidos. Hay en total cerca de 5.600 muertos; bastantes carecen de nombre; muchos, a juzgar por las fechas, solo tenían 17 años. Muy cerca de este Luxemburgo hoy tan pulcro y lindo tuvo lugar la feroz batalla de las Ardenas. Eran los últimos combates del conflicto europeo; a Hitler ya no le quedaban hombres y por eso mandaba al frente a los niños. Qué miedo debieron de pasar esos chavales. El melancólico y profundamente humano cementerio alemán sí que da una medida del horror de las guerras. Ahora este corazón de Europa es una postal del bienestar, pero hace tan solo 80 años fue un matadero. La crujiente hierba de los parques creció sobre una tierra ensangrentada.
Hoy vuelven a retumbar los tambores de guerra en el mundo. No soy una pacifista a ultranza: hay veces que el Mal es tan absoluto, tan agresivo, que hay que defenderse. Como pasó con Hitler. Por supuesto que era necesario acabar con el horror sin paliativos del nazismo, pero al mismo tiempo sé que la guerra es un monstruo que devora a todos los que la transitan. Ciega y envilece; roba la dignidad de los vencedores y de los vencidos. Poco a poco, y sobre todo gracias a historiadores británicos como Giles MacDonogh, Antony Beevor o Tony Judt, hemos ido conociendo las atrocidades que los aliados cometieron contra la población germana tras la victoria. Se calcula que solo en Berlín fueron violadas 100.000 mujeres y niñas alemanas, en su inmensa mayoría por las tropas rusas, y el 10% murió a consecuencia de las heridas causadas por las agresiones. Las farolas de las ciudades derrotadas se llenaron de cadáveres de civiles colgados (hay fotos de avenidas interminables). Y los 90.000 presos alemanes tomados tras la batalla de Stalingrado fueron maltratados tan bárbaramente que solo sobrevivieron 5.000. Qué horrible es el ser humano cuando se vuelve horrible. Sí, lo sé, a veces parece que la guerra es la única posibilidad de supervivencia, y quizá sea así. Pero tengamos claro lo que la guerra nos hace. El frenesí bélico es un virus que nos infecta de inhumanidad. Cuando Jorge Luis Borges, que por desgracia apoyó al principio a la junta militar argentina, fue preguntado meses después qué opinaba de la gestión de los golpistas, contestó decepcionado: “Nos estamos comiendo a los caníbales”. Creo que la frase podría extrapolarse a cualquier conflicto armado: aun la guerra más justa termina cometiendo injusticias y nos convierte a todos en antropófagos. Por eso hay que hacer lo posible e incluso lo imposible por acallar esos tambores que vuelven a resonar bajo la engañosa placidez de la Europa luxemburguesa.
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