Señora de Rodríguez: la clase que no cesa
¿Qué es un maestro, qué es un discípulo? ¿Qué cosas me había enseñado, más allá de las que creí aprender?


Hace un tiempo, conversando con una vecina, mencioné mi ciudad natal, Junín. Sorprendida, me dijo que su marido había nacido allí y caímos en la cuenta de que la madre de su marido había sido mi profesora de Literatura del colegio secundario: la señora de Rodríguez (así llamábamos en los ochenta a nuestras profesoras: “la señora de”). La señora de Rodríguez era ahora la suegra de mi vecina y vivía en Buenos Aires, a cuatro cuadras de mi casa (“Está muy bien”, dijo mi vecina, “pero a veces se pierde un poquito y es mejor que esté cerca”). Mi madre, que también la había tenido como profesora (varias generaciones de mi familia fuimos al mismo colegio del Estado), hablaba de ella como de un mito: ensalzaba su severidad y su dulzura, y la forma en que leía poemas en voz alta. “No vas a entender hasta que no la escuches”, me decía. No tuve clases con ella hasta tercer año, y cuando entró al aula por primera vez fue como ver a una celebridad. Rengueaba (una secuela de la polio), tenía un rostro delicado y una forma refinada de sonreír que me hacía pensar en un alhajero. No recuerdo cómo fue la primera clase, pero sí el encuentro con su voz, una dicción perfecta y transparente que me produjo envidia. Nos trataba con severidad, como a alumnos universitarios, y cuando explicaba gramática exudaba una fascinación por la matrix del lenguaje que se me quedó pegada. Yo no era ni lejanamente su alumna favorita —no tenía favoritos— pero una mañana, cuando me tocó leer mi primera composición —así llamábamos a los ejercicios de escritura—, dio un respingo y dijo: “Ah, pero qué bien”. La escritura se mete en el cuerpo de diversas formas y a veces pienso que seguí escribiendo sólo para tratar de deslumbrarla. Por ella supe quiénes eran Rulfo y Monterroso, entendí el embrujo de la métrica, me aferré a la precisión. Una vez, cuando vio Rayuela sobre mi pupitre, me preguntó: “¿Cómo lo está leyendo, Guerriero: en un orden suyo, propio?”. Un orden suyo, propio: la revelación de que eso era posible. Pero otro día, cuando le comenté que estaba leyendo a Unamuno, no pareció interesada. Nunca me alentó, nunca me dijo que lo mío era mejor que aquello otro: su rigor era democrático. En algún momento, finalmente, me atreví a pedirle que nos leyera un poema. Me dijo que no, que tenía que seguir con el programa. Pero, semanas más tarde, lo hizo. Eligió las redondillas de sor Juana, que no me gustaban tanto, pero me deslumbró esa voz que extraía, de viejos versos, tantos fulgores. Me animé a preguntarle si podía enseñarme a leer así, y lo intentó (es una historia que termina conmigo lapidada por la Marcha triunfal, de Rubén Darío, que nunca logré declamar sin parecer una burócrata enloquecida). Después, terminé el colegio y no la vi más. Hasta que un martes de hace dos inviernos mi vecina concertó una cita. Hice la caminata del discípulo: fui hasta su casa nerviosa, preguntándome si me recordaría. Toqué el timbre y me quedé paralizada al oír su voz: “Pasá”. Cuando salí del ascensor estaba esperando —la misma sonrisa, el mismo rostro— y dijo “hola, Leila”, como si hubieran pasado diez minutos, no más de tres décadas. Tomamos té, conversamos. Un par de veces me confundió con otra persona. En un momento dijo: “Me van a hacer un homenaje. Le van a poner mi nombre a una biblioteca de la escuela”. Le pregunté: “¿La biblioteca del colegio va a llevar su nombre?”. Me respondió: “No. Le van a poner mi nombre a un mueble. ¿No es fantástico?”. Me reí, aunque me descolocó el sarcasmo. De pronto, mencionó algo que yo había olvidado: un concurso de cuentos que gané en la secundaria. “¿Te acordás?”, me preguntó. Le dije que no. Entonces esa mujer a quien siempre creí no haber llamado la atención me contó, parte por parte, el cuento que yo había escrito. Al terminar dijo: “Todavía lo tengo por ahí”. Me sentí aturdida. ¿Qué es un maestro, qué es un discípulo? ¿Qué cosas me había enseñado, más allá de las que creí aprender? Su nombre es Mirta Bruzzone de Rodríguez. Tiene más de 90 años. Me dicen que a veces se pierde un poco y entonces quiere ir al cine en Junín. Me parece una confusión bella, sin demasiado dolor.
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