La gran revolución
Necesitamos una revolución incruenta que cambie el marco mental nacionalista por el marco mental federalista


Desde hace más o menos dos siglos, vivimos atrapados en el marco mental del nacionalismo. Esta idea nacida en Europa fue al principio emancipadora, porque permitió el tránsito político desde la legitimidad divina, que se hallaba en manos del rey, a la legitimidad humana: el fundamento del poder pasó de residir en la voluntad de Dios, como en el Antiguo Régimen, a residir en la de la nación, constituida por ciudadanos. Por esa vía el nacionalismo se convirtió, en gran parte del siglo XIX, en un impulso de progreso; además, en ocasiones —basta pensar en Italia o Alemania— no fue una fuerza segregadora, sino unificadora. Pero el nacionalismo se basa en el supuesto de que toda nación tiene derecho a un Estado, y de que ese Estado debe ser lingüística y culturalmente uniforme: una nación, un Estado, una cultura, una lengua; el problema es que no hay concepto más difuso que el de nación —ninguna nación es real: todas son a su modo invenciones— y que, en la práctica, lo que autoriza el nacionalismo es que la nación más fuerte aplaste a las más débiles: el primer éxito de esta idea es la Francia moderna, hija del nacionalismo auroral de la Revolución, que suprimió las diferencias lingüísticas y culturales de su territorio para ahormar un Estado inmaculadamente francés.
Pero las ideas evolucionan, y la evolución del nacionalismo fue extrema: de ser una idea de libertad a inicios del siglo XIX pasó, tras un dilatado y tortuoso periplo, a ser en el XX una idea de esclavitud. Las formas diversas del fascismo constituyeron la desembocadura sangrienta del nacionalismo primigenio, y de ahí que el franquismo —apoteosis letal del nacionalismo español— combatiera o relegara las manifestaciones de pluralidad lingüística y cultural a fin de erigir el Estado nacional compacto que el nacionalismo español del XIX, a diferencia del francés, no había sido capaz de forjar. La respuesta de Europa al delirio nacionalista del fascismo fue la creación de una Europa Unida, cuyo destino mejor, por no decir lógico, es una Europa federal; la respuesta de España al delirio nacionalista del franquismo fue la creación de un Estado autonómico, en gran parte un Estado federal, o simplemente un Estado federal que no osa decir su nombre. Además de paralelas, son respuestas razonables, porque son las únicas susceptibles de sacarnos del laberinto nacionalista, dinamitando la tóxica unidad entre nación, Estado, lengua y cultura, y permitiendo la convivencia respetuosa de la unidad política con la pluralidad lingüística, identitaria y cultural: en España, en Europa, uno debería poder sentirse catalán (o español o francés), hablar catalán (o castellano o francés) y abogar por la cultura y las instituciones catalanas (o españolas o francesas) sin por ello dejar de creer con pasión que estamos mucho mejor juntos que separados, porque lo que nos une es muchísimo más que lo que nos separa y porque separados somos más débiles que juntos. Pero, para que esto sea posible, resulta indispensable superar un esquema de pensamiento tan arraigado que parece formar parte de nuestra propia naturaleza (aunque en realidad sea muy reciente): todos deberíamos entender, por ejemplo, que fomentar el uso del catalán o el vasco no equivale —no debería equivaler— a fomentar la secesión de Cataluña o el País Vasco, sino a satisfacer un deseo legítimo de los hablantes del catalán y el vasco. O que abogar por una España, una Europa o incluso un mundo unido, como quería Bertrand Russell, no significa soñar con la supresión de las diferencias, sino propugnar la unidad en la diversidad.
Nacionalismo o federalismo: he ahí un dilema esencial de nuestro tiempo. El nacionalpopulismo desencadenado por la crisis de 2008, cuyo líder visible es ahora mismo Vladímir Putin, encarna el último o penúltimo coletazo de un nacionalismo que se resiste a morir. Mal asunto. Necesitamos una revolución incruenta que cambie el marco mental nacionalista —de confrontación e identidades y soberanías exclusivas— por el marco mental federalista —de colaboración e identidades y soberanías compartidas—: una revolución tan descomunal como indispensable.
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