100 años de Museo del Romanticismo: descubrimos sus secretos junto a la mayor experta en el siglo XIX
La historiadora Isabel Burdiel, biógrafa de Isabel II, recorre el museo y una época llena de convulsos cambios que fueron umbral de la modernidad en España

Tictac, tictac, tictac…, pocas cosas marcan mejor el paso del tiempo que el tictac de un reloj. Quizá, el tictac de 22 relojes. Todos funcionan. Puntuales dan los cuartos, las horas; bueno, no siempre, los martes sí, puntualísimos. Luego, a lo largo de la semana, van sufriendo un leve retraso, hasta el siguiente martes, cuando uno de los trabajadores de Relojería Losada —los mismos que se encargan del mantenimiento del reloj de la Puerta del Sol— vuelve a darles cuerda. La del relojero es una visita puntual y habitual, pero a lo largo de este año en que el Museo del Romanticismo está celebrando su centenario ha recibido alguna excepcional. Como la de Isabel Burdiel, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, escritora y biógrafa de Isabel II. Su libro Isabel II. Una biografía (1830-1904) se convirtió en una obra canónica sobre la reina por la que Burdiel obtuvo el Premio Nacional de Historia en 2011. ¿Cómo no aprovechar la oportunidad de recorrer este museo con quien mejor conoce el periodo que encarna y que muestra?
El Romanticismo español coincide con el reinado de Isabel II (1833-1868) y Burdiel (Badajoz, 67 años) es una de las especialistas del siglo XIX más reputadas. Es lunes, día de cierre al público. No hay visitantes, pero es una jornada de mucha actividad. Poco antes de que la historiadora llegara desde Valencia, donde vive desde los 15 años, las conservadoras desembalaban y observaban con atención el estado en el que regresaba Sátira del suicidio romántico (1839), de Leonardo Alenza, prestado para la exposición El siglo de Tegeo, celebrada en Caravaca de la Cruz (Murcia). Es uno de los lienzos más conocidos del Romanticismo español y una de las piezas estrella del museo. Incide en la idea del suicidio romántico, en la soledad, bohemia y compleja vida de los artistas. Uno de los tópicos románticos, pero precisamente Burdiel tiene un objetivo con esta visita y este centenario: aclarar clichés sobre un periodo engorroso, muy inestable políticamente y repleto de acelerados cambios sociales y culturales.
“No hay una única familia o casa romántica. No hay un solo Romanticismo, hay muchos. La clase social en esta época es fundamental, existen diferencias muy acusadas”, explica. Eso no significa que haya que poner en duda la existencia del Romanticismo español, “en algún momento ocurrió, aunque solo por ser relativamente tardío y por ser España una potencia de segundo rango, al contrario que Alemania y el Reino Unido, que tuvieron más poder de difusión de sus figuras”. Pero las más de 18.000 piezas del museo —solo 1.500 expuestas— muestran y demuestran su existencia.
Burdiel, que se define como una historiadora sin memoria, comienza parándose ante lo que domina: Isabel II está omnipresente en las paredes y en los objetos del museo, que es la recreación de un hogar de una familia de la alta burguesía. “Burguesía con posibles, no es la casa de un comerciante, ni de un contable. Aquí hay dinero, negocios”, aclara. Se fija en los retratos de la reina, aún niña, durante la regencia de su madre, María Cristina, cuarta esposa de Fernando VII. Deja entrever que “no recibió mucho aprecio de sus padres”. A Fernando VII no se le recuerda, ni de lejos, como el monarca más querido; y eran conocidas las corruptelas de su madre, que, ya exiliada en París y vinculada con la trata de esclavos, usaba información privilegiada para sus negocios.
La catedrática se fotografía ante un retrato ecuestre de la monarca pintado por Charles Porion en 1867. En él se ve a Isabel II a caballo con uniforme de capitana general de los ejércitos. “Cabalga con su marido, Francisco de Asís, que es algo que pudo ocurrir, aunque no frecuentemente”, se ríe con sorna mientras alude a que el matrimonio hizo agua desde muy pronto. “Fue un problema político y contribuyó a deteriorar la imagen de la monarca”. En la pintura aparecen también políticos de la época, como Narváez, el general Castaños (licencia del pintor, ya que había fallecido en 1852), Espartero y O’Donnell. De un vistazo, un resumen del Gobierno isabelino.
Continúa Burdiel hablando de la monarca ante el retrato que Federico de Madrazo pintó en 1849, uno de los más reproducidos de la reina, totalmente idealizada, con un rostro dulce y una figura estilizada, que contrasta con las fotografías que de ella se pueden ver sobre el piano, en el mismo salón de baile donde cuelga el madrazo. Destaca Burdiel el azul de sus ojos y su buena voz “de mezzosoprano”. Habla de ella como si la conociera.
Poco a poco la profesora se va metiendo en harina y se va soltando para despegarse de la figura política y acabar llegando hasta la cocina. Entiéndase esto en lenguaje figurado del siglo XXI; en las casas burguesas del XIX, la cocina no es apta para visitas ilustres, es territorio del servicio. Estaría situada en la parte baja de este palacete, construido entre 1776 y 1779, junto al zaguán y las caballerizas, donde hoy se encuentran las taquillas —como celebración del centenario, hasta el 29 de junio la entrada es gratuita—, las consignas, la tienda y la cafetería, que tiene prevista su reapertura antes de que finalice 2025, como colofón de la efeméride.
