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En el estudio de Marisa González, donde lo cotidiano se convierte en arte

El Museo Reina Sofía de Madrid acaba de inaugurar su exposición retrospectiva de la artista. Desde su espacio de creación revisa una carrera en la que el feminismo y la tecnología han sido fundamentales

Marisa González, en la mesa de trabajo de su estudio, en Madrid.
Ianko López

Para la artista Marisa González (Bilbao, 81 años), su cuarto propio, el que reclamaba Virginia Woolf, es un piso anchuroso en el muy codiciado barrio de Justicia, en Madrid. Lleno de obra suya, finalizada y en proceso, y de tesoros cuyo valor solo ella conoce: tubérculos desecados por el ambiente de la meseta, exoesqueletos, cabezas de muñecas, cámaras de foto y vídeo, libros, diplomas. Lo compró a principios de los ochenta, cuando el metro cuadrado en la zona no estaba a precio de órgano vital, y lo fue llenando. Aquí viene a trabajar cada día: 25 minutos andando desde su casa en Chamberí. Y aquí ha preparado su exposición Un modo de hacer generativo (en el Museo Reina Sofía), comisariada por Violeta Janeiro. En una esquina tiene una maqueta de las 20 salas que ocupa. “Es poco espacio, faltarán muchas cosas”, reclama. Puede que tenga razón, y que sea poco para hacer justicia a una obra originalísima y visionaria, que ha unido el interés por la tecnología con el activismo social y los recovecos de la memoria. Quizá se desquite con otra muestra que le espera en octubre en el Azkuna Zentroa de su ciudad natal, que dará más peso a proyectos muy queridos, como el de la fábrica de pan Harino Panadera y la central nuclear de Lemoiz. El futuro y el pasado. El reciclaje, el activismo y la tecnología. Sus temas de siempre. Los que ha desarrollado en una carrera que comenzó en sus tiempos de estudiante en el Madrid tardofranquista, y que después fructificó en Estados Unidos, escenario de su toma de conciencia feminista y de su contacto con los medios tecnológicos. Los mismos que la llevaron a obtener el Premio Velázquez de Artes Plásticas en 2023.

Todo eso que estuvo a punto de no suceder tras una temprana desgracia familiar en Bilbao en la que se le había asignado el papel de reemplazo de su propia madre. Así lo recuerda: “Yo tenía 16 años cuando falleció mi madre, y mi padre me sacó del colegio para estar en casa. Empezó a llevarme con él de pareja a las bodas. Incluso a las corridas de toros, que me aburrían mortalmente”.

Un rollo de tres metros de las matrices de la primera fotocopiadora en color, la 3M Color-in-Color, que González convirtió en herramienta y material de trabajo.

¿Cómo salió de esa situación?

Un día fui al colegio de mi hermano para hablar con su profesor, que me preguntó que por qué estaba yo allí en lugar de mis padres. Le respondí que mi madre había fallecido y mi padre estaba en el club taurino jugando a las cartas. Él me dijo: “No tienes ninguna obligación de sacrificar tu vida por tus hermanos. Pareces lista. Prométeme que vas a vivir tu vida”. Que este señor me dijera eso me cambió completamente.

¿Qué hizo entonces?

En Bilbao abrieron una academia de pintura llamada Leonardo da Vinci, y me apunté para prepararme para la escuela de bellas artes. Me presenté en Valencia, donde había más probabilidades, y me admitieron. De Valencia, con el aprobado del primer curso en la mano, trasladé el expediente a la Complutense, donde llegué en 1967. Madrid, de pronto, era como estar en un oasis. Viví las movilizaciones estudiantiles, el Mayo del 68, las exposiciones que nosotros mismos organizamos. Pero, al mismo tiempo, la escuela de bellas artes era muy académica, y lo que me enseñaban no era lo que yo quería hacer. Quería hacer un arte del futuro, no del pasado.

Frutas y tubérculos deshidratados. “El clima seco de Madrid lo conserva todo”,

Suele hablarse en este punto de su supuesto enfrentamiento con Antonio López, su profesor.

Es verdad que siempre me sacan que me enfrenté a Antonio López, pero tampoco fue así: es que con aquello de volver a las raíces yo no podía. ¡Después de todo lo me había costado salir de Bilbao! Así que al acabar la carrera pensé que lo que me habían enseñado no era lo que quería hacer, y en 1971 mi pareja y yo nos fuimos a Chicago a hacer un máster. Cada uno en lo suyo, él en Economía, con una beca Fulbright, y yo en el Art Institute. Yo tenía claro que no quería pareja artista, porque sabía que acabaría limpiándole los pinceles y encima dando clases para mantenerlo. Nos casamos para mantener mi visado. Por lo civil, con un juez viejísimo y sordo al que yo apenas entendía.

¿Qué encontró en Estados Unidos?

