Un desajuste sentimental
Acabo de ver la cuarta temporada de ‘El cuento de la criada’ y me he jurado que, pase lo que pase, no veré la quinta


Una mujer rubia e inquietante, indiscutiblemente atractiva pese a la cicatriz que le cruza la cara, responde a una llamada de su teléfono móvil. Saga Norén, dice. Y no añade nada más, porque su historia ha terminado.
Antes de contemplar esta escena, vi muchas parecidas, la misma mujer, el mismo móvil y una respuesta diferente, Saga Norén, policía de Malmö. La protagonista de una de las mejores series de televisión que se han rodado nunca es sueca, pero el primer caso que debe resolver es el asesinato de una mujer cuyo cadáver aparece seccionado en dos mitades exactamente en el centro del puente que conecta Malmö con Copenhague, un macabro misterio que la obliga a trabajar en equipo con un policía danés. Por eso la serie original tiene dos títulos complementarios, Bron/Broen, la palabra sueca y la danesa para puente.
Bron/Broen consta de cuatro magníficas temporadas que deben ver si aún no las conocen, pero lo que me interesa destacar ahora es que cuenta una historia que, igual que tuvo un principio, tiene un final. Estoy segura de que, si sus creadores hubieran querido alargarla, hacer dos o cuatro temporadas más, habrían seguido teniendo éxito, pero optaron por hacer las cosas bien, por ser leales a su propio proyecto, por poner el punto final ni más ni menos que donde tenían que ponerlo. Así lograron que los espectadores enamorados de Saga y de Henrik, muy digno también de amor, guardaran un recuerdo esplendoroso de los errores y las virtudes, las contradicciones y los trastornos mentales que convierten a ambos en personajes inolvidables.
Pienso mucho en Bron/Broen ahora que acabo de terminar de ver la cuarta temporada de El cuento de la criada y me he jurado a mí misma que, pase lo que pase, no veré la quinta. La magnitud de mi decepción es tan grande como antigua mi relación con Defred, a la que conocí hace más de 20 años al leer una novela deslumbrante, tan poderosa que merecería resistir a la degradación narrativa de su adaptación televisiva. El libro que escribió Margaret Atwood en 1985, anticipando algunas distorsiones de la sociedad de ahora mismo, no sólo contaba una historia con un principio y un final. Su final era además espléndido, una conclusión a la altura del planteamiento y el desarrollo de un relato tan inteligente como feroz, una vuelta de tuerca que me duele cada vez que veo la cara de Nick en la pantalla de mi televisor. Eso no impidió que la propia Atwood, más de 30 años después, publicara una secuela, Los testamentos, que propone otro final para otra generación, la de las hijas de June Osborne, rebautizada como Defred en el infierno de Gilead.
Es lamentable que con un material como este, tan buenos principios, tan buenos finales, los productores de la serie hayan optado por estirar el chicle hasta el infinito, al precio de desvirtuar radicalmente el argumento y la naturaleza de los personajes. Gilead es una dictadura, la condición de una dictadura es reprimir ferozmente a quienes se resisten a acatarla, pero June/Defred, símbolo universal de la resistencia contra Gilead, se escapa para volver a ser capturada una y otra vez, saliendo ilesa de todas sus fugas. Que no la cuelguen del muro no tiene más sentido que consentir que pueda volver a escaparse, para que puedan volver a capturarla, y se escape de nuevo, y así hasta que la audiencia empiece a flojear. Mientras tanto, a base de acumular tramas secundarias superfluas, la serie se hace aburrida, Gilead y sus dirigentes dejan de dar miedo, y lo peor, lo que nunca les perdonaré a quienes me han traído hasta aquí, es que June ha empezado a caerme gorda. Ya no soporto su insensata temeridad, su presunto heroísmo egoísta de inspiración suicida, sus absurdas maniobras para que vuelvan a capturarla, y a ponerle una capa roja, una toca blanca, con la que rodará nuevas temporadas que yo ya no veré, porque no puedo soportar el desajuste sentimental de no estar de su parte.
Las historias empiezan y terminan, es así de sencillo. Lo que parece que no se comprende, y es una pena, es que las historias que no terminan acaban por pudrirse.
Como los cadáveres de los seres que han estado vivos porque, al fin y al cabo, eso es lo que son.
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