Volvamos al salón de baile, la estancia más importante de la parte pública de la vivienda, donde se recibía a las visitas y donde las familias burguesas mostraban su poder. Burdiel no está muy de acuerdo en esa división entre áreas privadas y públicas, de estas últimas prefiere decir que están dedicadas a la vida social doméstica. Aunque ella defiende esta época como un tiempo en el que todo es permeable y cambiante. En esta habitación, la reina pasa de gobernante a aficionada a la música. El piano de la firma parisiense Pleyel, de las más prestigiosas del XIX, uno de los siete que se exponen en la casa, le perteneció. “Asistía habitualmente a la ópera. A veces, eso fomentaba la degradación de su imagen, ya que no podían empezar hasta que no llegara, y ella llegaba cuando le daba la gana. Alguna vez la platea la abucheó”, cuenta Burdiel.
La música es una de las manifestaciones artísticas más importante del Romanticismo. “En este momento histórico la música se domestica”, explica, “la zarzuela, que era un género muy popular, se transforma para que el público lo escuche sentado y en silencio”. Una caja de música marca otro hito: por primera vez se puede escuchar música sin músicos. Un cambio abismal. Aunque falta siglo y medio para llegar a las playlists de ahora, esta caja de música ya tiene su lista de reproducción y un mecanismo para parar la canción, adelantarla o repetirla.
No se escapan las melodías de la política. Cada ideología popularizaba sus coplillas. Para saber más sobre la identificación política a través de la música, Burdiel recomienda las investigaciones de Xavier Andreu Miralles, su colega de la Universidad de Valencia. También para analizar los tópicos románticos. Estos reflejaban una España plagada de bandoleros, bailarinas y toreros: el deseado destino de los viajeros europeos, que hallan aquí un país exótico. “Querían encontrarse con gitanas apasionadas, armadas con un puñal en la liga”, supone la catedrática. “No hay una España, hay muchas”, recuerda mientras señala que aumentan los nacionalismos, la búsqueda del origen. En momentos de cambios acelerados surgen movimientos reaccionarios. En el museo hay salas dedicadas al costumbrismo andaluz y al madrileño, pero no solo, también se les da importancia a otros territorios, como los valles pasiegos, de donde proceden las más reputadas nodrizas, como la que retrata Valeriano Domínguez Bécquer, el pintor hermano de Gustavo Adolfo, el poeta.
Sirva el hito que supuso escuchar música sin músicos como ejemplo de esta etapa, umbral de un nuevo mundo. Comienza la modernidad y el museo lo plasma. Hay otros aspectos de la vida cotidiana actual que entonces solo eran el germen del progreso: el tren, la fotografía y el Canal de Isabel II. La fotografía, en sus comienzos, ayuda a que se vean otros inicios. La fisonomía de las ciudades cambia. Es el momento de los ensanches, como el Plan Haussmann, en París; el Cerdà, en Barcelona, y el Castro, en Madrid, por el que surge el barrio de Salamanca. Se dota a las urbes de mayor salubridad: en las viviendas aún no hay cuarto de baño, “el vaciado de orinales, en las casas burguesas, era cosa del servicio”, explica de manera gráfica Burdiel. Se derrumban calles hacinadas para construir grandes avenidas. Las desamortizaciones contribuyen a esto: expropiados los bienes de la Iglesia, se podían derribar sus inmuebles. La fotografía ya juega un papel fundamental, que permanece actualmente, para dejar constancia de lo que está ocurriendo. Así quedan imágenes de la construcción de las infraestructuras del Canal de Isabel II, fundado en 1851, como de la implementación por la Península de la red ferroviaria. El museo atesora unos 9.000 fondos fotográficos, la mitad de sus piezas.
Y en su corazón, en la parte privada del hogar, están las alcobas, el oratorio y el comedor, única estancia que se ha mantenido en el mismo lugar los últimos 100 años. Burdiel saca a relucir otro cambio fundamental que permea todos los ámbitos: “Los afectos cobran importancia. El matrimonio es por amor. Reina la mujer en el hogar. Creo que esta es una figura ambivalente, por un lado son las cuidadoras, tienen una identidad relativa al marido o a los hijos, pero por otro se les da una dignidad que no tenían”. Todo esto lo cuenta en la habitación de los niños, una sala repleta de retratos infantiles y de juegos. Es en el siglo XIX cuando la infancia se empieza a tener en cuenta como periodo vulnerable, dedicado a jugar, a aprender… Los niños dejan de ser adultos pequeños. “¿Ves?, los visten como si fueran mayores”, dice observando las pinturas, “existen como niños”. “Aunque en las clases bajas siguen empezando a trabajar con cinco años”, aclara.
Burdiel se alegra de ser de una generación de historiadores que ha mantenido a las mujeres en el relato. Y pone dos ejemplos románticos obligatorios: las escritoras Carolina Coronado y Gertrudis Gómez de Avellaneda, estudiadas por la profesora Mónica Burguera y representadas en el museo con algunos de sus objetos personales, igual que Larra y Espronceda, los autores románticos por excelencia. En este momento los literatos eran muy populares. Nunca se ha considerado a Larra del club de los 27, aunque se suicidara a esa edad. También era una celebridad Gómez de Avellaneda, “considerada la segunda mujer más importante de su tiempo, tras la reina, claro”, sentencia.
El Museo del Romanticismo cumple ahora un siglo con sus puertas abiertas, los segunderos de los relojes que conserva, 40 en total, 22 expuestos, no han parado ni pararán de girar (cuerda mediante). La durabilidad de las maquinarias del XIX no la ha heredado el XXI. Si entonces el ferrocarril aceleró el tiempo, ahora parece que se nos va a quedar lenta la velocidad del sonido. Mientras, la cadencia de los segundos permanece invariable, aunque cada vez suenan en menos lugares: tictac, tictac… También hay que cuidar ese patrimonio, como quiso hacer Benigno de la Vega-Inclán (1858-1942), el fundador del museo, conservando el tiempo de sus antepasados.
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