Fue el revivir. Un mundo nuevo. Yo ni sabía inglés. Pero tuve la suerte de que la jefa de estudios me dijo: “Lo importante es lo que haces, inglés ya aprenderás”. Me incorporé al departamento de nuevas tecnologías, denominado Sistemas Generativos, con la profesora y fundadora Sonia Sheridan, y allí inicié mi obra tecnológica con la primera fotocopiadora de color del mundo. Aquello coincidió con la guerra de Vietnam. Yo al principio me decía: no es mi problema, no tengo que ir a las manifestaciones. Pero lo era. Luchábamos por el fin de la guerra, hacíamos performances, estaba muy vivo aquello. Mi pareja quería tener hijos, y yo solo puse una condición, que fue que tuviéramos a una persona que nos ayudara a cuidarlos para poder continuar también con mi carrera. Volvimos a España en 1973, yo embarazada de mi primera hija de los tres que tuvimos. Entonces, a mi pareja, que era funcionario, lo destinaron en Washington, y volvimos a Estados Unidos. Yo no quería ser una “señora de”, así que me matriculé en la Corcoran School of the Arts and Design y me gradué de nuevo. Fue otro acierto, porque estaba de profesora la artista feminista Mary Beth Edelson, y tuvimos una relación fantástica. Inicié mi trabajo feminista sobre la violencia contra la mujer con unas obras sobre las mujeres chilenas objeto de torturas por la dictadura de Pinochet. A mis compañeras de clase les pedía que representaran esas violencias sobre sus cuerpos, y de eso hice unas series fotográficas. Yo les decía a las yanquis que su país apoyaba esas dictaduras, y ellas respondían: “No, no, nuestro país es demócrata, no apoya dictaduras”.

El estudio de la artista, en el barrio de Justicia, en Madrid, con la obra 'En el estudio de Sonia Sheridan' (1980).

¿Estamos ahora en una situación similar?

Sí. Por eso creo en el arte como medio de activismo progresista. Con lo que estamos viendo ahora, que parece mentira… El otro día leí que no le dejaron entrar a un científico francés porque tenía conversaciones contra Trump en su WhatsApp. Alucinante. La memoria histórica es fundamental. He vivido la dictadura franquista y creo que todo eso hay que sacarlo a la luz. Cuando murió Franco, nosotros estábamos en Washington, y lo vivimos como una gran celebración.

Volvió en 1977 a una España ya democrática. ¿Encontró la sociedad muy cambiada?

Sí, había una vitalidad y una energía nuevas. Fue maravilloso vivir aquella efervescencia. Participé en la primera edición de Arco, en 1982, que era una ventana al mundo. Un antes y un después en España. Hacíamos actos culturales, se le dio más fuerza a esa parte que a lo meramente comercial. Algunas galerías protestaban porque la gente estaba en esos actos en lugar de comprando. Es que éramos activistas. Activistas culturales.

La artista posa en un rincón del taller.

Su arte ha adoptado una perspectiva feminista, pero se ha ocupado de todo tipo de desplazados, desde personas infectadas por el sida hasta obreros e inmigrantes.

Mi vídeo Ellas, filipinas fue un proyecto crucial para mí, porque muestra la sociedad de hoy, las diferencias tan grandes que hay. Viajando a Asia, mi pareja y yo hicimos una escala en Hong Kong. Como era domingo, el centro estaba ocupado por miles de emigrantes filipinas que trabajan y viven internas en casas de sus empleadores, y se reunían y festejaban en su único día libre. Me decían: “Parecemos felices porque hoy estamos juntas, pero nadie sabe el sufrimiento y la amargura que llevamos dentro”. Entrevisté a esas mujeres, y con ellas creé ese proyecto fotográfico y documental.

También ha destacado por el uso de la tecnología en su obra.

He usado la cámara de fotos, la fotocopiadora, el vídeo, e incluso el net.art [arte para internet]. Siempre ha habido una herramienta entre la obra y yo, así que tengo pocas en las que haya empleado directamente las manos.

Máscara realizada por una de las alumnas del taller que González impartió en Tabacalera en 2015, con motivo de la retrospectiva que le dedicó esta institución madrileña.

¿Por qué esa distancia?

La máquina ha sido mi interlocutora, a ella siempre le preguntaba: ¿qué me puedes dar? Porque las máquinas son como los humanos: hay que sacarles lo mejor de lo que pueden dar. Y yo tomaba esa ruta. Otros, al hacer obras con una fotocopiadora elegían una, la buena, pero no podía quedarme solo con una. Porque lo que me interesaba no era el resultado, sino el proceso. Y eso me lo daba la máquina.

El término pionera está muy gastado, pero de hecho usted lo ha sido del net.art.

Está muy gastada esa palabra, sí. Pero es verdad, hice esas obras con un programa que ya desapareció, así que solo tengo el registro en vídeo, y la parte interactiva se perdió. Eso es lo peor, que todo perece.

¿Percibe la inteligencia artificial como oportunidad o como amenaza?

He escarbado un poco en ella para documentarme. Le pregunté quién es Marisa González, ¡y resultó que sabía muchísimo! No creo que la utilice de momento porque el proceso es muy lento, y los procesos lentos no los aguanto. Yo necesito resultados inmediatos.

También tiene un proyecto para incorporar mujeres en la Wikipedia. ¿Es otra forma de activismo?

Formo parte del grupo de mujeres llamado Cuarto Propio, que vamos creando entradas de mujeres en Wikipedia. Nos reunimos un día a la semana y nos complementamos. Cuando publicamos una nueva entrada, lo decimos para que las demás intervengan. Ese ha sido otro de mis activismos.

¿Cree que el arte contemporáneo debería llegar a más gente?

Por supuesto. No es tan complicado. Es verdad que el arte se focalizó tanto en el concepto que la gente no lo entendía. Por eso intento también que las imágenes resulten bellas, aunque no sea con una belleza clásica. Porque pienso que atribuir belleza a un elemento es una facultad que tenemos, y a través de ella se llega a la gente. Hace que se cuestionen las cosas. 

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Sobre la firma

Ianko López
Es gestor, redactor y crítico especializado en cultura y artes visuales, y también ha trabajado en el ámbito de la consultoría. Colabora habitualmente en diversos medios de comunicación escribiendo sobre arte, diseño, arquitectura y cultura.
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